Si alguna expresión estética concita asombro y sospechas en casi todo el planeta, disquisiciones, extrañeza, imitación, especialmente en el campo del arte, ésa es la abstracción. Lo que comenzó hace cien años en los exquisitos, fríos y complicados ambientes culturales del imperio ruso, dividió al mundo de la visualidad en dos bandos que hoy coexisten sin complicaciones ideológicas una vez superado el susto inicial que escasos expertos advirtieron entonces: la figuración y la no figuración.
Pocas expresiones crearon tan descomunal cisma en la historia del arte cuando se creía que todo, o casi todo, era pura representación, pintar “cosas” y jamás emociones, sentimientos, ideas, conceptos. Vista ahora desde una óptica acorde con los tiempos de revelaciones y redescubrimientos que vivimos, la abstracción es una suerte de protohistoria del arte conceptual, ese otro importante movimiento que también transformó, bajo otros muy singulares presupuestos teóricos, el devenir del arte contemporáneo. Pero así como el arte conceptual encuentra hoy claros asideros intelectuales e intérpretes con cierta facilidad, la abstracción, sin embargo, permanece ubicada en una región nebulosa, densa, donde asoman indiscriminadamente la poesía, el inconsciente, el espíritu, las matemáticas, la física, con su carga de mitos y leyendas, con sus esencias y apariencias entremezcladas, y a las que no es fácil acceder sino ataviado de poderosos conocimientos y agudas intuiciones.
No obstante, su práctica goza de evidente secularidad. En las más alejadas aldeas y pueblos africanos los artistas practican la abstracción con desenfado e ingenuidad asombrosos. Otro tanto sucede sobre las enredadas superficies arenosas del mundo árabe, sólo que con una mayor conciencia y obedeciendo a dictados que más le deben a la religión que lo sustenta. Ni qué decir de la extraordinaria riqueza abstracta de Latinoamérica y Norteamérica conocida a lo largo del siglo xx y de aquella nacida mucho antes del encontronazo de los europeos con nuestra exuberante naturaleza y cultura en las postrimerías del siglo xv.
Como toda expresión que tiene historia, fanáticos y opositores, ya no es la misma de cuando surgió: ha sufrido incontables mutaciones, influencias beneficiosas, alteraciones y hasta se habla hoy de determinadas “escuelas” abstractas en países y, para colmo, ciudades específicas. Sus diversas variantes –geométrica, lírica, informal, constructiva– llegaron a nosotros allá por la década del 50, aupadas por el mítico grupo conocido como Los Once quienes nos abrieron las puertas al conocimiento de lo que se fraguaba en Europa y luego en los Estados Unidos alrededor de la abstracción. A algunos aquí en Cuba les resultó chocante, ajena, impropia de una cultura visual fascinada por el paisajismo y el color locales, y por la búsqueda de lo “nacional” en una primera y segunda vanguardias surgidas orgánicamente y alentadas desde fuera hasta consolidarse, tarde o temprano, en lo que se conocería como la “Escuela de La Habana”. Sorprendió incluso a muchos que luego la consideraron alienada de nuestra realidad social y política y suscitó cuestionamientos que el tiempo se encargó de dilucidar, afortunadamente, para bien de esta cultura abierta como pocas en el mundo a todo cuanto sucede en cualquier parte y que la define más bien en tanto global, es decir, universal.
Por ello, la abstracción en Cuba sigue siendo una corriente poderosa que nos revela cualidades desconocidas de la visualidad que nos rodea y de nuestro ser interior. Pintores y escultores cubanos continúan explorando asuntos, temas y materiales, decididos a evocar aspectos esenciales de la experiencia humana que sólo la contemplación y observación son capaces de provocar a pesar de que algunos historiadores, críticos y teóricos del arte, se han apresurado al anunciar el fin de la era retiniana con argumentos demasiado inconsistentes.
La pintura, en honor a la verdad, ha sido la expresión por excelencia de la abstracción, no sólo desde su surgimiento, y eso lo conoce muy bien Rigoberto Mena al asumirla como su principal herramienta de trabajo. Mediante una sostenida presencia en galerías, museos y eventos de diversos alcances en Cuba y otras latitudes, este pintor se ha convertido en el más poderoso intérprete de la historia y de los cambios que la abstracción genera en su constante fluir de un territorio a otro, sea éste la arquitectura, la fotografía, el grabado, el diseño o el dibujo, pues para él no existen límites físicos ni intelectuales cuando se trata de formalizar aquello que nace desde lo más profundo de lo exterior o interior.
