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Desplazamientos (trans)culturales. Arte global, movilidad y perifericidad en el sistema internacional del arte contemporáneo
02April

Desplazamientos (trans)culturales. Arte global, movilidad y perifericidad en el sistema internacional del arte contemporáneo

La “descomposición” del capitalismo –en tanto sistema de producción organizado alrededor de la economía del tiempo y de la organización del lugar del trabajo (capitalismo “fordista”)– y su evidente mutación hacia formas más flexibles, transmigratorias y deslocalizadas de producción (“postfordista”) han forzado a las ciencias sociales a expandir sus puntos de enfoque a la hora de estudiar la movilidad, la percepción del tiempo y la construcción del espacio.

El giro cultural de la antropología postestructural introdujo por su parte algunos cuestionamientos en torno a la relación entre modernidad, movilidad y capitalismo tardío. En consecuencia, diversos campos interdisciplinarios como los global studies, los transnational studies, los visual studies o el terreno de la antropología translocal han incorporado, cada vez más, enfoques cercanos a lo que definiremos tentativamente como la dimensión simbólica de la movilidad humana.

Hoy es fácil (quizá demasiado) encontrar alusiones a la relación que guardan los imaginarios con los procesos de globalización de la diversidad cultural. El geógrafo Tim Cresswell se ha referido a la presencia de dicha dimensión simbólica de la movilidad como la metafísica del nomadismo contemporáneo. En consecuencia, para acercarse a los procesos de construcción y legitimación global de los imaginarios culturales que resultan de los procesos migratorios actuales, es necesario hacer algo más que simplemente describir la manera en la que los sujetos se desplazan acompañados de sus imaginarios; hace falta, además, comprender la manera en la que operan las negociaciones transculturales en el nivel de lo simbólico y lo epistémico. Para conseguir este objetivo es indispensable partir de una lectura más bien descolonizadora que postcolonialista del estudio de la movilidad; de no hacerlo así, es fácil caer de forma reiterada en visiones multiculturalistas de la sociedad global y de sus flujos planetarios, y en mitificaciones de la realidad migratoria transnacional.

La dimensión simbólica de los sujetos en movimiento que nos interesa estudiar ahora no tiene nada que ver con la reivindicación de una identidad-territorio originaria o con una subjetividad inamovible y unívoca de los sujetos en tránsito, ni tampoco con los procesos de construcción del sentimiento de extranjería ni con el restablecimiento de una identidad fracturada por los desplazamientos. En contrapartida, la dimensión simbólica de la movilidad que nos interesa es aquella que da forma a los procesos y contextos culturales en los que se negocian –geoepistemológicamente– nuevas subjetividades; subjetividades otras que no se encontraban inscritas ni en el cuerpo ni en la memoria de los sujetos antes de que éstos se desplazaran; subjetividades otras que no podían haber sido imaginadas ni como identidades futuras ni como perspectivas identitarias antes de haber sido corporizadas a través del movimiento. En consecuencia, lo que nos interesa son los agenciamientos subjetivos de saberes otros producidos por el carácter político-performativo de la movilidad humana; esto es, por el poder instituyente de las políticas de la movilidad y por lo que Ramón Grosfoguel ha denominado la cuerpo-política del conocimiento.

Hacia lo que apunta este texto es entonces a problematizar la manera en la que operan las políticas de la movilidad en el interior de lo que se conoce como el sistema internacional del arte contemporáneo, es decir, dentro del tejido económico, simbólico y transcultural urdido por las nuevas bienales internacionales, la red translocal de galerías, la nueva geografía de las instituciones culturales, los museos, las fundaciones y los patronatos, así como por los procesos de internacionalización del arte contemporáneo acontecidos a partir de la década de los 80. Los objetivos centrales de este texto son los siguientes: describir las consecuencias más relevantes del giro epistemológico de la movilidad en los procesos de producción, circulación y recepción del arte contemporáneo a nivel global por una parte, y criticar el discurso multiculturalista e internacionalista de los sistemas expositivos globales por la otra. Para poder ahondar en el tema, intentaré hacer una descripción detallada de la percepción que en el interior de dichos sistemas expositivos se tiene de la movilidad internacional (de las obras de arte, las exposiciones, los artistas, los públicos, los curadores, etcétera), problematizando con ello las fuentes directas sobre las que se levantan los discursos internacionalistas y postcolonialistas del arte, y plantearé algunos de los cuestionamientos que las políticas de la movilidad arrojan a la cartografía transcultural del arte globalizado. Finalmente, analizaré el deseo de internacionalidad de este nuevo arte global a la luz del pensamiento fronterizo y lo relacionaré con la función globalizadora de algunos conceptos como hibridación, marginalidad, frontera y periferia.

