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De la ilusión [Permutaciones de una misma imagen, entre la pintura y la fotografía]
01July
Artículos

De la ilusión [Permutaciones de una misma imagen, entre la pintura y la fotografía]

A Rufo Caballero, por escribir esa América de la otra voz.

A Alfredo (el mío), por su sensibilidad única, por su estatura humana.

A Tomás Sánchez, porque, sin sus imágenes, mi letra pierde todo su sentido, extravía su rumbo.

 

Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento, pero en realidad ¿qué es lo difícil?, ¿lo sumergido, tan solo, en las maternales aguas de lo oscuro?, ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia una reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica (…).

                                                    —José Lezama Lima                                                         

Nada fue igual desde el día en que me descubrí, absorto, frente a las permutaciones ilusionistas de Tomás Sánchez. Desde entonces creo, en efecto, que la belleza debe perpetuarse en y a través de ella misma en su totalidad cósmica y universal. Su ilusión es tan fugaz y rotunda como la desilusión que la embarga y la embriaga, que la sepulta. Desde ese preciso instante, insisto, no he podido evitar cierta lástima para conmigo y con el mundo cada vez que advierto las exiguas dimensiones con las que Dios nos ha provisto –o, mejor dicho, desprovisto– a todos de todo. Pero hubo todavía un segundo hallazgo o revelación que me robaría para siempre la serenidad que su obra trasmite: la certeza de que su narrativa está allí y aquí para relatar ese “modelo del universo” que habría que perpetuar, luego de que la desidia de profetas o agoreros desconfiados del sentido de la vista intente convencer de la muerte más allá de la muerte misma. El silencio es hermoso también, tanto o más que la imagen que usurpa su lugar y que dice de sí lo que puede que no sea.

Cuanto hemos advertido hasta hoy como la defunción de la belleza, no es sino la caducidad de ciertos modelos de esta, su celebración mediocre y mal leída en el paisaje de una linealidad que contradice la ontología del universo americano y cubano, barrocos en su hechura y extensión, tan prolijos como ninguno, tan ricos en su mismidad y diferencia como únicos en su modo de entender la historia que describe y falsifica. Tomás es un relator de profundidades, un escritor exorcista, un hacedor de la luz, un alquimista de alma errante que trastoca la materia prima para traducirla en la espesura de una imagen maravillosa. Sabe, como hombre inteligente y escandalosamente culto (pragmático también: no existe inteligencia sin su cuota de pragmatismo), que la certeza no es más que una ilusión, un espejismo que busca confundir el orden retiniano y ponerle trampas a la razón que escapa y se fuga de los lugares comunes. Es loable admitir que sin una pizca de gracia y (a)literalidad convertidas en premisas de la vida, resulta imposible germinar universos paralelos y dar cobijo a sus textos fundacionales: esos que crean el simulacro de una escritura real que no es sino falsificación consumada. La obra de Tomás tiene mucho de esto. Ella por sí sola, y sin el añadido extracorporal y protésico del texto que la relata y la cuenta, es un ensayo de re-formulaciones, una especie de hallazgo adulto que marca la diferencia entre el joven aprendiz y el maestro avezado: entre lo real y sus modelos de interpretación y de consumo. Tomás re-escribe la naturaleza desde una posición que muchos pudieran advertir tan sólo como poesía extraviada en el accidente topográfico que está ahí fuera; sin embargo, y este es un hecho irrefutable de su operatoria escritural-visual, cada pieza suya responde a un principio estructural casi matemático de la geometría y de la forma. Es, en puridad, un estudioso furibundo y obcecado de los universos composicionales y de sus leyes. No en balde le fascinan la abstracción y la vertiente geométrica-concreta del arte tan enraizada en el contexto latinoamericano. Puede que admire más la composición que responde a un estructuralismo fuera de serie, como es el caso de la estética concreta, que toda la historia del paisaje anterior convertido tan sólo en soñoliento legado para la retina.

Su inventiva y su facultad desbordada para traducir un fragmento de realidad y convertirlo en un todo suspendido, como sujeto por la mano de Dios, son tan sofisticadas como la propia complejidad de ese paisaje en el que el accidente de la mirada escópica evidencia que nada, ni siquiera una minúscula parte de él, es igual a otra en proporción y en belleza. Cada instante de ese paisaje revela su identidad frente a la del vecino acechante que le espía y que le copia. Cada toma es única en sí, es el grado cero de una escritura de ficción que tensa las posibilidades infinitas del logos y las convierte en palabra, en verso, en grito de libertad y en proposición de fuga. En la simultaneidad de estas láminas de la fe (Tomás es un místico de estatura mayor), se dibujan, para goce nuestro y para él mismo, el mejor de los caribeños universales, el corpus enfático de las utopías americanas. Ese otro indicio de nuestro imaginario que puede sobradamente alimentar otras y más robustas elaboraciones de lo propio en contraste con el otro que mira desde ese lado del espejo. A la inversa “de cuanto pretende el fetichismo fundamentalista tan arrebujado en su historiografía, la cultura en América es casi siempre una cultura perspectiva, ansiedad que espera y propone alternativas a una dimensión real de la cual intenta con frecuencia escapar, desde los mismos ímpetus que la fecundan (…). Y tamaña simultaneidad es asimismo responsable de la sospecha acerca de la afinidad entre los comportamientos seculares de la cultura americana y las proyecciones ético-estéticas del posmodernismo, tesis que no carece de agudeza, pues aún cuando las sociedades americanas del presente se empeñan todavía en realizar sus proyectos de modernización, la naturaleza conductual de sus culturas parecía esperar, o de hecho adelantaba, las relativizaciones y eclecticismos de lo posmoderno, uno de cuyos bastiones es precisamente la sustitución del paradigma diacrónico anterior por otra premisa de horizontalidad espacial que prefiere constatar la heterogeneidad en el otro y no en lo nuevo”.[1]

