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Color Local. La fotografía de Marcos López
06September
Artículos

Color Local. La fotografía de Marcos López

El pasado mes de febrero Marcos López (Santa Fe, Argentina, 1958) inauguró su cuarta muestra personal en la Galería Fernando Pradilla de Madrid. Bajo el título Color Local el público pudo apreciar algunas líneas del trabajo de este notable creador, representadas en nueve piezas de los últimos siete años. Pero más allá del espacio ganado por López dentro de la fotografía latinoamericana, el hecho de que sea promovido por una galería colombiana ubicada nada menos que en la capital de una ex metrópoli, nos habla de un fenómeno de larga data, aunque creciente: la internacionalización de la nómina de las galerías comerciales y, con ello, la visibilidad que han ido conquistando figuras de nuestro continente en los circuitos internacionales del arte a través de una producción centrada en “lo local”, modo en que operan algunos segmentos del sistema artístico mundial.

Sin embargo, no cualquier mirada y construcción de “lo local” logran reconocimiento. Sus fotografías de “puestas en escena”, de inusitadas alegorías y restallante color, pueden ser consideradas una crónica de estos tiempos. No porque comporten el carácter de testimonio propio del ejercicio del fotoreportero –quien suele estar a la caza de imágenes y sucesos que ofrezcan novedosa información–, sino porque son fruto de un artista que “las crea y produce” para con ellas sugerir, dar a ver, concientizar… Marcos López previsualiza lo que luego nos ha de mostrar, tras haber captado las esencias del mundo. Mas ese mundo es Argentina, “de la que le interesa hablar”,[i] y también América, “porque Argentina es América Latina”[ii], si bien insiste en que su mirada es desde el subdesarrollo, es decir, desde el Sur y sobre el Sur. Y para ello nada mejor que el impacto, el absurdo, el humor, la ambivalencia, hasta la complacencia y el énfasis que da el color, o la debilidad y el drama, si es por su carencia.

Color Local es, por tanto, el prisma a través del cual nos presenta su realidad y la de Latinoamérica. Al mismo tiempo, es una forma de nombrar el matiz que da su caracterización, sea a través de sus espacios (que él re-construye), de los seres que lo habitan y que él inventa, o de sus imaginarios y configuraciones arquetípicas.

La búsqueda de un color propio como expresión de (la) Identidad forma parte de un discurso personal en el que viene trabajando desde hace tiempo, poco antes de la asonada digital, si bien ciertos intereses han marcado derroteros específicos en cada momento. Tuvo su génesis en el primer lustro de los noventa, luego que cerrara un capítulo tras la producción de su serie Retratos, ejecutada en blanco y negro. Pero si bien el color fue el detonante o punto de giro de su producción, no podemos desconocer la importancia de ciertos factores y experiencias, de la mano de su talento y capacidad analítica, en la gestación de su estilo.

Una ojeada a algunos pasajes de su biografía, enmarcados en los años anteriores a la serie de referencia –los ochenta–, nos permitirá conocer cómo se originaron las claves de su singular estética, cuyos rasgos esenciales perviven hasta hoy. Marcos López abandona en cuarto año la carrera de Ingeniería, y como todo autodidacta que descubre de súbito su verdadera pasión, se centra en la práctica de la fotografía con bríos, y comienza a hacer registros de cuanto escenario y objetivo despierten su interés: juegos deportivos de su Escuela, conciertos de rock, familias viviendo en condiciones de extrema pobreza, así como también de escenas de aliento surreal armadas por él, al tiempo que participa en los talleres y actividades del Fotoclub Santa Fe. Posteriormente, trabaja como free lance en revistas de rock estando ya en la capital, y obtiene la beca del Fondo Nacional de las Artes en 1982, lo cual le obliga a permanecer en Buenos Aires, donde reside desde entonces. Allí traba relación con otros fotógrafos: intercambia criterios sobre su trabajo, aprende y se enfrasca en la realización de exposiciones que justiprecien el valor de la fotografía como arte. Fueron años en que reafirma la necesidad de realizar fotos que generen “imágenes con valor documental-artístico”[iii], deslindadas de las destinadas a la publicidad, con las que se ganaba dinero rápido, pero cuya frívola perfección e idealidad eran incompatibles con su inclinación natural por capturar y recrear segmentos reveladores de la realidad, más comprometidos. Poco después integra el Núcleo de Autores Fotográficos, que tendrá por cometidos la investigación, la crítica y la defensa de la fotografía de autor.