Arte global: violencia simbólica y periferia
El sistema internacional del arte contemporáneo está lejos de ser un espacio terso articulado a través de la libre confluencia de movilidades globales equidistantes. Todo lo contrario: los circuitos actuales del “arte global” constituyen más bien una compleja red de tensiones geoestéticas, las cuales ejercen su fuerza sobre las políticas de la representación transcultural y sobre las políticas mismas de la movilidad transnacional. Estas tensiones están en interacción continua con los procesos de transformación cartográfica y legitimación simbólica del pensamiento geográfico contemporáneo. Es por ello por lo que en otro momento hemos afirmado que la globalización de la diversidad cultural ha vuelto inefectiva toda aproximación al sistema internacional del arte contemporáneo que no tome en cuenta –en un sentido profundo– la dimensión geoestética del arte global . Es en esta dimensión en la que se entrecruzan los mecanismos de circulación global del arte con las negociaciones geopolíticas de las subjetividades. El enfoque geoestético del arte contemporáneo translocal resulta inseparable de los desplazamientos simbólicos y las movilidades subjetivas, en tanto tales desplazamientos afectan la manera en la que circulan los capitales simbólicos, inmateriales o cognitivos en la actualidad. La movilidad de estas formas de capital se refracta así, directa o indirectamente, en los procesos de internacionalización del arte y de universalización de los saberes.

En el marco de la curaduría global y en el interior de los sistemas internacionales de exhibición del arte contemporáneo, la globalización de la diversidad se ha materializado recientemente a través de una postura teórica y discursiva conocida como el nuevo internacionalismo (new internationalism). Para situarnos: lo que este nuevo internacionalismo defiende es la idea de yuxtaponer lo local con lo global, lo periférico con lo central y lo legítimo con lo subalterno, convirtiendo el lenguaje artístico internacional en una especie de nuevo esperanto. Si tomamos en cuenta la manera en la que operan las políticas transculturales de representación y las políticas de la movilidad inscritas en el interior del sistema internacional del arte contemporáneo, la idea del new internationalism no sólo corre el peligro de idealizar el carácter global del arte, sino también de reesencializar la autonomía misma de lo artístico.

Hace sólo unas cuantas décadas, el arte contemporáneo considerado “internacional” era aquel que estaba constituido de forma exclusiva por obras producidas por artistas occidentales u occidentalizados. Los organizadores de las exposiciones –tampoco existían, aunque parezca mentira, los curators– pertenecían todos, también, al mainstream occidental. Desde luego, las instituciones culturales que daban vida a la producción, creación y difusión internacional del arte contemporáneo se hallaban en manos de gestores occidentales u occidentalizados. El arte periférico estaba destinado a los museos históricos o etnográficos, como si el desarrollo de lo contemporáneo y lo postmoderno se hubiera emplazado en un campo restringido del mapa visual global. Las etiquetas de primitivo y naif que Occidente le había colocado a todo lo que se encontraba fuera de la cartografía del progreso modernizador, se convirtieron en estigmas que la periferia terminó por llevar encima como sambenitos. Detrás de estas etiquetas se escondían argumentos tales como la esencialización pseudomoderna de las periferias artísticas, la indisociable depresión económica de las regiones situadas al margen de Occidente y la supuesta predestinación de lo no occidental a aliterar insistente e inevitablemente las vanguardias y neovanguardias occidentales. En este escenario, la rentabilidad de la periferia dentro del circuito de exhibición de la contemporaneidad no estaba aún en condiciones de ser contabilizada e interculturalmente explotada.

Sin embargo, la situación actual es decididamente diferente. En sólo dos décadas y media la geografía del arte contemporáneo pasó de ser excluyente y centralizada a ser omnívoramente abarcadora. Por todas las esquinas vemos aparecer bienales, ferias, coloquios y exhibiciones –todas explícitamente internacionales– en las que artistas magrebíes, subsaharianos, surasiáticos, centroasiáticos, suramericanos, centroamericanos, chicanos, europeos del este o de (aparentemente) cualquier otro lugar del planeta, conviven “armoniosamente” con los artistas norteamericanos y centroeuropeos. En muy poco tiempo el mainstream trasegó su limitado territorio y se puso a la búsqueda de la periferia. La alteridad, lo exótico y lo diverso, en una palabra, lo Otro, como en los viejos tiempos del expansionismo colonial, suscitaron el interés de los museos, las galerías, las macroexposiciones y las ferias comerciales de arte contemporáneo. Incluso un grupo tan alejado territorial y culturalmente como los inuit obtuvo, en la Documenta 11 de Kassel, su representación en esa nueva arena del arte contemporáneo.