La evocación que entonces provocan estas láminas es la del comienzo, la de un tiempo sin injerencias ni malversaciones del sujeto dominante (símbolo de la civilización y de la cultura). Es la de un estado de origen en el que “el todo” era “la suma” de sus partes y no la castración freudiana de esas mismas partes que antes amplificaban la imagen del cosmos. Su artífice, un sujeto metafórico de envergadura tropológica, actúa para advertir la metamorfosis hacia esa nueva visión en la que la realidad misma queda re-emplazada por sus respectivas representaciones; lo mismo que en la cópula donde la satisfacción del deseo mata la escritura, sutil y reposada, del auténtico erotismo. La gimnasia de la lente otea el paisaje conforme hace el conquistador fálico con el cuerpo del otro deseado. De esa lucha de intereses y de perspectivas nace la voluntad de escribir, a modo de palimpsestos, sus cauces y voluptuosidades. El paisaje de Tomás (o los paisajes) se burla de esa misión periférica que la occidental y centralizada Historia con mayúsculas le reservó como lugar. Resultan, en su celebración hiperrealista y en su ímpetu barroco, un ejercicio de restitución de la lúdica irónica que desmiente (al tiempo que constata) el trascendentalismo unitario de una visión congelada en la espesura de los tiempos históricos de lo americano. “América –subraya Rufo Caballero– es experta en el inclusivismo que la condición posmoderna desea devolver a la cultura después de la razón excluyente de la modernidad: América escucha ese anhelo y sonríe porque ella nunca extravió su vocación inclusiva, su acogimiento del fragmento y la otra voz. Esa facultad convocadora, concitadora, la ha hecho voraz, una cultura sedienta, a la caza y la espera de lo ajeno que deja de serlo cuando fecunda su firme tronco, cuando succiona de él la sustancia antiquísima de un supratiempo que no indica atemporalidad sino alta, muy alta densidad temporal, acaso no perdida en el accidente geográfico del espacio cronológico, sino anclada en ciertas recurrencias que solo reporta el aprendizaje del viaje histórico”.[2]

El espacio gnóstico, concepto lezamiano de máxima generalidad para referir la ideología socio-semiótica del ámbito latinoamericano, comporta los núcleos proliferantes de que hablara Alejo Carpentier y se acoge al afán proyectivo de la fuga barroca. De ahí la “serenidad volcánica” de estas imágenes. Su silencio y distancia no son sino la celebración de los impulsos de vida que en ellas habitan como escondidos tras la superficie especular. Hay vida allí, en ese mismo espacio de generalizaciones y de superposiciones casi místicas, de depuración y de asepsia clínica. Hay vida, sí que la hay. Existe una voz que recorre esos mundos de su imagen fotográfica y la conecta, de un modo magistral, con la grandeza artesanal y ecuménica de sus lienzos. Es ahí, en esa conexión que alardea de sinergias bien orquestadas (entre ambos lenguajes) donde reside una de las elevadas virtudes de su trabajo: la consumación y epifanía de ese protoplasma enunciativo en el que imagen fotográfica y ejercicio pictórico comulgan en el mismo espacio textual con independencia del medio y de sus lucubraciones lingüísticas y narrativas. Entre ambas visiones se descubren el carácter programático y el énfasis estructural que guían la poética en sus horizontes de realización y de consumación, con avidez y gravedad. La obra toda se revela como texto, como estructura gramatical que acopla cada una de sus partes en el trazado de una oración casi perfecta. La subordinación, el retruécano o la anfibología no le son ajenos, pero no resultan los recursos más atendibles de esa narrativa suya. La transparencia argumental y la densidad del lugar de la enunciación sí parecen ser los elementos más significativos en tal caso. De tal suerte, Tomás ensaya una especia de retorno a la ideología del boom.

Conforme los escritores del postboom latinoamericano se jactaron en la crítica a la gravidez trascendental de la escritura y de sus modelos anteriores, sellando su muerte con el beso de una mujer que pudo quizás ser araña, Tomás, en tanto recuperador audaz y arqueólogo contemporáneo del boom, resucita de su tumba al sujeto cósmico que dibujó para sí y para su espacio de referencia una imagen teleológica y heurística de su cultura. Mientas que aquellos (los del postboom) parodian hasta la saciedad y la vulgaridad que basa su estrategia en la copia sin mayor envergadura, Tomás Sánchez, por el contrario, asume el sino de su vida y escribe la historia sin el miedo a esa sentencia de Luis Cardoza y Aragón que reza: “las predicciones de una época son las repugnancias de la siguiente”[3]. Así, fotografía y pintura, en su comulgar casi litúrgico, apuestan por una visión que no necesita de lo posmoderno como canon, sino que restituye el valor y la pertinencia de una ensayística moderna en la que la belleza de las formas y sus voces no tiene por qué no resultar proporcional a la eficacia discursiva y conceptual que la anima. De esa lógica resulta un “proyecto de imagen” en el que se trenzan las relaciones más audaces entre el imaginario pictórico y las formulaciones fotográficas de los últimos tiempos. Y no existe ni polémica ni disparidad en el método empleado en ambos casos. Éste es siempre el mismo: la emancipación del ojo expectante frente a los accidentes topográficos del paisaje y la posibilidad de activar en él un desvío retórico que otorgue sentido a la imagen.