Además de estas iniciativas, de aquellos años juveniles vale la pena destacar los nexos que establece –en medio de la efervescencia por las libertades recuperadas en el Buenos Aires post-dictadura– con artistas plásticos dedicados a la instalación y el performance como Liliana Maresca –un hito de la escena artística por su obra transgresora inspirada en lo preterido y marginal–, quien organizaba muestras multidisciplinarias en su casa de San Telmo. Y con Marcia Swchartz –célebre por sus lienzos de corte neo-expresionista, plenos de denuncia social sobre personajes de la vida dura y bohemia–, participante junto a él y Maresca en proyectos colectivos como La Kermesse.[iv] Junto a ellas descubrirá la obra de Antonio Berni, padre del realismo social, y la de sus seguidores Alberto Heredia y Pablo Suárez, y se pondrá en contacto con otros artistas jóvenes, cuyo espíritu innovador tocará su lado audaz y tentará a ensayar imágenes atrevidas y modernas. Amén de temas y sensibilidades compartidos, estas conexiones le motivaron a asumir la fotografía como se asume una obra de arte: desde una actitud propositiva, y desde códigos (el color, la composición, el collage) y tipologías del arte como la performance (la pose, la mascarada, el travestismo); no quedarse en el registro de un trozo de realidad que brindase una imagen irrepetible y trascendente.

Por esos años se interesa por los Coloquios de Fotografía que tuvieron lugar en México, en Caracas y en La Habana. Eran eventos en los que se debatía sobre la identidad, el papel del fotógrafo, la importancia de la labor testimonial y de compromiso social, cuestiones que al ser abordadas dentro de la vasta producción fotográfica regional lo ayudaban a satisfacer su deseo de expandir su mirada hacia la realidad multiforme de “la inmensa América” (cuyo conocimiento había iniciado en cortos viajes al Cuzco y al lago Titicaca cuando aun vivía en Santa Fe), y que pudiera constatar en la fotografía de Manuel Álvarez Bravo, Pedro Meyer, Graciela Iturbide, Pablo Ortiz Monasterio y Sebastião Salgado. Estos apremios tienen su colofón al cierre de la década, cuando en 1989 integra la primera generación que cursa estudios en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, institución que le familiarizará con el mundo de los sets y los resortes que los dotan de sentidos. Pero no solo le enseña a enunciar los mensajes desde la articulación de “cuadros cinematográficos”.A través de la relación con sus compañeros, la Escuela le aportó una vivencia y visión latinoamericanista, clave en su formación.[v]

Justo a partir de 1989 y hasta avanzados los noventa, Gumier Maier estará al frente de la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires, y desde allí entronizará una tendencia light que en poco tiempo se hará sentir en la escena porteña.[vi] La orientación decorativa, esteticista y kitsch del Rojas, paradigma y síntoma de una época, se impondrá como moda e incitará a su adopción, incluso por parte de aquellos que no son indiferentes a los conflictos sociopolíticos. Para estos últimos la estética light –si bien apolítica– será la fachada en que podrán camuflarse mensajes de tales órdenes, al tiempo que les resultará difícil sustraerse a la fascinación de su brillo y colorido, no sucumbir a su seducción, y dejar de tentar una visualidad que rápidamente ganaba adeptos. De hecho, en 1996, ya cuajado su estilo personal, Marcos realizará en el Rojas su primera muestra personal de importancia en Buenos Aires. Y aunque sus obras tenían una alusión explícita a la situación por la que atravesaba Argentina, podía percibirse en su vocabulario visual –la brillantez del color, el tono ornamental, la (aparente) frivolidad– cierto aire en común con los artistas del Rojas.