Consciente de que todo alrededor nuestro posee un sinnúmero de componentes abstractos, Mena tiene la costumbre de fotografiar constantemente fachadas de edificios, pavimentos, paredes, detalles arquitectónicos, no importa su estado de conservación, ya que para él nada es más abstracto que la mismísima realidad objetiva. Muchas de estas imágenes tomadas por él las incorpora tal cual a sus obras y exposiciones valiéndose de impresiones de alta calidad; otras son convertidas posteriormente en signos ambiguos o metáforas sutiles para ser utilizados en sus lienzos y cartulinas. Sin prejuicios de ninguna índole, Mena toma de la realidad todo cuanto puede serle útil ya que ésta se ha convertido en el verdadero desafío a su obra; de ahí su interés en dominarla desde la más pura intimidad del acto creativo individual.
Me atrevo a afirmar que este artista carga dentro de sí con una gran parte de esa realidad exterior, y más específicamente con lo que significa la ciudad, cualquier ciudad que ha visitado poco o vivido en ella por largos períodos de tiempo.
Tiene la formidable costumbre de leer muchos libros de arte y de filosofía oriental, de visitar exposiciones, de admirar la belleza del mundo contenida en un objeto cualquiera, en la hoja de un árbol, en una mujer, lo cual no es poca cosa aunque esto pueda parecer normal y hasta banal. Siente una especial atracción por los dibujos, apenas exhibidos, de Leonardo Da Vinci, dada esa diversidad de textos que los acompañan casi siempre, de sus esquemas y bocetos inconclusos, de anotaciones y de oxidaciones ocurridas en el papel que el maestro dejó seguramente olvidado en algún rincón de su vida. De igual forma se apasiona por los dibujos de Panamarenko que hoy, gracias a sabios editores, se muestran en ediciones lujosas como fragmentos de proyectos a la espera de ser realizados; también le entusiasma el caudal insondable de resonancias visuales espontáneas que encuentra en la grafía íntima de Cy Twombly, Jean Michel Basquiat, Joseph Beuys, Tápies, Brice Marden, creadores éstos, por cierto, a los que no todos podemos valorar como abstractos. De igual modo los escultores
Chillida, Oteiza, completan ese panteón de creadores a los que Mena venera día y noche como fuentes inagotables de sugerencias y revelaciones.
Lo que le interesa de ellos es su capacidad para expresarse de manera personal y espontánea, independiente del estremecimiento de lo que puede llegar a ser luego una “obra” futura y que mucho las asocia a cierta imaginación y grafía infantiles, ingenuas, nacidas de un pensamiento desbordado que no repara en factura final ni formalizaciones acabadas. En Cuba, Mena establece secretos vínculos con Julio Girona y Raúl Martínez, no sólo por las razones aquí señaladas sino por esa otra capacidad reveladora en ambos artistas para disfrutar y saber mezclar, en un mismo espacio bidimensional, el trazo natural, emotivo y apasionado con el papel recortado, la letra impresa, las rayas y cuantas deformaciones sean provocadas por instrumentos de trabajo y gesticulaciones expresivas; por otro lado, le sobrecoge el lirismo intenso que la abstracción animó en las admirables tintas de Raúl Milián.
Desde que se dio a conocer hace poco más de diez años en galerías de La Habana, Rigoberto Mena ha conseguido depurar un lenguaje mediante códigos pictóricos manifiestos muy personales que lo aproximan a lo que pudiera considerarse una suerte de “gramática” genuina, identificable a ojos vista, apta para encarar las sutiles o complejas composiciones ya sea en pequeños grabados
en piedra y serigrafía o encauzadas a través de enormes murales para interiores y exteriores. Precisamente su última obra fue un mural pictórico sobre tela y metal en el lobby del hotel Gran Meliá en Shangai (2010), luego de haber experimentado una experiencia similar, esta vez en fachada, en la ciudad de Québec (2007), los cuales corroboran la aptitud de este creador para enfrentar el reto de cualquier superficie sin importar sus dimensiones o cualidades matéricas, aun cuando prefiera la tela de mediano o gran formato pues es en ellas donde se siente más a gusto, más relajado y distendido allí, en el ambiente cálido de su casa o estudio.