El hombre, ya no el artista, sino el hombre, el hombre real que es Tomás, es también, por fuerza de sus prácticas y de su ideología humanista, un sujeto fuera de serie, fuera del tiempo, fuera de las nimiedades que hacen de esta vida un pasaje amargo y no una bacanal de la buena fortuna y la virtud. “Quienes no lo conocen –y aun muchos que lo conocen, afirma Gabriel García Márquez, con meridiana lucidez– ignoran que ese poder tiene una explicación única: Tomás Sánchez es un místico. Su presencia más creíble es la de un Caribe de los buenos, lo mismo de guayabera en Cienfuegos que de corbata negra en los salones de Europa. Pero muchas virtudes grandes que se le atribuyen por la magia de su pintura quedarían sin sentido si se ignora que no sólo su obra sino él mismo están ungidos por un hálito de misterio que sólo es percibido por sus devotos. Quienes no lo conocen bien –insiste García Márquez– piensan que anda sin rumbo, que escucha a unos y responde a otros u olvida un nombre o un rostro con la facilidad con que los aprende, pues se pasea entre ellos sin fórmula de salón, puede estar varias veces al mismo tiempo donde menos se piensa. Muy pocas veces contesta al teléfono pero está mejor informado de sus amigos lejanos que si hablara con ellos todo el día. Cada vez que puede dedica horas enteras a arar una parcela del huerto, no para cultivarlo sino para conversar con la tierra. Alguien que oyó una o dos frases de esa conversación dejó escrito con lápiz rojo en la pared: “Este hombre terminará por imponerle sus propias leyes a la naturaleza”.”[4] Se trata, entonces, de esas mismas leyes que, venidas antes de la historia de la cultura, son ahora convertidas en un ejercicio personal de indagación promiscua y aleatoria en el paisaje que se revela y se exculpa a sí mismo.

De esa combinatoria impecable de ser humano y obra, aflora un imaginario personalísimo que ha tenido, a fecha de hoy, hornadas enteras de seguidores fuera y dentro de la isla. La obra de Tomás Sánchez puede que sea, sin duda, una de las referencias más seguidas, imitadas (casi calcada al punto de la falsificación y de la copia) por numerosos artistas jóvenes que le advierten ya como un clásico. Según el sol se levanta y la bruma comienza a disiparse bajo el ímpetu de la luz, asimismo su obra se convierte en una especie de estilo, de marca, que de manera deliberada jugó a agotar sus propias posibilidades entre muchas otras, aproximándose, entonces, y con júbilo, a su propia idea de lo clásico.

El entusiasmo que suscitó su estilo reviste intensas particularidades. Valdría referir en su caso la rara paradoja de un ideal modélico que se copia y expolia en la medida que se recrea hasta el infinito en busca de otras formas posibles (e igualmente legítimas) de crear estilo. Creo que ahí, sobre todas las cosas, reside el sello de su grandeza como maestro. Él no aboga por el émulo obediente que sigue los pasos del “instructor”; apuesta, al contrario, por la floración de la idea propia, la generación de un estilo otro, la fundación de otras escrituras que amplifiquen el territorio del arte y del lenguaje.

A priori, por mucho que hubiese querido adivinar en el silencio de sus piezas la grandeza de la persona, me hubiera sido imposible si no fuera por la experiencia de habernos cruzado en determinadas circunstancias de la vida. Nada hubiera podido saber de esos episodios domésticos acaecidos en la más reservada intimidad sin el hallazgo de su letra y de su diálogo hace poco menos de un año, cuando ambos, en la distancia y desconociendo el timbre de nuestras voces, comenzamos a escribir, sin saberlo, la que sería la historia de esta muestra. El mail fue entonces el medio; luego vino la llamada telefónica y, con ella, la revelación de una voz que conserva aún, en su eco más hondo, las variaciones melódicas del acento cubano que la distancia hace peregrinar en el recuerdo de la primera voz. Eso me fascinó. Me costaba creer que de ese otro lado estuviera ese hombre que se llama Tomás, pero era cierto; era él, no otro. Pasó el tiempo y aquí estamos, en la magia estival del Retiro madrileño. No hubiera existido un espacio ni un tiempo mejor. Era este, él lo sabía. Su intuición así me lo reveló y la prueba de tal sagacidad y escogencia es esta exposición en la que proponemos una suspensión de los tiempos, un relato de amplificaciones religiosas y profanas, un juego de ilusiones cuyo emblema es el culto visceral a la belleza devuelta a la superficie de la fotografía.

