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Pensando Contra la toxina
06September
Artículos

Pensando Contra la toxina

En Cuba no abunda mucho el ejercicio de la crítica sobre la crítica de arte. Cierto es que, en el puñado de revistas especializadas que tenemos, algún espacio se concede a reseñas sobre libros de investigadores y especialistas del mundo de la plástica. Mas, como sabemos, dichos libros son todavía escasos. En consecuencia, el nivel de reflexión y análisis de los especialistassobre el trabajo de otros especialistas, es también insuficiente. ¿Qué decir entonces de la crítica de arte que va quedando desperdigada en las revistas? La tan necesaria retroalimentación para quienes ejercemos el criterio en el espacio público solo llega, y no siempre, de la mano del rumor. Por eso me gustaría imaginar una revista dedicada exclusivamente a pensar nuestra crítica; una publicación que fuera la autoconciencia crítica de la crítica de arte en Cuba.

Mientras no exista tal revista, la forma más segura que tiene un crítico de obtener valoraciones en letra impresa sobre su trabajo, parece ser compilando en un libro la cosecha que ha ido acumulando durante años. Por tal razón, no me parece para nada prematuro, sino más bien estratégico, que el joven crítico de arte y curador cubano Píter Ortega Núñez (La Habana, 1982) acabe de publicar su primer volumen compilatorio (Contra la toxina, 2011), cuya edición estuvo a cargo del sello editorial del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello. Píter, una vez más, se hace con la iniciativa; se desliza por el hueco de una aguja; aparece en los medios promocionando el lanzamiento de su libro; abarrota de público el Museo Nacional de Bellas Artes el día de la presentación; y logra aquello en lo que ya va siendo todo un especialista: aguijonea al “mundillo” del arte, genera polémica, no deja indiferente a nadie. Sé que a muchos les irrita su exitosa estrategia de marketing, pero si algo tenemos que aprender de Píter, y no solo los más jóvenes, es la hábil manera en que pone en práctica las lecciones teóricas sobre promoción, relaciones públicas y marketing cultural.

Contra la toxina es un compendio de lo publicado por el autor durante los últimos seis años en diferentes revistas y catálogos de exposiciones, tanto en Cuba como en el extranjero. La propia estructuración del libro nos indica las tres direcciones fundamentales en las que Ortega Núñez ha venido desarrollando su labor como crítico. En el primer apartado se agrupan cuatro pequeños ensayos en los que formula problemáticas concernientes al campo del arte, y las examina de manera beligerante. En el segundo capítulo encontramos los textos dedicados a interpretar y conceptualizar la producción de diversos creadores, en su mayoría jóvenes. Y en el último apartado quedaron las reseñas sobre hechos expositivos puntuales –género en el que Píter acumula un considerable volumen de textos, de los cuales solo se incluyen aquí una decena.

En sus notas preliminares el autor comienza diciendo que el libro que tenemos en las manos es “decididamente poscrítico”; criterio que me voy a permitir polemizar un poco. En este sentido Ortega Núñez esgrime argumentos como que en esos textos asume la “crítica como ficción, como juego con el lenguaje, y nunca como verdades absolutas”; que renuncia “por completo al principio de veracidad o certidumbre del acto escritural”; que se permite “las licencias y ambigüedades que no se permite la crítica tradicional”; que sus textos son “un pretexto para fabular, concebir mundos apócrifos, realidades otras en las que poco importan los niveles de correspondencia con el objeto de análisis”; y que “el referente es más bien una excusa para la inmersión literaria, para el regodeo en el propio goce y placer de la escritura”. Todo esto se corresponde, en efecto, con una manera de asumir el ejercicio crítico que toma distancia con plena conciencia de cierta crítica deudora de un positivismo cuasi decimonónico –que en nuestro contexto no debemos asociar a la academia, de manera general y abstracta. En un extremo tenemos un tipo de crítica que se distingue por la sobriedad escritural, por una corrección metódica en su manera de examinar el objeto de estudio, que termina haciéndose muy aburrida y soñolienta para el lector. En el otro, una crítica impresionista, plagada de una adjetivación rimbombante, que mal emplea términos y categorías para aparentar suficiencia teórica; y que fluye –como bien apunta Píter en uno de los ensayos del primer capítulo– de la descripción a la valoración sentenciosa y concluyente, saltándose con garrocha olímpica la actividad interpretativa, lo cual es la principal responsabilidad cultural de un crítico. Como todos los extremos se palpan, los puntos en común son el bajo nivel especulativo y la pobreza interpretativa, así como la conspiración –no sabría decir si consciente– contra una experiencia de lectura que pueda resultar atractiva, estimulante, provocadora. Sin embargo, distanciarse de forma radical –como lo ha intentado hacer Píter– de esa mareante referencialidad, de la adjetivación impresionista, de la escritura anorgásmica, del apego al dato y al “dictado” del artista, no conduce invariablemente a la poscrítica. Pero esta polémica exige más espacio, y como no decide en lo absoluto sobre el valor de Contra la toxina, la detengo en este punto.

