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La fuerza de las texturas contra los agravios del olvido
08January

La fuerza de las texturas contra los agravios del olvido

Por Berta Carricarte

 

Así, como quien no quiere la cosa, le he preguntado a algunos estudiantes de música, del conservatorio “Amadeo Roldán”, si conocían a Felipe Dulzaides: respuesta negativa. Luego probé a indagar entre ellos mismos sobre la Lupe, con similar resultado. Por una parte es cierto que nuestra música constituye un caudal enorme, inabarcable, inaprehensible en su dimensión histórica y su amplísima variedad, pero también ocurre que con frecuencia el olvido se cierne sobre aquellos espacios de riqueza preterida, mientras la desidia promocional cubre de improvisadas y beligerantes “promesas” los diversos medios de difusión. A mí también me escamotearon a la Lupe; y Felipe Dulzaides fue un nombre apenas reconocible en la memoria, asociado sobre todo con el desarrollo del jazz en Cuba en la década de 1980; y Olga Guillot sonaba en mi infancia en un viejo acetato que mi padre alternaba con el privilegiado Beny; y así, tantos otros se fueron quedando atrás o afuera, porque él ahora es implacable, impaciente y algo sordo también.

 

Es tu nombre Felipe Dulzaides es el título del programa que la Salle Zéro de la Alianza Francesa de Cuba presentó entre noviembre y diciembre pasados, y que agrupó 5 videos de Felipe Dulzaides Jr., obviamente dedicados a la memoria de su padre. Pero, independientemente de lo que en el plano personal significa para su creador este homenaje, pienso que se produce una conexión muy proteica entre imagen, música y espectador. El mayor hándicap del arte contemporáneo –como de casi todo el vanguardismo artístico– es su hermeticidad trascendentalista frente a destinatarios fortuitos; sin embargo ese encriptamiento, que puede abarcar significante y significados, es su principal fuente de gozo para el destinatario ávido, ya sea neófito o curtido. Es tu nombre… parece participar de esa suerte, hasta el minuto en que nos abandonamos a la vivencia sonora, al patrimonio sensorial de la música, universal en su prosa y en su melodía. Las cinco video-creaciones escogidas van eslabonando una experiencia estética que transita del éxtasis a la efervescencia, de la embriaguez a la encrespadura, del arrobo al erizamiento, en lo cual tiene mérito también la hiladura curatorial de Andrés D. Abreu.

 

Lo exhibido en la Salle Zéro constituye un instante dentro de la obra de un artista cuyo caudal creativo se consolida a lo largo de la primera década del presente siglo. Graduado en 1989 en la especialidad de Teatro, Dulzaides posee una amplia videografía mayormente realizada y expuesta en el ámbito internacional, en exhibiciones personales y colectivas, así como en espacios nacionales (Fundación Ludwig, Museo Nacional de Bellas Artes y la propia Salle Zéro en 2007). Rasgo peculiar en la obra de este autor es su capacidad para convertir en universos convergentes las especulaciones poética, dramática, fotográfica y musical, sin comprometer la coherencia del ejercicio artístico emprendido.

 

En la citada muestra, música e imagen entablan un diálogo en el que lo supratextual se lleva el protagonismo. La potencialidad sanguínea de ambos registros (música e imagen) se multiplica a nivel del recuerdo, la añoranza o la simple fascinación del más humilde destinatario, aun cuando no hubiera escuchado o visto jamás nada de aquel o de este Felipe Dulzaides.

 

Permítaseme, entonces, plantar este breve memorándum: en 1955 Felipe Dulzaides Badía funda un cuarteto, en principio vocal-instrumental, llamado Los Armónicos, en cuya plantilla alguna vez estuvieron, entre otros, Frank Emilio y Bebo Valdés, así como figuras del ámbito internacional, y que hizo época en los cabarets Sans-Souci, Montmartre, Tropicana y demás. A finales de los 50 Dulzaides trabajó como arreglista en el famoso disco de La Lupe, Con el Diablo en el cuerpo, lo mismo que para el bolerista Fernando Álvarez. Con una declarada vocación por el jazz, un dominio antiacadémico del piano, dotes excepcionales para la composición y cerca de 22 discos en su historial, es uno de los más importantes músicos que ha dado esta Isla. Y aunque en 2001 se le otorgó póstumamente un premio Cubadisco por su álbum Tabú, todavía queda mucho por descubrir y disfrutar a propósito de este Felipe Dulzaides.