Su interés por la obra pública nació, por así decirlo, a partir de una enorme intervención urbana suya en la IX Bienal de La Habana, 2006, en la que refuncionalizó paredes de un espacio vacío y deteriorado, a modo de solar yermo, en una de las calles principales de La Habana Vieja. Pintó sobre planchas de metal, incluyendo containers existentes, colocó fotos y pinturas previamente elaboradas, adicionó inútiles contadores de gas y electricidad así como objetos de cocina suministrados por vecinos, sometido el espacio a un gran equilibrio de volúmenes y planos que convirtieron aquel abandonado sitio en una galería al aire libre en la ciudad. Ello fue posible gracias a una lógica innata que posee este creador para estructurar cualquier ambiente con elementos tradicionales y no convencionales de la visualidad, sin jerarquías ni discriminación salvo aquellas dictadas sólo por la emoción y la conciencia absoluta de sentir la pintura, el arte, la ciudad, la vida, como experiencias humanas indiscutibles.
De dicha intervención pública aprovecha el descubrimiento de la oxidación en tanto color, textura y fuerza expresiva dentro del conjunto. Las calidades pictóricas desprendidas de la corrosividad le estimulan entonces a gravitar la presencia de la misma dentro de la gama de ocres, grises y negros que cualifican la última etapa de su obra, distinguida por esa presencia fantasmal, acentuada ahora más que nunca, de la ciudad y específicamente de la arquitectura en tanto fatum, destino, ligado desde hace algún tiempo a su trayectoria creadora.
En esta etapa se advierte también la importancia cada vez más del texto, de la grafía proveniente de su mano, o de otras, no como aditamento de lujo ni material agregado sino como sustancia orgánica que toma de lo cotidiano o de aquello que nace de un pensamiento visiblemente estructurado. Así lo hizo notar en su reciente exposición individual en La Habana, 2009, titulada “La escritura y el límite” en la que convirtió letras y números en elementos pictóricos expresivos igual que manchas, líneas, colores, integrados a la superficie del lienzo y del papel para articular un discurso visual coherente que no disminuyó el papel de unos u otros, y lograr así el equilibrio que toda obra de arte alcanza en su punto más alto de realización.
El estudio constante, la experimentación con viejos y nuevos materiales y soportes, la asimilación de otras experiencias culturales, han concedido a este artista canalizar su intensa emotividad hacia regiones de una mayor geografía intelectual. Su obra hoy es, consecuentemente, más madura que cuando descubrió, años atrás, los misterios de la abstracción en estructuras rígidas de oculta y férrea geometría. Ha leído más, claro, ha viajado más, ha meditado más en torno al proceso creativo, lo cual redunda en una mayor libertad a la hora de enfrentarlo. Sus confrontaciones internacionales a nivel de exhibición de sus obras y diálogo con el público crecen en espacios reconocidos de Berlín, Colonia, Toronto, Mónaco, París, Madrid, Bruselas, Santo Domingo, Boston, La Habana.
Su obra actual es un gran palimpsesto de sí misma y de su propia y personal trayectoria ligada al arte y al diseño. No oculta su manera de conformar el espacio en blanco que tiene delante pues los instrumentos del diseño gráfico, aprendidos académicamente, le permiten validar una u otra opción hasta hallar la mejor estructura general de cada pieza, ésa que define su equilibrio, su autonomía, su perfil.
Por eso va creando, unas tras otras, capas de intensidades cromáticas y texturales a las que añade puntos, rayas, letras o palabras, líneas rectas y curvas, papeles, fotografías, siempre de sus propias manos pues basta observar cualquier obra suya para sentir el dominio sosegado de un oficio artesanal, ancestral, antiguo como el hombre. Mena encarna la tradición del arte de pintar, como otros tantos creadores en el país, aunque en condiciones excepcionales, como esas intervenciones públicas y urbanas, se vale de otras técnicas y géneros.
Aun sintiendo esa presencia fantasmal, única, de la ciudad en la mayoría de sus obras, Mena continúa sus búsquedas hacia lo interior de sí mismo, hacia eso que Vassily Kandinsky, considerado el padre de la abstracción junto a otros importantes artistas rusos, denominó “naturaleza interior”, plenamente argumentado en su conocido libro De lo espiritual en el arte, 1913. Mena explora con igual intensidad lo interior del hombre y la complejidad de sus circunstancias. Se inserta de lleno, con luz propia e irradiante, como pocos pueden hacerlo, dentro de la variedad de registros que la abstracción posee hoy en Cuba gracias a la obra de pintores y escultores que mantienen viva aquella llamarada iniciática aparecida a mediados del siglo pasado.
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