La escenificación de lo multicultural se convirtió, en un abrir y cerrar de ojos, en la materia prima de toda exhibición internacional. Occidente estaba ávido de alteridad y, ante su llamado, las culturas emergentes “respondieron muy bien, a todos los niveles, con nuevas experiencias periféricas” . Lo marginal, lo híbrido y lo periférico se convirtieron, a través de esa absorción, en potentes activos de la economía cultural. Estos, por decirlo de alguna manera, generaban un valor añadido al arte contemporáneo global a través del cual se reactivaba el mercado y la circulación de mercancías contemporáneas legítimamente exóticas, pero potencialmente internacionales. La seña más característica y estigmatizada del arte global, esto es, la perifericidad marginal del otro arte, entró en un proceso acelerado y sorpresivo de recapitalización simbólica.

De cara a la inevitable integración de la periferia en el interior de los procesos internacionalizadores y de las tendencias bienalizadoras del arte contemporáneo, el estudio de la dimensión simbólica de la movilidad y la consecuente reestructuración teorética de conceptos tales como “proximidad estética” o “traducibilidad cultural”, han de servir entonces para evidenciar las fricciones identitarias y las marcas geopolíticas que se tejen y destejen detrás del discurso postcolonial inserto en el sistema internacional del arte contemporáneo. Las políticas de la movilidad, en consecuencia, están llamadas a recartografiar las nuevas formas de la colonialidad cultural que operan a través de las estéticas y las subjetividades transculturales.

Parafraseando los postulados de Aníbal Quijano, este tipo de colonialidad del poder de representación ya no opera de manera explícita sobre el territorio físico de la identidad cultural, sino subrepticiamente y en el interior del signo, es decir, infratopográficamente. Por lo tanto, el acoplamiento abiertamente pluralista pero forzadamente “equilibrado” de todas las culturas en el interior de las macroexposiciones está lejos de ser –como intentó demostrar el propio Okwui Enwezor– un saludable compendio de voces.

Por tanto, la fetichización de la alteridad y la estetización de lo subalterno o lo fronterizo son quizá las formas más engañosas y contradictorias de lo multicultural. Ambas son, además, las formas de violencia epistémica más difíciles de contrarrestar, ya que operan en el interior de los propios discursos reivindicativos y descolonizadores, recreándose en el centro mismo de las exhibiciones internacionales de arte contemporáneo. El multiculturalismo y sus estrategias de integración representacional son capaces, por tanto, de generar condiciones de coerción de la diversidad cultural mediante el propio discurso estético de la diversidad, supliendo la descalificación a priori de las minorías por una representación estética (museográfica) estereotipificadora de lo subalterno.

Geoestética e hibridación cultural
En nuestros días la pureza –cultural, de género, racial o disciplinaria– suele ser entendida como una construcción artificial y academicista irreconciliable con la heteroglosia de las múltiples modernidades del mundo contemporáneo. Las luchas epistemológicas y preformativas que emergieron con la idea de debilitar las políticas de la identidad y los esencialismos culturalistas pusieron en el centro de mira el racismo semiótico que se escondía detrás de la cultura blanca-patriarcal-capitalista-occidental. Fueron principalmente las teóricas feministas negras y chicanas, así como sus críticas a las múltiples y paradójicas formas de alienación de la alteridad, quienes, en consonancia con la inoculación del esencialismo cultural promovido por las filosofías pluralistas, por las teorías del reconocimiento político y por la reivindicación de la igualdad en la diferencia, se confrontaron de manera directa con el poder instituyente de lo híbrido en tanto estrategia política y performativa. En consecuencia, la pureza tiende a ser percibida en nuestros días como una interpretación antropologizada de la identidad y de la diferencia. En su antípoda, lo mestizo, lo híbrido, lo heterogéneo, lo “entre” o lo contaminado, ha sido reinterpretado, a partir de la apología de la alteridad y de la celebración de la diferencia globalizada, como algo positivo y operativo, como un principio de subsistencia y fortaleza natural de la interculturalidad. “El paradigma de la hibridez, en la mayoría de los discursos contemporáneos –nos recuerda Amaryll Chanady– se presenta como más acorde con nuestra realidad (en todas las esferas de la vida humana, pero sobre todo en las prácticas culturales), mientras que su contrario, la pureza, es considerada como una construcción ideológica o antropológica. El antropólogo francés Jean-Loup Amselle, por ejemplo, considera lo que él denomina la “lógica mestiza” (logique métisse), no en el sentido de mezcla racial, sino en el de hibridez cultural, como el único paradigma que corresponde a la complejidad de las culturas humanas. Critica lo que llama la “razón etnológica” por su procedimiento “discontinuista”, es decir, su extracción, purificación y clasificación de los grupos étnicos y las prácticas culturales”.