Unos años antes, su progresiva inconformidad ante las pautas lingüísticas prevalecientes en su oficio y ante el rumbo de los acontecimientos, le conducirán en ambos planos hacia posiciones parejamente críticas. Por un lado, hacia las convenciones de la fotografía tradicional constatadas en la retórica del retrato, en el seguimiento de normativas estrictas (imperantes en su provincia, pero también en talleres de la capital) respecto a la composición y al mensaje que la imagen debía portar y, muy en particular, en considerar la toma como único modo de registro de lo real. Por el otro, hacia la falsa bonanza esgrimida por la política neoliberal, preámbulo festivo de la supuesta entrada de Argentina al Primer Mundo, mientras era cada vez más evidente el incremento de los desequilibrios sociales y la galopante inflación tras la crisis de la poderosa industria nacional, en condición desventajosa frente al capital transnacional cada vez más expandido. La confluencia de todos estos factores crearán las condiciones para que se produzca un momento de ruptura y emerja una obra totalmente inédita: la fotografía de puesta en escena, una mascarada en primeros planos, gran angular, plena de júbilo y color, que tuvo su acabada expresión en Buenos Aires, la ciudad de la alegría.

Esta obra, de 1993, integrará poco después su afamada serie Pop Latino: el registro documental del menemismo, la estética del cartón pintado, la Argentina del shopping center. La crítico argentina Valeria González hará notar el sentido irónico y cuestionador que encierra la adopción de esta corriente del arte del Primer Mundo.[vii] El dimensionamiento consagratorio que alcanzaron en los sesenta la mercancía y el consumo en el pop norteamericano, queda quebrantado por una copia mal hecha, contaminada por la presencia de dibujos kitsch (de rostros de Menem con propósitos de crítica política) y por la desmesura del color, con vistas a realzar la impostura de la imagen y a la vez su realismo, al tiempo que vuelve decorativa y satírica la representación.

En lo adelante, el color apuntalará sus puestas en escena sobre la contrastante modernidad latinoamericana y conocidas parodias sobre los hitos de la fotografía del continente y clásicos de la historia del arte occidental. Asimismo, conferirá dramatismo a las piezas de Tinta roja, y animará con sus tonos la recreación de mitos y figuras de nuestra historia como parte de su poética del pop local.

En un contexto tendiente a la deificación de la baratija, los objetos importados y los celulares made in Taiwán, cobra sentido la recuperación de las expresiones de la cultura vernácula, reducto de la identidad regional. Volver la mirada hacia las representaciones y estereotipos de la cultura popular latinoamericana que forman parte del imaginario colectivo será uno de los imperativos del momento. Así, tras la gestación de personajes que encarnen la mascarada menemista y el anonimato de los que protagonizan escenas sobre productos en venta, concentra su atención en los iconos “reales” de América. López confiesa la fascinación que siempre ejerció en él la obra de los muralistas mexicanos, en particular la de Diego Rivera, quien en uno de sus más famosos murales desplegó y mezcló mitos y personalidades históricas –Frida Kahlo, José Martí y Emiliano Zapata, entre otros– con trabajadores, hombres ricos y figuras de la tradición popular como la calavera. No es de extrañar que en el 2000 redacte un manifiesto latinoamericanista y se declare “el Diego Rivera de la era digital”, “el Diego Rivera de las Pampas”.

Suite bolivariana(2009), una de las nueve piezas que exhibiera en Color Local, recuerda ese gran fresco sobre la cultura popular y la historia del insigne muralista, si bien transgrede su estructura compositiva, sustrato visual y bosquejo de lo nacional para extenderlo hacia casi toda la América. Construida a manera de gran collage, mediante el montaje digital sitúa en un muro de fondo –donde un parrillero del asado da la nota local– a los grandes líderes y próceres de la historia y actualidad latinoamericana; más adelante, a personajes emblemáticos de la cultura argentina como Gardel, Evita y Perón –cuyos bustos hechos en juguetes de goma flotan en una piscina–, ídolos del deporte y la imagen estereotípica de la gesta del soldado americano en la Segunda Guerra Mundial, todos reunidos con total desenfado sobre un piso cubierto de envases, carátulas y otros objetos con rostros de las estrellas e imágenes de la publicidad, que destacan por su polifonía de colores. En el fondo, azoteas barriales dan el sentido de periferia. Una parodia del mural desde la obviedad del retrato, los referentes culturales y la estética del mercado y del kitsch.