 Esta devolución supone, para él y para nosotros (los otros), un modo de acreditar la existencia de una escritura que nos trasciende, de pulsar su eficacia y desobediencia allí donde el dogma la doblega. Por desgracia, vivimos demasiado apegados a las cosas, a los lugares, a la idea de pertenencia y de tenencia, cuando al cabo descubres que sólo eres en la medida en que dejas de ser, en el momento en el que asumes ser sólo una parte de ese todo que nos aborda y nos desborda, que nos acoge y nos coloca en el silencio mismo de la historia de los hombres. Sospecho que esta afirmación mía, en modo alguno romántica dado que responde a una experiencia de vida que ha tenido noticias de muchas pérdidas, se descubre como basamento ideológico del programa de Tomás. En ocasiones, al escribirme con motivo de algún viaje o para comentar algún texto mío o suyo, eso da igual, podía leer entre líneas y advertir la grandeza de un ser humano que ha sido capaz de comprender el verdadero sentido de la orfandad y de la convalecencia de la vida cuando esta se reduce a la conquista material y al narcisismo predatorio tan frecuentes en los esquemas bulímicos promovidos por el modelo contemporáneo del canibalismo y la usurpación. Todos dicen que es un místico, y puede que yo no repare en dudas al respecto, pero lo veo más como un hombre potencialmente inteligente y racional, cualidades estas que se revelan en una obra adulta cuyo fin no es la conquista egocéntrica del territorio, sino su traducción en regalo, en exvoto para exculpar al ser humano de su propia miseria e indigencia simbólica. Tomás suspende el tiempo y anula la idea de conquista para fraguar un ideal de contemplación y de disfrute que cada vez resulta menos frecuente en la esquizofrenia y la epifanía del mundo contemporáneo.

Desde las “suspensiones” de sus obras iniciales hasta las construcciones de este nuevo mundo fabulado por medio de la selección de motivos y los encuadres en extremo estudiados y meditados, su obra no deja de sorprender e interpelar a todo aquel que mira en busca del revés, de esa presunta conquista del plano, de la seducción de la luz y de la identidad del paisaje que, a decir verdad, importa poco o nada. En ese momento iniciático todo flotaba en un magma y espesura seminal que hacia presagiar la falta de gravedad (y gravidez) de este mundo y la pérdida de todo principio de realidad. “Los seres y las cosas –afirma García Márquez– flotaban a una cuarta sobre el nivel del suelo, y éramos unas criaturas tan espantosas que el mismo talento creativo de Tomás Sánchez no alcanzaba a mejorarnos. Gallinas, caballos, caimanes, e incluso algunos niños prematuros tenían de nacimiento la piel rayada de las cebras. El mundo visto entonces por el don de burlas de Tomás Sánchez era un circo descomunal de levitadores congénitos, hasta una noche que todo el mundo empezó a levitar más que los levitadores de la carpa: los tigres acebrados, los payasos bañados en lágrimas, los malabaristas de ocho brazos, el público que había pagado para ver levitar a los demás y terminó levitando a la fuerza con el pueblo entero.

Esa suspensión del tiempo, del objeto, de su misma representación y hasta del pensamiento que le circunda, encuentra su correlato más directo en una vida tan rica y poliédrica que ha preferido la visita a otras fuentes religiosas y cosmogónicas menos carnavalescas y más dadas a la introspección y la meditación constantes. Tomás es un ser reflexivo, un hacedor de simbologías, un agitador furibundo del vértigo para traducirlo en mesura, en calma, en reposo. Hace del ruido mundanal un verso. Trueca la vorágine de lo cotidiano en una rara estética de la misericordia que permeabiliza los resortes discursivos de su poética. Su obra dispensa, de este modo, una particular visión de la propia ontología de lo humano, de lo (in)trascendente. Y no por ello, no por esa vocación poética que advertimos en el trato directo con sus imágenes, se podría afirmar de manera taxativa que su destino último sea únicamente el establecimiento y la consolidación de otro régimen discursivo de la belleza. Por el contrario, y en virtud de su prodigalidad de referentes y de intereses culturales diversos, creo que la lucidez mayor de su obra estriba en su propia praxis, en el modo como ella se opone a la teoría al tiempo que la reformula en las nuevas coordenadas de la representación, lo cual dinamiza el rígido y asfixiante esquema de que a lo hermoso solo pertenece la forma y al concepto la idea. Si, como gusta señalar Severo Sarduy, “en el barroco el significante está siempre erecto, siempre excitado (…)”,[5] en la fotografía de Tomás, el referente está siempre al acecho del deseo, a la búsqueda de sus funciones persuasivas y sublimadoras a través de la lente. El “significado”, entonces, depende en mucho de sus lecturas, de las embestidas del pensamiento relacional y afirmativo que lo devuelva a un cuerpo de tesis y de dramaturgias argumentales, donde interesa más lo axiológico que la vertiente de una poesía instrumental agotada en sus intentos exegéticos. Cierta literatura se muestra escéptica con respecto a la posibilidad de especular unos asideros teóricos y conceptuales más congruentes en la obra de este artista; sin embargo, creo que ello se ha convertido ya en una urgencia que demanda la despedida del canon interpretativo anterior y el advenimiento de un nuevo modelo de aproximación y de lectura capaz de activar los mecanismos y resortes socio-semióticos contenidos en su obra. La substancia y el potencial narrativo de su propuesta debieran ser intervenidos desde esquemas que no potencien la política de hostilidad y el principio de anti-narratividad semiótica de la misma. Y, en cualquier caso, que lo reconozca.

