Por Emir García Meralla
El callejón de Chávez es una de las calles más cortas de La Habana: solo se extiende por algo más de trescientos metros y tiene como límites naturales la calle Zanja y la Avenida de Carlos III, o Salvador Allende como también se le conoce. Es la tierra habitada entre los barrios de Cayo Hueso y Los Sitios hoy en día; sin embargo, hace ya más de cien años era parte de otro importante barrio habanero: el de Pueblo Nuevo.
Será allí donde nacerán los Coros de Clave y Guaguancó más recordados y reconocidos de todos los tiempos: Los Roncos y La Clave de Oro. Dicen también que en sus rumbas solariegas se fomentó la leyenda Andrea Baro - la más grande bailadora de rumba de la que se tenga noticia- y que es la tierra fundacional de la potencia abakua Efori Komón donde fuera Iyamba por años Ignacio Bienvenido Piñeiro, --el estibador del puerto-- que vivía en el solar Del 1 y que, además de haber escoltado a Maceo cuando estuvo en la Habana allá por los años mil ochocientos y tantos, era considerado un gran bailador de rumba.
Bienvenido se ufanaba ante sus ecobios y amigos de la habilidad de Ignacio-- su hijo mayor-- para rumbear y tocar el quinto, de cómo aprendía con rapidez los secretos de la santería, sus cantos, rezos e historias. Ignacito, lo mismo que su padre, fue presentado a la potencia del barrio, ya era obonekue (aprendiz/soldado); y como oficio estaba destinado a ser estibador como su padre, o albañil como los tíos si no llega a ser porque en el coro de clave El timbre de oro hacía falta un cantante y alguien con chispa para escribir los temas. Comenzaba el siglo XX y la Habana se aprestaba a disfrutar de los beneficios de la luz eléctrica en muchos de sus hogares y calles principales.
Ignacito pronto pasó a ser Ignacio, y con nombre propio fue imponiendo su manera de ser y hacer en los Coros de clave. Pronto fue designado como director de Los Roncos chiquitos y en esa agrupación comenzaría su leyenda cuando compone la rumba Avísale a esa gentuza - título que después cambiaría por Avísale a tu vecina, cuando la incorpora al repertorio del Septeto Nacional-, que correrá de boca en boca y de solar en solar y será su primer gran éxito.
Comienza el siglo XX. Son los años en que los trovadores reinan en las noches habaneras, años en que el Café Vista Alegre es el lugar donde coincide la bohemia habanera; años en los que el Son oriental –distinto del habanero-- se abre paso en la ciudad capital y el Danzón es el baile de moda en todos los salones. Son, igualmente, los años en que se forja la leyenda de los grandes solares habaneros; una leyenda que tendrá como centro a sus moradores y en los que tambores, claves y tres darán a luz a una formación musical que definirá la forma de hacer el Son en esta urbe que aún no se acercaba a su primer millón de habitantes.
Será Gerardo Martínez quien defina “el Son de esos tiempos” al fundar el primer Sexteto conocido que tendrá por nombre Habanero; será María Teresa Vera –mulata trovadora—quien formará la primera agrupación de ese tipo que en vez de botija o marímbula usará el bajo; y ejecutando ese instrumento estará Ignacio Piñeiro que para ese entonces había entendido que era necesario ampliar el horizonte sonoro de los coros de Clave y Rumba y que esas dos formas de expresión cabían en la estructura del Son.
Intuición o estudios; no lo sabremos nunca. Mas lo cierto es que después de Piñeiro el Son no será el mismo; sobre todo después de convertir el sexteto sonero en septeto con la incorporación de la trompeta; pero no una trompeta o trompetista cualquiera. Será Lázaro Herrera, conocido como “el pecoso”, el primer trompeta sonero y que tendrá en su fraseo la impronta de las orquestas de Jazz que para ese entonces comenzaban a pulular en esta ciudad en las que había trabajado con anterioridad.
A Ignacio Piñeiro corresponderá ser el impulsor del noviazgo entre el Son y el Jazz. Un matrimonio que ocurrirá años después.
Sin embargo, este no será el único e importante aporte de este músico habanero. En sus composiciones llevará al Son el ritmo de la clave abakua y algunos toques propios de la liturgia de esa asociación fraternal; igualmente se atreverá a experimentar con otras formas musicales cubanas, aunque su gran mérito será como compositor de temas que definirán parte importante de la lírica musical cubana de todos los tiempos.
Piñeiro y el Nacional podrán poner en su blasón todos los títulos que ganaron en sus primeros veinte años de existencia, incluido el haber inspirado a George Gershwin su suite habanera a partir del tema Échale salsita; o ser el primer grupo cross over en la historia de la música cubana.
Ciertamente si Piñeiro no hubiera formado su Septeto, Arsenio Rodríguez hubiera demorado en crear el conjunto sonero (que fue una genial modificación de esa formación), ni se hubiera llegado cuarenta años después al nacimiento de la Salsa.
Va hacer medio siglo que Ignacio Piñeiro falleciera en la ciudad que le vio nacer. El callejón de Chávez ha cambiado bastante es estos años y el 1, el solar en que naciera aún está en pie y sus actuales moradores tal vez no sepan esta parte de la historia. Mientras tanto el Septeto Nacional se acerca a su primer siglo de vida y el Son que tocan no deja de tener la impronta de su fundador, sobre todo cuando llama a sus seguidores con esa frase que ha superado el paso del tiempo: “…avísale a tu vecina que aquí estoy yo…”
Poesía como esa ya no se escucha en estas calles, aunque sigue vivo el verso en la memoria colectiva.