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LLUVIA DE PAPEL
14February

LLUVIA DE PAPEL

¿Dónde se han metido todos?, me pregunto. Por lo menos no se me ocurre otra interrogante al constatar la quietud que arrasa las aceras de una zona donde las calles son angostas y abundan los anuncios de bares y cafés, y se empinan los edificios de fachadas modernas y clásicas entre los cuales se desplazan los transeúntes como locos, tanto que más de uno suelta esa frase tan común que los porteños acompañan uniendo los dedos de una mano.

Sin embargo, en esta hora cuando la tarde empieza a caer hay poco movimiento. Un joven de saco, una señora con bolso negro y tres turistas alemanes que ven pasar a la muchacha con blusa de flores bajo la cual hay piel. Dos obreros de overol caminan despacio y uno de ellos observa el cielo debido a que persiste la lluvia de papeles.

Indago en los balcones que rodean la estrecha calle Sarmiento, por donde me muevo rumbo al Este y descubro que alguien fija su mirada en el fondo por el cual me desplazo. Entonces le veo verter el contenido de un cesto de oficina, acción que produce una nueva nube de figuras geométricas que se irá apaciguando en la medida en que los trozos vencen la presión del viento y logran juntarse con los miles de pedazos visibles sobre las aceras y el asfalto. Los cuadrados y rectángulos son fragmentos de planillas en las que se visibilizan tablas llenas con cifras escritas en tinta.

Minutos después hablo con el dueño de un negocio donde se venden libros usados. Di con él gracias al sitio web Mercado Libre. Había encargado un ejemplar que en 1973 editara Barral Editores.

Una vasta avenida separa el negocio de la trama de edificios que he dejado atrás. A pocos metros logra verse el Luna Park y la Avenida Corrientes.

«¿Qué es?», pregunto. «Una costumbre porteña —explica con su peculiar entonación—. Sucede desde hace años». «Tremenda costumbre —comento más como elogio que como recriminación—. Nada para alentar». Se queja: «Si llueve, esta noche será un desastre. Se tupen todos los desagües y habrá inundación».

Esa noche no llueve y lo único cierto es que en Buenos Aires, al menos en el microcentro, parece que ha nevado. El ambiente es extraño por la falsa nieve de papel cuando el calor se ha vuelto denso, y por las luces y decorados que dejan ver las vidrieras. Pero sobre todo lo es porque el tumulto que suele sacudir las vías ahora es irregular e intermitente.

El puente Mujer en una vista nocturna de Buenos Aires.La gente no solo se ha escondido del sol veraniego, sino que prefirió refugiarse en un lugar lejano, digamos la costa, el mar tan ansiado por estos hombres que han hecho su vida a orillas del inmenso río La Plata. Poco después sabré que unos tres millones se han ido a la costa a vacacionar por estos días.

Algunos cafés muestran carteles que anuncian un cierre transitorio. Casi todos los propietarios decidieron tomarse en serio lo de los días feriados. La suerte es que algunos optan por trabajar y tal decisión deja la apariencia de que todo sigue en absoluta normalidad, si es que acaso puede haber algo normal en este minuto en Buenos Aires.

El vapor aprieta la noche y no queda otra que irse a desandar el barrio de San Nicolás y, mejor, la avenida Corrientes, ubicada justo detrás de Sarmiento, angosta vía que aún a esta hora y debido a las luces de mercurio desvela la hojarasca blanquecina, los autos en las aceras y los anuncios que cada mañana siembran por millares quienes promueven la pornografía.

Algunos vecinos le declararon la guerra. He visto como ante el anuncio de «las hermanas masajistas» y con una mueca de repugnancia, una pareja de ancianos arranca en las mañanas una por una las pequeñas hojitas dejando sobre la calle —hechos pedazos— los cuerpos desnudos de las hermanas en pelotas.

En Corrientes persisten los susodichos anuncios, y los de los mejores lugares donde comer, comprar discos, libros o jugos. Se encuentran pizzas preparadas al mejor estilo y empanadas de esas que llaman gallegas. Son como pasteles rellenos con queso o pescado. También hay mesas en la acera para beberse una cerveza Quilmes, y esculturas de los artistas populares para quien se contente con ver sus estampas y recordar.

Y hay huecos y papeles sucios y carteles en la persiana de un restaurante que avisan: «Hay ranas». Y veo a un hombre sentado en el suelo con una caja entre las rodillas de la cual asoma un diminuto maestro Yoda que te da las gracias si le dejas caer unas monedas. Es esta una avenida por donde siempre merodean transeúntes sea la hora que sea. A media noche se mantienen repletos los bares, los cafés y las librerías, que son miles de libros los que suman los locales de por aquí.

Enfrente los autos pasan en manada y en la esquina un grupo de brasileños se detiene a esperar la señal. Vamos a una plaza junto al teatro Colón y nos detenemos ante el obelisco de la avenida 9 de Julio, que divide a Corrientes en dos zonas, una mitad abundante de librerías, otra mitad pletórica de teatros.

Justo en la esquina que da a la parte de los libros veo un telescopio ancho como un cañón, apostado sobre un trípode, cerca de la cual encuentro los pies del hombre que sostiene algunos billetes con ambas manos. Cuesta diez pesos avistar la luna. ¿Dónde está? Allá. Y me señala una bola dorada que cuando miro bien se convierte en una hamburguesa. Es un anuncio de Mac Donald. Pollo Italiano. Pero a su lado está el satélite más fiel que haya tenido este planeta.

Una luna espléndida ha salido esta noche. Y anda veloz, de manera que en poco más de dos horas habrá cruzado hasta este lado de la calle y ya el señor del telescopio no podrá cobrar sus diez pesos a los curiosos que a veces forman una filita larga. Por eso tenemos que observar con brevedad. Ni tiempo queda para el asombro. Solo veo una célula con malformaciones y quedo desencantado.

Junto al teatro Colón, uno de los más hermosos del mundo según aseguran los anuncios, se halla la plaza Estado del Vaticano. Tiene en programación a un cuarteto de jazz cuyos integrantes son hombres que pasan los cuarenta y cinco, pero que además de desempeñarse bien con el instrumento, saltan y hacen chistes, actos que gustan al público. Los escolta una pantalla enorme y detrás de la pantalla se alza un árbol de navidad no menos impresionante.

Cuarenta metros de altura decorados por estrellas grabadas con los nombres de quienes han respondido a la campaña: «Una estrella para una sonrisa». Veinticinco pesos y tu nombre se queda formando parte de ese firmamento artificial que envuelve el arbusto metálico. Significa que algo aportaste a la lucha contra la leucemia.

Aún más allá del árbol vemos vacas, burros y elefantes, un romano dormido en un banco de madera y los tres reyes magos que miran a un niño dentro del establo. Es un pesebre a tamaño natural realizado por el artista Fernando Pugliese. Tanto el concierto como la escena fueron organizados por el Banco Ciudad de Buenos Aires y el gobierno. A veces puede leerse en la pantalla el nombre del gobernador y habrá quien lo repita en su mente. Todo se aprovecha por estas fechas, que es año electoral.

O no. Estamos todavía en 2014, en las últimas horas de sus últimos días. Por eso el desatino, por eso la lluvia de papeles con formas geométricas que solo sucede en esta única ocasión.