Como afirma con severidad y destreza interpretativa García Márquez, “hoy el calvario en su obra ya no es la colina siniestra donde se desangran y mueren los inocentes, sino un antiguo muladar santificado por su arte, donde la basura del mundo recobra su dignidad de servicio. Es decir, una misión redentora que se vislumbra como el anuncio de que también los basureros públicos serán espacio de purificación y que en el credo de Tomás Sánchez bien pueden ser espacios ganados para la búsqueda de Dios. No por casualidad se le escapó del alma en una entrevista reciente: “Siempre quise ser santo”. No hacía falta que lo dijera. Sobre todo en esta época de sus paisajes proféticos que concebimos como modelos de un mundo feliz, y en los que Tomás Sánchez pinta siempre un hombre suyo: un testigo solitario y minúsculo que ha de ser por los siglos de los siglos el guardián de la legitimidad del cuadro. Mientras él continúa corrigiendo la realidad real, pintando sin reposo, con su personalidad suave, alerta, bien informada, y con los hilos invisibles que nos mantienen cautivos a sus amigos de todas partes. Pues nadie escapa al embrujo de Tomás Sánchez: cuanto más conocemos su obra más la amamos, y más seguros estamos que de si de veras el mundo merece ser hecho de nuevo es porque se parezca lo más posible a su pintura”.

Lo mismo ocurre en su fotografía con otro grado de espesor y de licencia poética. Mientras depura, en tanto que artesano del lente, la experiencia de la visión asediada por la contaminación de la abundancia de Diógenes, de ese modo, precisamente, orquesta un universo en apariencia mejor en el que descubre las conexiones que celebran la cópula entre su pintura y su fotografía. Si el gigantesco basurero de sus pinturas o la suspensión de la materia en un estado de misticismo auto-reflexivo advierten de la purificación de sus fuentes; de igual manera, la toma fotográfica, despojada de lo anecdótico en función del ideal, reclama un mundo de autenticidad que decrete, por sí y para sí, la defunción inaplazable de la cultura del espectáculo. Ahora, apenas, se nos ratifica lo notable y lo digno de las celebraciones horizontales en las que las voces todas advierten de su identidad y se refrenda así la urgencia de lo transversal como concepto y premisa cultural. Sin embargo, no son todos los que, usurpando el lugar del otro en un falso alarde de democracia y de restitución del derecho a lo diferente y lo desigual, consiguen enaltecer el alma de los sujetos trasnochados y abducidos por la norma del consumo y la sobresaturación de los imaginarios. En su defecto se canjea una libertad por otra, un modelo por otro más rentable, un estado de cierta emancipación por un orden de ceguera. Tomás no hace eso, nunca lo ha hecho. Él consigue la redención, a su modo, de las opresiones del modelo social que castiga y flagela la serenidad. Sabe bien que cada sujeto parece guardar para sí una “obediencia” que se refugia en el silencio y en la congoja. La saturación de modelos del deber ser por encima del ser mismo, guardan una sospecha impronunciable o secreto recóndito que sólo la belleza hace aflorar fuera de esa angustia. Puede que por ello algunos presuman en su obra cierta dimensión terapéutica y una propulsión liberadora que rebasa el marco mismo de la representación para calar hondo en el alma de los hombres. Y, en efecto, lo tiene, se ve sobrada de ello, es generosa en silencio y seducción. La obra sustenta ese principio de reconciliación y ardor interior que solo el arte reserva para sí como triunfo de la maestría y de la consagración posterior.

Quizás el hecho de ser practicante de Siddha Yoga durante tantos años y de asumir una actitud contemplativa, potenciadora de la introspección que pasa por el tamiz de una imagen apacible y relajada del mundo, le lleva a fundar estos universos particularísimos que nada tienen que ver con el cansancio de esos no-lugares tan de moda en el discurso fotográfico contemporáneo. Puede, insisto, que la razón primera y última de estas visiones magistrales se halle en el fundamento mismo de esa práctica. Sin embargo me resisto a la legitimidad (y sospechosa eficacia) de tal afirmación, del mismo modo que no creo que en la pertinencia de esa mirada crítica que busca las referencias de su paisaje en unas coordenadas geográficas concretas enalteciendo la remisión al contexto cubano. He pensado muchas veces que esas reducciones responden más a una hermenéutica convaleciente que apuesta por la evidencia en lugar de tensar la interpretación de la obra en ese raro umbral de posibilidades infinitas que traspasa cualquier pasaje anecdótico de la vida del sujeto. Si acepto que estas visiones son sólo el resultado de una práctica concreta, no podría advertir entonces que su floración, a mi juicio, resulta más de una portentosa sensibilidad fuera de serie que escapa a las restricciones mismas que toda práctica (religiosa o no) consagra en su propio diseño ontológico. Creo, definitivamente, que las tribulaciones escópicas de Tomás Sánchez van más lejos, por delante de él mismo, de esas remisiones específicas y reduccionistas. Si no fuera así, ¿cómo podría leer yo esta obra si nunca antes he practicado yoga? ¿Cómo podría, entonces, acceder a las variantes sustanciales de sus piezas que solo parecen legibles en la medida en que no coexisten temporal y espacialmente en la textura del concepto y su referente? De hecho, esa trabada interdependencia entre analogía y semejanza con la práctica del yoga ha generado una interpretación de la obra que basa su eficacia discursiva en la “eficiencia de la reproductibilidad” (es decir: esto como consecuencia de aquello otro), lo que, insito, celebra el análisis maniqueo como coartada semiótica y congela su voz en un estado de (in)subordinación y de ceguera.