 

Lo que nos entregó ahora el hijo, yo diría, es la huella de un tesoro y una sutil campanada a la memoria o al develamiento. El primer video plantea, en términos visuales, un fuerte contraste entre lo foráneamente urbano (Copenhague como telón de fondo) y lo natural, en la presencia de un tronco de árbol sobre cuya superficie se proyecta la caleidoscópica luz de un CD, mientras escuchamos Tu rostro en la penumbra, con arreglo e interpretación al piano del referido músico; a lo cual se ha incorporado de manera puntual el silbido del hijo. Aquí se nos presentan ya dos elementos que serán sustanciales en los videos subsiguientes: desde el punto de vista plástico el diálogo con las texturas y desde el punto de vista poético la metáfora del árbol o, digamos más bien, del tronco, que como clara metonimia prescinde de ramas y raíces. A la riqueza cromática escondida en la superficie fría y sentimentalmente neutra del aluminio, se opone la rugosa aspereza de la planta, que a su turno contrasta también con el fondo pulido del hormigón, con el mismo sabor paradójico que supone asumir la riqueza artística contenida en esa misma placa brillante y circular.

 

Luego, un plano propone dos fuertes diagonales entre las que se desplaza, buscando el punto de fuga, el personaje –tras el ordenamiento imposible de un tronco hecho leña–, en lúdicro balanceo entre tocón y tocón, mientras los años pasan, a tal punto que la imagen del hijo ya alcanzó la edad fotográfica del padre, cuando cotejaba las desmesuras electrizantes de la Lupe. De nuevo el contraste, ahora entre la madura templanza del músico, hombre apacible y de sosegado perfil, y la turbulencia hormonal de la reina del soul latino, Guadalupe Victoria Yolí, cuya temperamental imagen discurre fragmentada y recompuesta al rojo vivo. Juntos en aquella vieja foto, la chica y el caballero, micrófono mediante, congenian sus artes y parecen cobrar aliento, mientras la manipulación audiovisual añade el caprichoso geometrismo recortado de color y forma, que potencia y dispara hacia otra dimensión la música y la bullente voz de la diva.

 

En algún momento, a la metáfora del tronco se suma (¿o contrapone?) el rollo de papel serpenteante dentro de un túnel gris, tal vez planteando asociaciones más allá de la pura remembranza y proponiendo un espeso contraste entre la unidireccionalidad que supone el túnel y la riqueza piruetística y dúctil de la espiritualidad humana. En el plano personal me resulta bastante fácil acomodar la imagen de este rollo a la de los típicos emakimonos japoneses, que solían recoger en épocas bien antiguas el fabulario, la mitología y la novelística, combinando caligrafía y pintura, y que hoy por hoy constituyen auténticos reservorios de tradición. Sin embargo, pienso, el artista siempre debe ser cuidadoso con ciertas sugerencias adheridas a la naturaleza y función de determinados objetos. Se trata de evitar que la apreciación y exégesis del tropo se le conviertan al espectador en una batalla mental cuando intente desalojar interpretaciones que no parecen ajustadas al contexto emocional y estético en que se mueve tal discurso artístico, lo cual, en este caso, se hubiera evitado con no hacer reconocible la naturaleza del rollo en la implacable crudeza del primer plano; sobre todo si lo que escuchamos es As times goes by, que siempre remite a aquella historia de amor tantas veces contada antes y después de Casablanca.

 

El tema siguiente tiene como referente musical la pieza Página en blanco, en la voz de Fernando Álvarez, cuyo melódico aderezo vocal se adiciona a los efectos de contraste entre el adoquinado de una ciudad antigua y lejana y una superficie fluvial que da abrigo a la luminosa nocturnidad de la vieja urbe. Imágenes que reverberan de nostalgia en un sentido amplio, versátil, especie de añoranza recrudecida en la superficie brillosa y gélida de las aguas y en el anónimo trasiego de los transeúntes.

 

Finalmente llega el momento cumbre, la catarsis, la efervescencia, el lanzamiento de una nave, el desprendimiento del acero, el parto, la luz, la explosiva verticalidad del falo, del semen galáctico, como reconociendo el legado visceral y genético de la creación. Imagen mil veces vista, se convierte ahora en referente subvertido y de lúcida sugerencia inflamado por La danza ritual del fuego, de Manuel de Falla.

 

De la misma forma que la tangencialidad del arte eminentemente pictórico obliga, casi presiona, a hablar de estilos y tendencias, la video-creación suele liberar a la imagen del relato forzoso e invita a la contemplación entusiasta o analítica, a la mirada académica y meditativa o a la aventura quimérica, a la vez que a interpretaciones casi siempre fortuitas por soberanas. Esta condición libérrima late en la propuesta de Felipe Dulzaides, que con la turgencia táctil de sus imágenes y la reconstitución de sus alegorías consigue minimizar el olvido y anclar al asentimiento, la memoria.

 

Fuente: Cubarte