Lo que sí percibo, en todos los textos, es la constancia de una singular voz autoral. Es cierto que de modo general Ortega no se preocupa mucho por cumplir con el orden lógico y lineal de las tres fases más convencionales de la crítica de arte (descripción, interpretación y valoración): puede comenzar emitiendo juicios de valor y terminar describiendo, eso realmente no le preocupa. Tampoco se cuida de contradecirse a sí mismo: puede sostener cierta tesis con vehemencia y después negarla con igual vehemencia en otro texto y en otra circunstancia. Según él son actos deliberados de su sensibilidad camaleónica. En mi opinión, son contradicciones –cambios de orientación y de opinión, hallazgos que hacen dudar de ideas y certezas anteriores– inherentes a un proceso de formación, de maduración de un oficio tan complejo. Mucho de su potencial está en la intensidad de lo que escribe y en la convicción, o pasión, de lo que argumenta. Es un crítico ocurrente, con habilidad para los coloquialismos, que sabe combinar sabiduría popular y conocimiento teórico con un ritmo de escritura ágil, desenfadada y de giros lingüísticos relampagueantes. Tales rasgos son condimentos que disfruta mucho el lector. Si hay un hecho que está más que comprobado, es que sus textos pueden irritar a ciertas personas, levantar polvaredas adversas, criterios opuestos, pero nunca aburrir. Píter se las agencia para que quien comience a leer sus palabras iniciales, continúe leyendo hasta el punto final. Y ese solo mérito ya le hace ser un crítico más que necesario en nuestro contexto. Pero el dominio del arte de la retórica (que no es más que el arte de la seducción, ya sea por atracción o repulsión) tendría poco éxito si no va acompañado de una también ingeniosa labor interpretativa. Nuestro joven Ortega lo tiene bien aprendido de uno de sus maestros más caros: Rufo Caballero. Decía antes que la principal responsabilidad cultural de un crítico recae en la interpretación, porque interpretar significa, en esencia, producir conocimiento sobre el objeto de estudio –ya sea una obra, exposición, o proceso artístico. Para ello se necesita una capacidad especial articulando sentidos, es decir, movilizando todo el horizonte de saber que se posee en función del diálogo hermenéutico de la comprensión. Nadie dudará a estas alturas que Píter posee tal talento, lo que le hace ser un crítico responsable (en tanto cumple con su responsabilidad intelectual), sin renunciar a su espíritu incendiario... ¿Quién dijo que ambas condiciones son excluyentes? Ya existe Contra la toxina para atestiguarlo.

En el prólogo del volumen, el crítico e investigador cubano Rafael Acosta de Arriba sostiene que el valor mayor del libro “radica en lo que nos ofrece de testimonio sobre el arte joven, el arte que se está realizando ahora mismo en el país”; criterio que suscribo plenamente. Píter Ortega se ha convertido en el abanderado de cierta tendencia estética del arte cubano actual, algo así como un boom pictórico, protagonizado por jóvenes artistas que él ha ido agrupando en varios proyectos curatoriales. Quizás ese vaya siendo su aporte más notable a la escena artística cubana: descubrir y conceptualizar una zona de la producción plástica emergente. Un trabajo, sin dudas, que requiere de gran agudeza y sensibilidad para poder reconocer dónde está el talento y la calidad artística; pero también de buena dosis de confianza en el gusto y en el criterio propio, y de valentía, para arriesgar un criterio allí donde ningún otro crítico había mirado. De ahí que Píter no salga de una polémica para entrar en otra. Ahora mismo toda La Habana está hablando de Stainless, su más reciente propuesta curatorial. En el texto escrito para el catálogo de la muestra Píter se aventura a decir que “ha nacido un nuevo grupo[i] para la historia del arte cubano”, que nos encontramos “ante el germen de una genuina poética de orientación colectiva inscrita en la más vanguardista tradición de estéticas grupales del arte cubano contemporáneo…”. Ese es nuestro Píter Ortega Núñez, puro riesgo, pura osadía. Deseemos que el tiempo no le oxide, por el bien de nuestro campo artístico; y que los muchachos de Stainless no le hagan quedar mal, sobre todo por el bien de ellos.

La Habana, noviembre de 2011



[i] El referido grupo se hace llamar Stainless, y está integrado por tres jóvenes egresados en el año 2010 de la Academia de Bellas Artes San Alejandro: Alejandro Piñeiro Bello, José Gabriel Capaz y Roberto Fabelo Hung. La exposición homónima fue inaugurada en el Centro Hispanoamericano de Cultura, La Habana, octubre-noviembre de 2011.