 Lo mismo pienso de su versatilidad temática y de su destreza relacional. Si el camaleón hace alarde de variaciones cromáticas en la superficie de su cuerpo, eso mismo hace Tomás al recorrer muchos más temas que el paisaje. Cierto es que con este, convertido en lenguaje propio y asumido a niveles exponenciales, logra insertarse en el relato del arte contemporáneo más consagrado y solvente. No obstante, sus trayectos han sido muchos y muy ricos en posibilidades. Tanto que se le reconoce un maestro de generaciones (que jamás olvida su origen), un fundador de escuela donde otros sólo han practicado un magisterio en la fragua de la dependencia y subordinación política. Así lo advertía en su momento el brillante crítico y ensayista Edward J. Sullivan al referirse a estas reducciones contextuales del discurso, por lo que cito in extenso al autor. Decía: “Concentrarse sólo en sus paisajes sería infravalorar grandemente la versatilidad del talento de este artista. Al contemplar el abundante repertorio de imágenes realizadas por Tomás Sánchez, incluso aquellas pertenecientes a las etapas más tempranas de su carrera, percibimos de forma inmediata la diversidad de los temas que ha tocado desde que comenzó a mostrar su arte en público a principio de los años sesenta. Sánchez es el fruto de un momento bastante turbulento en el desarrollo del arte de Cuba contemporánea y sus temas, en cierto sentido, reflejan las luchas y dilemas que afrontaban los artistas del primer período post-revolucionario. Tomás Sánchez surge de las escuelas de arte de La Habana a finales de los sesenta, un período de intensa experimentación, no sólo en lo que se refiere a estilos y temas sino con respecto al tipo de instrucción artística que se le daba a los talentos nacientes. Sánchez comenzó su instrucción artística seria en la escuela de San Alejandro. Conocida anteriormente como la Academia de San Alejandro. Ésta fue una de las escuelas de arte autorizadas oficialmente que se abrieran en América Latina en el período colonial. En la época en que Tomás Sánchez estudió allí, San Alejandro se había vuelto un tanto menos experimental respecto a su enfoque de la ecuación artística. Transcurrido un tiempo, el joven artista se dio cuenta de que debía trasladarse a la más previsora Escuela Nacional de Arte. Fue allí donde conoció una personalidad de importancia capital en la formación de su enfoque artístico posterior. Antonia Eiriz era profesora de la escuela y, por aquel entonces, se había vuelto famosa por la creación de imágenes sombrías y amenazantes que tomaban como punto de partida las etapas tardías de Francisco de Goya y otros pintores de temática oscura y mística (…). Ciertamente –continúa Sullivan– cuando examinamos la extensa obra de Sánchez en el período que va desde finales de los sesenta hasta mediados de los ochenta hallamos una fuerte influencia expresionista en sus pinturas y dibujos. Este hecho, en parte, es debido a la fuerza de la obra de su profesora, pero también a su conocimiento directo (a través de publicaciones ya que no viajó al extranjero hasta principios de la década de los ochenta) de la obra de algunos maestros del horror y la fantasía entre los que se encuentran Pieter Breughel, Hieronymus Bosch y Goya. También otros maestros contemporáneos nutrieron su visión, y reconoce su deuda a James Ensor y Edward Munch mientras que a su vez se acerca a la altura de la fantasía de otros pintores de finales del siglo XIX tales como Rodolphe Bresdin u Odilon Redon. En muchas de las pinturas y dibujos de Sánchez de finales de los Sesenta y principios de los Setenta, el espíritu de crítica social representado por Honoré Daumier también puede percibirse bajo la superficie”.[6]

En efecto, la destreza camaleónica y la agilidad del felino en la periferia del mundo fueron para Tomás una lección de crecimiento y de superación. De acuerdo con las más establecidas normas del buen salvaje, Tomás se comportó y se comporta aún hoy como un tránsfuga de los espacios. Revisita fuentes, subvierte ideologías, preconiza una manera de ser más cercana al santo que a la del gladiador embelesado en la adoración por las extensiones de su falo. Juega a recuperar esa parte del mundo y de la visión que los dictados hegemónicos sepultaron en las arenas de la soledad. Sucediendo o precediendo a ese principio de recuperación activa alcanza la consumación de un ideal fotográfico que sustantiva lo bello como ejercicio y cumplimiento de la imagen. Convida a pensar en ella como ese eslabón perdido que se restituye, una y otra vez, en los trazados dramatúrgicos de La consagración de la primavera, Los pasos perdidos o El reino de este mundo. Todo se mezcla y vaporiza en ese sitio en el que las palabras extravían su sentido porque importan más las evidencias. La metáfora de estos paisajes se construye entonces en esa actitud irreconciliable que subraya, de un lado, la arrogancia del ser humano en su uso y abuso del medio y, por otro, la propia denigración inferior de esos dones que la naturaleza nos prodiga. De ahí, de ese lugar reflexivo que contesta con firmeza al principio predatorio y de consumo narcisista de la civilización, emanan algunos de los impulsos subversivos y discursivos de su trabajo que muchos parecen pasar por alto.

