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Álvaro Castillo Granada. Un librero
11February
Artículos

Álvaro Castillo Granada. Un librero

Álvaro Castillo Granado (Bucaramanga, Colombia, 1969) llega a una librería, sobre todo si es de libros viejos o usados, y después de una ojeada, sus manos van a posarse, casi intuitivamente, como si estos lo llamaran, en aquellos textos que espera, busca, desea… Sabe que los libros tienen vida; ocultan señuelos, misterios… Posee «otra intuición», digamos que ha adquirido un nuevo sentido gracias al oficio de varios años como lector agudo, librero y editor. 

Dueño de una librería en Bogotá, ha sido el director de Ediciones San Librario y de Ediciones Isla de Libros, pero, ante todo, Álvaro es un lector incansable: por añadidura, un soñador como pocos. 

Este cazador de libros —como lo catalogara el narrador Jorge Franco— ha publicado El libro (recuerdos de un lector) (2004), Julio Cortázar. Una lectura permutante del capítulo 7 de Rayuela (2005), En viaje (2007), De cuando Pablo Neruda plagió a Miguel Ángel Macau (2008) y Encuentros con Paco Ignacio Taibo II (2013). Y ahora nos sorprende con Un librero, una selección de crónicas y relatos publicados por el prestigioso grupo Penguin Randon House en 2018. 

«Nunca se sabe dónde van a aparecer los libros. Llegan y se van azarosamente. Es como si respondieran a un llamado misterioso, ancestral, para llegar y formar parte de una historia siempre nueva. Algo así como una novela constante. En la ciudad aparecen en lugares que son otra ciudad. He ido a buscarlos hasta Nueva Delhi, por ejemplo, a la casa de un librero, que no he vuelto a ver, con patillas de prócer independentista y apellido de héroe cubano: Maceo», escribe Álvaro en «La piel suave», el primer relato de Un librero, una historia de amor relacionada con Razón de ser, poemario del español Pedro Salinas, miembro de la Generación del 27: la foto en blanco y negro de una enigmática mujer, en las páginas de un libro de Salinas; unos versos subrayados con tinta azul; una nota en el reverso de la foto «como recuerdo de un gran amor»; la posibilidad, pero, al mismo tiempo, la añoranza, la permanencia…

Cada libro posee sus historias: la del libro en sí, aquellas que leemos en sus páginas, pero también resulta un espejo de quien lo escribió. «El hombre es el hombre y el espejo», subrayó Alfonso Reyes. Además, el libro cobra vida realmente cuando se lee. Libro y lector conforman así una unidad: se reconocen, se acercan, se hacen uno; comparten miedos, dudas, certezas, pero no son indiferentes. Un libro nos recuerda un momento específico de la vida, una persona, un amor… De esto también nos habla Álvaro Castillo Granado en las páginas de Un librero

Narrados con dominio, maestría, y en ocasiones desde diferentes puntos de vista, lo que nos demuestra que Álvaro es, además de un lector hábil y perspicaz, un interesante narrador, estos relatos nos llevan a los viajes de un ejemplar, el primero en salir de imprenta, de la edición prístina de los sonetos de Shakespeare con traducción del argentino Manuel Mujica Láinez; «los ojos negros, grandes como uvas» de Ada tras El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence; la historia, narrada por su protagonista, de una conocida foto en el malecón habanero, donde, tras la cámara de Chinolope, posa Cortázar y un joven corre detrás por el muro; y las historias en Chile del veterano revolucionario Alberto Troncoso y su relación con Pablo Neruda y su Antología popular, y la visita a este país del dictador cubano Fulgencio Batista en 1944. 

Además, en Un librero, ya con varias reimpresiones en su reciente primera edición, Álvaro nos hace partícipes de relatos —los suyos, pero que también ya son nuestros— sobre la Autobiografía del general colombiano José Rogelio Castillo, publicada en Cuba por la Editorial de Ciencias Sociales; las Conversaciones con un sacerdote colombiano (puntos de choque con la Iglesia), editadas en 1957 y donde Rafael Maldonado Piedrahíta dialoga con el joven sacerdote y guerrillero Camilo Torres Restrepo; El Che en Bolivia, recopilación de Carlos Soria Galvarro publicada en 1994 y cuyo quinto tomo demoró veintidós años en llegar a sus ávidas manos; Las armas secretas, de Julio Cortázar, en su primera edición de la Editorial Sudamericana en 1959, y esta vez en un ejemplar dedicado al autor de El regreso, el escritor cubano de origen estadounidense Calvert Casey, por lo que Álvaro nos lleva a las referencias sobre Calvert en la correspondencia cortaziana publicada por Alfaguara y a la trascripción de una conversación con el escritor cubano Antón Arrufat, amigo de Cortázar y de Calvert; y su relación con el exguerrillero y escritor colombiano Yezid Arteta Dávila, quien, desde la prisión, le encargaba libros, Celia se pudre, de Héctor Rojas, entre ellos, y le enviaba además los suyos. 

A manera de Epílogo, Álvaro añadió varios relatos que resultan un homenaje a los libreros que ha conocido en diferentes partes del mundo, pero sobre todo esos que en La Habana o Bogotá son capaces de «entregarnos un libro que se convierte en una ruta, una aventura, un destino».

¿Cuántas puertas a disímiles posibilidades palpamos en estas historias? Cada libro al que nos acerca Álvaro —el libro como excusa y también como posibilidad— nos trae reminiscencias de su vida, pero también de las nuestras. Como Juan Gabriel Vázquez, uno de los escritores colombianos contemporáneos más reconocidos, sabemos que Álvaro Castillo «no es un librero: es un médico de cabecera que trabaja de otra forma. Su libro es una confesión, una exploración de la vida secreta de las páginas y un canto de amor a uno de los grandes oficios del mundo». 

Un librero nos trae varias alegrías: un estilo preciso y ameno, atractivo; historias donde los libros, ellos, sus páginas, sus lectores, son los protagonistas; y sabernos amigos y cómplices de Álvaro, ese librero, editor y escritor colombiano que sabe que los libros «viven en un eterno presente que se desata y reactualiza cuando encuentra sus destinos en las manos de un lector».