Sin embargo, las políticas pragmáticas de la identidad y la utilización funcionalista y proselitista del multiculturalismo que vemos efervescer en zonas fronterizas y en puntos de denso tráfico cultural por un lado, y la estetización de los propios bordes culturales a través de la museización de la diversidad y de lo subalterno por el otro, hacen pensar que, tanto fuera de la institución del arte como en el interior de la escena internacional, la migración y la movilidad siguen siendo vistas como conflictos transfronterizos entre Estados nacionales; es decir, entre contenedores a través de los cuales circulan grupos y categorías culturales fijas. Estas nuevas polarizaciones (en la mayoría de los casos muy cercanas a las viejas ideas del “choque entre culturas”) no sólo entienden la movilidad a partir de una especie de lógica de la física social positivista, sino que hacen de lo híbrido una nueva categoría jerarquizante. Esta re-esencialización de lo híbrido lo que hace es, entonces, establecer un patrón a partir del cual se distinguen unas culturas como más híbridas que las otras, de lo cual, como es evidente, emerge una nueva fetichización de lo mestizo: una nueva antropologización objetivada y estetizada de la alteridad. “En ese sentido –afirma Leslie Bary– el discurso del multiculturalismo contemporáneo repite el gesto de los mestizajes oficiales, que funcionan hegemónicamente al cooptar la oposición y al crear un nuevo ser superior, el híbrido. Y si toda cultura es híbrida en sus orígenes y si todos respiramos híbridamente, viene siendo la hibridez una tautología cuya suposición vale más como punto de partida que como punto final en los análisis de la política y de la cultura”.

La politización de lo híbrido está, por lo tanto, estrechamente relacionada con las políticas mismas de la movilidad y con los procesos de estereotipificación de las fronteras en tanto que zonas ambiguas de “choque” y de riqueza cultural. Las prácticas estéticas de resistencia de colectivos artísticos como NoBorder, o Border Arts Workshop, o de artistas como Hans Haacke, Michal Rovner o Ana Mendieta, evidencian esta fetichización de lo colindante. La obra de Francis Alÿs para InSite 97, The Loop, fue una irónica renuncia a esterizar una vez más la frontera entre México y Estados Unidos al ir desde Tijuana hasta San Diego sin atravesar la frontera.

En sintonía con esta fetichización de lo híbrido, las políticas de la movilidad que atañen al sistema internacional del arte contemporáneo suelen ser utilizadas como argumentos para justificar los procesos de internacionalización de las culturas subalternas, así como la globalización misma de las estéticas periféricas y marginales. En palabras de Gerardo Mosquera “supuestamente vivimos en un mundo de intercambios y comunicaciones globales.

Cada vez que alguien menciona la palabra ‘globalización’ uno tiende a imaginar un planeta en el cual todos los puntos se interconectan en una red reticular. En realidad, las conexiones sólo suceden dentro de un patrón radial hegemónico alrededor de los centros de poder, en el que los países periféricos (la mayor parte de los del mundo) permanecen desconectados uno del otro, o se conectan sólo indirectamente mediante –y bajo el control de– los centros. Yo viví lo anterior en carne propia durante los años en los que viajé a través de África, en donde la mejor forma de viajar, incluso entre países contiguos, es vía Europa. Como no tenía suficiente dinero para hacerlo, me vi desconectado del sistema y suspendido en una zona de silencio y precariedad. Esta estructura de globalización axial y de zonas de silencio es la base de la red económica, política y cultural, la cual conforma, a un macronivel, el planeta entero. La globalización desde/hacia es realmente una globalización para/a través de los centros, con conexiones Sur-Sur muy limitadas. Tal globalización, a pesar de sus límites y controles, ha mejorado indudablemente la comunicación y ha facilitado una conciencia más plural. La globalización ha introducido, sin embargo, la ilusión de un mundo transterritorial de diálogo multicultural, con corrientes que fluyen en todas las direcciones”.

