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Cabo Polonio y el sentido de la vida
27October
Artículos

Cabo Polonio y el sentido de la vida

Por: Jorge Zurita

Cuatro horas de bus separan el aeropuerto de Montevideo —tomando la ruta 10 hasta el kilómetro 264 y medio—de la entrada a Cabo Polonio.

Ubicado en Rocha, Cabo Polonio parece no pertenecer a nadie, incluso parece no saber que el mundo afuera se mueve de otra manera. Cruzamos dunas y bosque, y recorremos siete kilómetros sobre aquella bestia metálica que nos zarandea desde la entrada hasta la playa.

Son los únicos animales motorizados que surcan la duna, llevando y recogiendo viajeros sobre sus lomos; los únicos que veremos, porque no se permite otro tipo de vehículos en el cabo. Vamos riendo y rebotando hasta que alcanzamos a ver cómo un caserío se abre frente a nosotros a orillas de un mar limpio e inquieto, brillante de sol cansado y ardiente de verano.

La brisa nos refresca y las casas son blancos y coloridos cuadraditos que toman forma al acercarnos. Esas casitas se acostaron un día juguetonas, casi desnudas, sobre una loma de grama verde. Algunas se cansarán, recogerán sus tiestos y se irán para siempre, otras se quedarán un poco más, pues la gente en Cabo Polonio va y viene. Por eso casi no queda ninguno de los primeros pobladores, como nos cuenta uno de los residentes más viejos, no todos resisten tanto silencio y soledad.

Apeamos la bestia en el centro del «pueblo». No hay calles asfaltadas ni tendido eléctrico. Las señales son trozos de madera de antiguas puertas o ventanas tal vez, pintadas por alguien que quiso ponerle sentido y dirección a los caminos. Hay dos o tres tiendas, un par de bares y restaurantes de toda categoría y los hippies «emprendedores» abren sus locales de artesanías y suvenires.

El intenso frío de invierno abraza a un par de valientes y solitarios huéspedes hasta que el verano vuelve con jóvenes visitantes de muchas partes del mundo. Caminan solos por la playa, de día y de noche, hipnotizados por su reencuentro con el silencio. Las parejas se toman de la mano y recorren la playa una y otra vez, o van hacia el faro a saludar a los lobos marinos: ellos posan, suben y bajan piedras, resbalan y ladran defendiendo su espacio. Parecen perezosos y violentos, escandalosos y torpes, pero en el agua son torpedos de grasa y piel.

Parece que a Cabo Polonio no le han dicho que el mundo tiene una «importante» carrera contra la existencia, que corre enloquecido a estrellarse contra todo, contra la naturaleza, contra el silencio, contra el aire, contra la sensatez, contra la armonía, contra la paz…, contra la vida. Es un área protegida que aún no ha sucumbido a la idiotez humana. Cualquiera puede visitarlo, cualquiera puede encontrar un rincón de playa donde contemplar su maravilloso mar, darse un chapuzón y conversar con gente desconocida que sintoniza simpatía y levedad, o como dicen por ahí: plenitud.

Opuesto a la opulencia absurda de Punta del Este, Cabo Polonio es todavía uno de los pocos sitios que conserva el sentido de la vida: la belleza simple, aquellas pequeñas cosas, la luz naranja de un sol a punto de caer, una calle iluminada de estrellas, una cabaña con velas y el sonido de una risa estallando en la oscuridad.