Las fiestas navideñas imponen, incluso a quienes no lo buscan, una alteración del ritmo cotidiano. Hay una suspensión parcial del tiempo productivo que abre una posibilidad cada vez más rara: la lectura sin urgencia. No la lectura utilitaria, fragmentada o instrumental, sino aquella que exige permanencia, atención y una cierta disposición al silencio.
Entre las obras que han acompañado generaciones y continúan ofreciendo sentido, Don Quijote de la Mancha ocupa un lugar privilegiado. Más allá de su estatuto fundacional, la novela de Cervantes es una meditación profunda sobre la imaginación, la dignidad, el fracaso y la necesidad humana de creer en algo que excede la realidad inmediata. Leerla —o releerla— en períodos de recogimiento permite apreciar su humor, su melancolía y su modernidad intacta.
Otro territorio fértil para este tiempo es el del ensayo literario. Textos como El oficio de vivir de Cesare Pavese o El derecho a la pereza de Paul Lafargue dialogan con preguntas esenciales: el sentido del trabajo, la vida interior, la tensión entre individuo y sociedad. Son lecturas que no envejecen porque no responden a modas, sino a conflictos estructurales de la experiencia humana.
La poesía, por su parte, encuentra en las fiestas un lector más permeable. Volver a Emily Dickinson, a César Vallejo o a Idea Vilariño es una forma de recuperar la intensidad del lenguaje cuando este se despoja de lo superfluo. Un solo poema, leído sin prisa, puede acompañar una tarde entera.
Leer en Navidad no es una evasión: es una forma de resistencia. Un gesto íntimo que restituye profundidad a un tiempo saturado de estímulos.
En portada: Edición ilustrada del «Quijote» publicada por la RAE en 1780 en la imprenta de Joaquín Ibarra. Tomado de la RAE
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