El arte “periférico internacional” es entonces, donde quiera que se le vea, aquel que cumple con el profile de internacionalidad que marcan las propias instituciones centralizadas de la escena internacional del arte contemporáneo. Su perfil responde a una necesidad de corrección política frente al discurso del propio proyecto postcolonial y a las exigencias de alteridad aparecidas en el interior mismo del mainstream. Así, el arte asiático, africano o latinoamericano es internacional en la medida en que una parcela de dichas categorías es tomada metonímicamente como representante de toda la producción artística de este territorio simbólico-cultural –determinado a su vez por instituciones geográfica y simbólicamente localizadas–. La parte es tomada por el todo. La estereotipificación funciona entonces como domesticación de la alteridad y de lo subalterno. Con ella, la estetización de la diversidad cultural rinde sus frutos en el mercado global del arte.

Como puede verse, lo que persiste aquí es una suerte de metaforización permanente de las tensiones geopolíticas postcoloniales. De este tipo de lecturas trópicas de la movilidad global, en consecuencia, devienen formas fetichizadas de la subjetividad, las cuales encuentran sus fundamentos en estereotipos geográficos, culturales e identitarios. “La metáfora –afirma Irit Rogoff– es en efecto un camino limitado y es también un patrón de entendimiento de las condiciones y las articulaciones que termina por ser demasiado confortable. La metáfora se basa en lo similar, lo cual es también, por definición, lo que nos es familiar. Es más bien a partir de la relación entre las estructuras de la metáfora y la metonimia que puede desarrollarse una percepción elaborada y compleja de la “geografía”. La dualidad de intersecar tanto las objetividades como las subjetividades dentro de un orden de conocimiento puede ser encontrada en este doble concepto”. De manera diferente, para autores como Kaja Silverman la metonimia es más operativa que la metáfora, pues trata de las contigüidades y no de las similitudes; “mientras que la metáfora se vale de las relaciones de similitud de las cosas, no de las palabras, la metonimia hace uso de la relación de contigüidad de las cosas, no de las palabras; entre una cosa y sus atributos, sus entornos y sus elementos adjuntos (puesto que las cosas están disponibles para nosotros solamente de forma cognitiva), la metáfora es esencialmente el empleo de la similitud conceptual y la metonimia es el empleo de la contigüidad conceptual”. Sin embargo (y a pesar del interés que despiertan ambas posturas y sus respectivos matices), lo que no debe perderse de vista a la hora de considerar la dimensión simbólica de la movilidad como un “tropo” es la manera en la que dicho movimiento lingüístico resuelve, perpetúa o encubre las tensiones transculturales que devienen del vínculo que se establece entre la geografía, la subjetividad, las políticas de la movilidad y la localización de los saberes diferenciales.

Si llevamos esta crítica al terreno de los discursos geográfico-curatoriales, podemos observar cómo el propio Hou Hanru, al hablar del artista africano Pascale Martine-Tayou, se refiere a su condición transmigratoria en los siguientes términos: “Pascale Martine-Tayou es ciento por ciento africano y, al mismo tiempo, ciento por ciento no africano. Nacido y criado en Camerún, es, sin duda, uno de los más africanos. Actualmente trabaja y vive sobre todo en Europa, por lo que de algún modo queda también ‘excluido’ de los aspectos más africanos de su origen. Sin embargo, visita habitualmente su tierra natal. Y esta experiencia migratoria, este ir de acá para allá que configura su vida cotidiana, es en sí mismo un fenómeno que cada vez comparten más africanos en la era de la globalización de la economía y la cultura y de la migración transcontinental. En este sentido, Pascale Martine-Tayou es un africano típico de nuestro tiempo. Como ya he dicho, Pascale Martine-Tayou es un artista a la vez ciento por ciento africano y no africano. Su trabajo se centra en este aspecto de cómo ser un africano, tanto en la vida diaria como en aquello que afecta a la memoria, la fantasía y la felicidad, viviendo entre Occidente y África. En todo caso, su lenguaje artístico es absolutamente ‘global’, y recurre a las más contemporáneas formas de expresión, desde el dibujo, la instalación y el performance, hasta el cine e, incluso, la poesía” Desde cualquiera de sus ángulos, esta consideración ontológica del artista rebusca, a través de metáforas y metonimias, la pureza tanto de lo africano (y de lo no africano) como de lo internacional, bajo la etiqueta de la hibridez. Lo “entre” se vuelve en esta operación narrativa algo fuerte, superresistente, geográficamente sólido y, en consecuencia, exageradamente estable. Esta estabilidad, como puede deducirse, negaría la capacidad misma de resistencia de lo híbrido en tanto no-sustancia, es decir, anularía la capacidad política de lo impuro al situarse en concordancia con contextos geográfica y culturalmente localizados. La pregunta que sigue es entonces: frente a las nuevas colindancias entre la internacionalización del arte contemporáneo y la globalización de la diversidad cultural, ¿pueden las políticas de la movilidad vincularse con las subjetividades transculturales para funcionar como herramientas críticas de los procesos de esencialización postcolonial de lo híbrido?