No por resultar un artista de los más relevantes dentro de la tradición del aura y la mimesis, quiero hacer énfasis en ello, pudo evadir las sentencias de un sistema comunista que criminalizó la diferencia de perspectiva y buscó la vectorización/parametrización de la conducta e ideología de los sujetos. Él –quizás pocos lo saben– fue un artista disidente, pero no por el mismo camino de la contestación e insolencia necesaria de sus contemporáneos. Lo fue por accidente, por pretextar una sensibilidad no atendida ni aceptada dentro del marco que el discurso de la nación reconocía como legítima manera de ser. “Tomás Sánchez provocó la ira de varias autoridades cubanas de su tiempo, no con pronunciamientos o actividades en contra del gobierno sino con su práctica de la meditación y el yoga. En él, la espiritualidad era un medio, no para escapar de las realidades mundanas que lo rodeaban, sino para conectarse de un modo más directo e intenso con la existencia humana, la naturaleza y sus características esenciales. Mediante el yoga afirma haberse vuelto más consciente de las circunstancias de la vida tanto en un nivel metafísico como temporal”.[7]

La revolución cubana, al organizar una compleja trama de relaciones socioculturales encargadas de afirmar el ideal de virtud de “hombre nuevo” promovido por el ideario de Che Guevara, no reconoció (y por tanto sepultó, segregó, silenció) cualquier comportamiento, ya fuera sexual o religioso, que se suponía ajeno a la nueva ideología del campo. Todo aquello que no respondía al pragmatismo de la nueva era, fue interpretado de facto como oscurantismo, supersticiones o adoraciones fetichistas, aspectos censurables dentro de un modelo de operaciones culturales e ideológicas que aspiraba a la consagración del sujeto social en el estricto marco de la ciencia y de la doctrina marxista. La asunción del ateísmo y la consagración de la heterosexualidad obligatoria y normativa como postulados políticos y filosóficos del nuevo régimen de relaciones, supuso la implantación de un grupo de principios socio-normativos y terriblemente excluyentes para la libre expansión de la subjetividad. Cumplir el programa revolucionario obligaba a reformular las “malas conciencias” y a liberar al sujeto de todo tipo de práctica o de “desviación” del canon heterosexual, monogámico y reproductivo, en favor de esa imagen épica del hombre nuevo haciendo el mundo. Las conductas impropias solo hallaban dos espacios para su posible realización: la cárcel o el exilio.

Tal y como he afirmado recientemente en un texto sobre las variantes queer en el arte cubano, “el espacio de la revolución, sus trazados ideológicos y narrativos a favor de un discurso de construcción de lo nacional, se reveló como una trama de simbologías y relatos en extremo compleja respecto del cuerpo, del deseo y del impulso sexual que acabó en el diseño de unos apartados y dispositivos institucionales específicos, encargados –entonces– de domesticar la propia materia del cuerpo y de doblegar sus impulsos más subversivos y desobedientes. La idea de lo nacional, de un cuerpo nacional y de un sexo oficial, no fue sino una de esas castradoras y deformantes fantasías del proyecto humanista de Castro que supuso un clarísimo retorno, sin precedentes, a la ideología y la política de los rechazados. La exclusión social, por causas sexuales o de pensamiento alterno al modelo dominante, devino en paradigma de operaciones higienistas excluyentes y silenciadoras que pretendían abortar (en una especie de exilio forzado de la putrefacción y la escoria) todo aquello que, en principio, resultase abyecto a tenor de la fantasía punitiva del modelo de Hombre Nuevo que no fue sino la gran masturbación de la retórica revolucionaria de ese momento. Modelo que debía ser, antes que nada, revolucionario; y, como consecuencia de ello, heterosexual y reproductivo. La heroica del cuerpo masculino sepulta las relaciones amplificadas del deseo en libertad y dictamina el control absoluto sobre el ejercicio virtuoso y épico de la hombría. Ello, por fuerza, llegó a ser la promesa de la nueva sociedad revolucionaria y democrática en la que no existía resquicio disponible para la desobediencia y la falta de higiene de un tipo de intimidad inferida como negación de esos ideales emancipatorios. Resulta evidente que el discurso de la patria y de la nación que, en principio, se suponían democratizadores y libertadores de las tiranías del pasado, se convirtió de hecho en una nueva esclerosis tiránica atrapada en la añoranza y en el ideal de probeta que rinde culto al héroe. El cuerpo y el sexo se tradujeron en escenario de enconadas luchas en los que se escribieron las páginas más tristes de todo ese proceso de persecución y demencia sin paralelo. Vigilar y castigar la desobediencia respecto de la norma heterosexual supuso un esfuerzo disciplinador de las conciencias y de las subjetividades tránsfugas que se advertían como una real amenaza. El nuevo discurso higienista y salvífico necesitaba, como nunca antes, de esa otredad maldita, de esa alteridad sexual a la que perseguir y castigar.