Pero no siempre necesitó armar la escena. Un restaurante típico en la ciudad de La Paz le conmina a su registro. Restaurante boliviano (2010), un festín de textiles tradicionales y de factura comercial con motivos kitsch, repertorios de la política y la religiosidad en abigarrada convivencia y colorido, nos habla de los modos en que la población local decora los espacios con imágenes de su preferencia, con espontaneidad. Es una obra que ejemplifica su reencuentro con la fotografía documental.

Algunos críticos afirman que su fotografía es conceptual, y no dejan de tener razón. En Madre patria (2011) propone una lectura descarnada y crítica sobre este concepto. Lo hace no a partir de su estereotipo –esa figura “excedida de significación” como la define Rodrigo Alonso–,[viii] pues la “Madre patria” (España) carece de una semblanza prefijada, sino desde una visión de la propia Latinoamérica, en la figura de la joven mestiza, objeto de la mirada del conquistador español. A través de la sensualidad que emana del escorzo del cuello de la joven Marcos López devela no solo una cara oscura del episodio de la Conquista, sino cómo la Madre Patria aun puede vernos: como objeto de su deseo. No descarto que en el erotismo[ix] del icono esté incluida la perspectiva de la joven y la provocación que ella sabe puede suscitar. Estructurada a manera de díptico, la pieza comporta en su parte derecha un close up del cuello, del que cuelga una cadenita de bisutería con una pareja de figuritas, alegoría que induce a una inequívoca interpretación. Así, en la relación intertextual entre las dos partes encontramos la máxima productividad de su lectura, abierta a comentarios en torno a las relaciones de poder en la problemática de género y su cruce con el tópico metrópoli-alteridad.

Otra lectura diferente ofrecen Chica en Letonia y Muchacho basquet en Letonia (2011), fotos tomadas a alumnos suyos en una escuela de fotografía donde impartió un taller. Como en ninguna otra de la muestra, estas obras refieren cuán atrás han quedado el humor y el regocijo que caracterizaron Buenos Aires, la ciudad de la alegría; en ellas el sarcasmo ha cedido espacio a la tristeza. Se trata de incursiones en la imagen corporal, tentando la enunciación de sentidos en ambientes simples desde el trabajo con el rostro y la silueta, y con los efectos que puedan conferir la luz y el color. Por ejemplo, la palidez de los jóvenes está en función de representar su procedencia de un país (Letonia) distante de Latinoamérica (la que caracteriza a través de un vibrante color). Los tonos apagados de las imágenes (coloreadas a mano) refuerzan el sentido de drama existencial, y contrastan con la brillantez de la paleta de Vecinos (2011).

En esta última pieza constatamos que él aborda la foto desde un lugar pictórico.[x] No solo porque los grandes planos de color la asocian al pop y su costumbrismo a la Escuela Francesa, sino porque evidencia que no le basta el mero registro fotográfico y requiere del estallido expresivo y goce estético que da el color, intensificado a propósito. En el texto de presentación en la Galería Pradilla lo deja explicitado: “Yo siempre quiero más. Me reconcilio con la vida transitando el exceso. Para llegar al equilibrio estético prefiero agregar en lugar de sacar.” Amén de la tipicidad de la escena, una pareja frente a su casa en Barracas tomando el Sol del verano y bebiendo mate, tal recurso le permite además superar el dato literal de la imagen: ya los retratados no son meros vecinos, sino “personajes”, arquetipos de un lugar. En eso radica su arte.