Sin pretender agotar las posibles respuestas que se derivan de dicho cuestionamiento, me gustaría cerrar este texto ejemplificando la manera en la que operan los discursos internacionalizadores por un lado y, por el otro, la translocalización estratégica del arte contemporáneo; para ello, es indispensable que dichos discursos sean analizados bajo la luz de las hibridaciones globales específicas y no a través de la universalización del régimen postcolonial. Tomemos como ejemplo el proceso de internacionalización del artista mexicano Gabriel Orozco. Desde la óptica de las políticas descolonialistas de la movilidad a las que nos hemos venido refiriendo en este ensayo, parece evidente que la absorción global de su obra tiene menos que ver con la supuesta superación del localismo latinoamericanista emprendida conscientemente por el artista, o con la consecución de un neoconceptualismo potentísimo de talante universal (pretendidamente a la altura de los ready-made de Duchamp), que con la propia coyuntura postcolonial del arte la cual permitió que su obra fuera requerida y asimilada (deseada, diría Baudrillard) por el mainstream internacional. Dicha absorción posibilita (y al mismo tiempo condiciona) que su obra pueda ser leída como arte legítimamente global; digamos que dicha absorción neointernacionalista ha universalizado su obra y su nombre. Sobre este tipo de condicionamientos heterárquicos del discurso universalizador del arte contemporáneo global, Gerardo Mosquera ha comentado lo siguiente: “Se erige una extraña estratigrafía que clasifica las obras de acuerdo a si su valor es ‘local’, ‘regional’ o ‘universal’. Se comenta que un artista es importante a escala “continental”, que otro lo es a nivel del ‘Caribe’. De más está decir que, si tienen éxito en Nueva York, serán universales de inmediato. La producción elitaria de los centros es automáticamente considerada ‘internacional’ y ‘universal’, y sólo se accede a estas categorías al triunfar en ellos”.

Desde nuestro punto de vista, la compleja condición postcolonial y la única fuerza crítica que podemos deducir ante los procesos de internacionalización de obras como la de Orozco, no radica en ellas mismas en tanto obras universales del mainstream global, ni tampoco en el hecho de que corroboren el carácter global de los circuitos internacionales del arte contemporáneo. Todo lo contrario, los procesos de translocalización estratégica a partir de los cuales dichas obras se han vuelto objetos y conceptos legítimamente globales, no hacen sino abrir la posibilidad de que ante tales fenómenos se genere una mentalidad geoestética necesariamente contestataria, crítica y reflexiva; de tal forma que, ante la apropiación de lo híbrido, ante la absorción de lo marginal, ante la internacionalización de lo periférico y ante la universalización de lo impuro, se articulen nuevas subjetividades realmente imbricadas con las políticas transculturales de representación. En este sentido, el potencial descolonizador de aquel arte que ha sido estratégicamente translocalizado en el interior del sistema internacional del arte contemporáneo, debería radicar en el hecho de que, a través de dicho proceso, se develaran los intereses sobre los que se sostiene la paradoja de ser al mismo tiempo heroicamente universalista y mesiánicamente localista, y se evidenciaran también las políticas de representación, circulación y comercialización que mantienen vivo el siguiente oxímoron: “Orozco: nuevo arte internacional latinoamericano”. Si esto se consiguiera, la globalización de la diversidad cultural a través del nuevo internacionalismo del arte podría no devenir automáticamente una satisfacción del exotismo estético bajo la etiqueta de la multiculturalidad; podría no convertirse sistemáticamente en un amor perro, pero insincero por lo periférico; podría dejar de ser una fetichización de la otredad y podría abrirse ante la dimensión simbólica y descolonial de las políticas de la movilidad.