 

Solo así, por dialéctica sociológica de base, podía redefinirse y proyectarse en el espejo de su conquista y de su autoridad resarcida en el ascenso incesante de su falo. Y ese, precisamente, fue uno de sus errores narcisistas más radicales que advirtieron de su vulnerabilidad como sistema represivo y dictatorial, toda vez que, como bien lo aseguró en su momento Michel Foucault, la persecución y represión del deseo no hacen sino amplificarlo, multiplicarlo e intensificarlo. El miedo y el castigo generan, por sí mismos, una circulación infinita de las fantasías múltiples del deseo que tipifica y recuerda ese estado de perversidad polimorfa”.[8]

Es en ese contexto, al que me he visto obligado a referirme para comprender algunos procesos de evasión y de sublimación subsumidos en su obra, donde Tomás Sánchez se consolida, a contracorriente, como una figura indiscutible del arte cubano y latinoamericano internacional. Como muchos otros, fue un denostado del sistema y de sus normas. Padeció la represión y el peso del silencio dentro de un marco referencial de relaciones en el que resultaba imposible advertir “elefantes en las nubes”. El régimen de una discursividad en extremo pragmática sacrificó la poética de la vida, y las instancias del saber y del deber se orientaron sólo, y en exclusiva, a la reproducción más vulgar y trepidante de cuantas hayan existido jamás.

Creo que es justo en esa mirada al contexto y a sus invariantes sustanciales donde se descubren dos momentos de gran interés a tenor de su obra: el de la deconstrucción y el de la reconstrucción. Ambos interactúan en el marco de la propuesta de un modo aleatorio. En vista de las circunstancias adversas, Tomás se vio interpelado a operar en su medio desde la oportunidad y la ambigüedad que le brindaban ambos mecanismos. Por una parte, deconstruye los axiomas del modelo impuesto basado en la adoración de un realismo socialista que poco o nada tenía que ver con la cultura cubana; mientras que, por otra parte, reconstruye (y recupera) la tradición que dentro de la historia de la pintura cubana había tenido el paisaje desde sus orígenes mismos. Eso le convierte, sin duda alguna, en un sagaz intérprete ya no sólo del arte sino de la cultura y sus relatos. En el umbral de una excesiva dramatización de los enunciados políticos Tomás supo colocarse como un artista de rigor que, sin desmentir el pasado, tampoco abdicó ante la celebración exagerada de una época de promesas y de héroes sexistas.

De esa posición primera, y de toda una vida consagrada al arte, resultan estas espléndidas imágenes que deberán ser visitadas, una y otra vez, por la nueva crítica (o la anterior) en busca de otras pistas, de otros relatos, de otras formulaciones de ideas. Los ríos, los mares, los accidentes cartográficos que Tomás Sánchez recupera para el disfrute de todos, ¿qué son en verdad? ¿Qué significan en su tranquilidad y nerviosismo? ¿Acaso visiones tangibles de un mundo tan real que apenas vemos, o metáforas sustanciales y agudas que remiten a un estado de absoluta convalecencia y de privacidad? ¿Son tal vez la pirueta estética de un artista que agota sus armas en la representación de la belleza o el texto emancipador y revulsivo que advierte sobre la orfandad y miseria del discurso de la cultura entendida como agente depredador? ¿Qué cuentan realmente estas imágenes? ¿Dónde se localizan sus ambiciones? ¿Qué escrituras oculta tras la evidencia de una realidad exponencial escrita en la superficie? Creo que cada una de ellas revela, a su modo, la sed de lo humano en una era de entuertos y de escepticismos históricos y filosóficos.

Miro el paisaje y hago silencio. Pienso en él. Pienso en el maestro. Allí, donde termina su obra, comienza la vida.

Madrid, 23 de marzo de 2013.

 

 

[1]     Rufo Caballero. América Clásica. Un paisaje con otro sentido. La Habana, Cuba: Ediciones UNIÓN, 2000. Pp: 44.

[2]     Ibid. P. 75.

[3]     Tomado de El río. Novelas de caballería, editado por el Fomdo de Cultura Económica de México, en 1986. Pp. 899.

[4]     Todas las citas de Gabriel García Márquez fueron extraídas del mismo texto: Tomás Sánchez. Monterrey: MARCO, 2008.

 

     

 

[5]     Severo Sarduy. “Más lejos que la imagen”. Entrevista con Jacques Henric, publicada en la revista Revolución y Cultura. (La Habana). No. 2, 1998. Pp. 67.

[6]              Edward J. Sullivan. “Tomás Sánchez: transitando múltiples senderos”. En: Tomás Sánchez. Milán: Skira Ed., 2003.

[7]     Idem.

[8]              Andrés Isaac Santana. “Insubordinación y desobediencia en las fronteras del canon (Voces queer en el arte cubano)”. En: Sin Pudor (y penetrados). Valencia, España: Editorial Aduana Vieja, 2013.