Bajo el sesgo de una visualidad contemporánea, otras claves estéticas pudieron apreciarse en tres piezas de Color Local, pertenecientes a la serie Surrealismo Criollo: Esquina de Constitución (2005), Esquina de Barracas (2005) y Esquina Adidas – Constitución (2010). Se trata de rincones urbanos del Buenos Aires profundo, cargados de publicidad “trucha”, casi decadente, que por lo mismo le sirven para develar lo que él ha dado en llamar “la textura del subdesarrollo”. A través de puestas en escena afines a las de la producción cinematográfica –donde coreografía conjuntos humanos a la manera de tableaux vivant– expone su mirada crítica sobre la realidad sociocultural de la ciudad, incoherente con la idealidad que ponen de manifiesto los anuncios del mercado. Y justamente ese telón de fondo que hace parte de la realidad –nimbado por carteles de cartón pintado de productos nacionales y de marcas comerciales del Desarrollo–, le dará pie para reflexionar sobre las coordenadas que rigen la vida en Argentina y en otros escenarios de modernidad inacabada. En Esquina de Barracas la ubicación de personas en poses indiferentes o de espalda a la gran valla de la Coca Cola que reza “No sos extra, le das clima a la escena”, devela el desentendimiento de la sociedad de la propaganda publicitaria, al tiempo que subraya la futilidad y engaño del slogan, pues tal escena ni existe, ni nadie participa en ella. Algo semejante se aprecia en Esquina Adidas, aunque aquí domina la ironía acerca del efecto homogeneizador del mercado transnacional y sus paradojas en el ámbito latinoamericano. Para ello repite el logo en las prendas de vestir de todos los paseantes, lo resalta diversificando su color mediante la manipulación digital, y desde el planteo del consumo masivo de la marca, negar que esto sea lo que ocurre en realidad. La ironía se completa al percatarnos que los personajes comunes que los portan no cumplen con el estereotipo publicitario.

 

La desconexión entre las personas y (la irrealidad de) la publicidad genera una atmósfera de extrañamiento, algo que, por razones muy distintas, también pudimos apreciar en la escena urbana que da cierre al filme futurista The Matrix. Son piezas acerca de las aspiraciones y desencuentros con la economía y cultura globales, donde el montaje de la escena, el retoque digital y el artificio de la foto coloreada a mano están en función del valor añadido de sus reflexiones.



[i] GABRIELA ESQUIVADA: “Entrevista a Marcos López”. En: Hojas del Rojas, julio de 2001.

[ii] Ibídem.

[iii] ALEJANDRO CASTELLOTE: “Entrevista a Marcos López”. En: Buenos Aires a Madrid, octubre de 2006.

[iv] GABRIELA ESQUIVADA: Op. cit.

[v] En conversación con el artista.

[vi] Si bien el Rojas fue el punto de partida, Victoria Verlichak explica que Gumier Maier vio multiplicar el efecto de su tarea a través de la incorporación de sus artistas a exposiciones realizadas en lugares de prestigio en Buenos Aires como el ICI (Instituto de Cultura Iberoamericana), el Museo Nacional de Bellas Artes y la Galería Ruth Benzacar. Cfr. VICTORIA VERLICHAK: “Gumier Maier. Un artista intermitente”. En: El ojo del que mira. Artistas de los 90s. Fundación PROA, Buenos Aires, 1998, p. 15.

[vii] En el prólogo del libro Sub realismo criollo, editado en el 2003, Valeria González sostiene: "... la referencia a un estilo primermundista del arte contemporáneo funciona menos como elemento modernizador de su fotografía que como catalizador de una observación crítica de su propio entorno político y cultural. López toma el modelo importado para 'pronunciarlo mal', para transgredirlo, para revertir su sentido original. En sus imágenes nada queda del optimismo y la mesura formal del arte de los sixties. Los recursos del arte pop son sometidos a una sobrecarga hiperbólica que los convierte en elementos de una parodia teatral, de una mascarada."

[viii] RODRIGO ALONSO: “El Descubrimiento de América no sucederá. Latinoamérica como parodia”. En: No sabe, no contesta. Prácticas contemporáneas desde América Latina. Ediciones arte x arte, Buenos Aires, 2008, p. 37.

[ix] Respecto al tratamiento del erotismo, nótese la diferencia entre Madre patria y su parodia de Tomando sol en la terraza, cuyo original transforma en una versión masculina, hedonista y local. Cfr. JUAN ANTONIO MOLINA: Al sur del realismo. Catálogo de la Exposición personal de Marcos López en Cádiz, España, 2004.

[x] JOSEFINA LICITRA: “El hombre y la sirenita”. http://revistanuestramirada.org/galerias/marcoslopez