Desde muy diversos enfoques, críticos de arte, curadores, artistas y otros expertos se han aproximado en sus reflexiones a lo que han dado en llamar arte público, sin que por ello exista hasta ahora una definición teórica acuñada a partir de la sumatoria de rasgos que cualifiquen la diversidad de prácticas consideradas bajo este rubro.
Ahora bien, si en algo coinciden muchos teóricos, es en reconocer que como arte público han sido identificadas una serie de proposiciones que desde los años sesenta vienen mostrando su inconformidad con la ineficacia del “cubo blanco” para la proyección de nuevas preocupaciones estéticas, junto a un marcado interés por involucrar en el hecho artístico, a un público que no es precisamente aquel que frecuenta los espacios de exhibición donde se legitima y/o comercializa el arte. “Esta nueva categoría no es un estilo y se desarrolla independientemente de las formas, los materiales y las escalas” –ha señalado Javier Maderuelo (1990: 174)– al tiempo que “aglutina experiencias recogidas del monumento Pop, de las instalaciones, de la arquitectura, del urbanismo y otros fenómenos de carácter sociológico, participativo, escénico”. (Ibídem: 147)
Así, tomando como materia prima e interlocutor al espacio urbano con sus tramas y subtramas, el arte acude hoy a viejas y nuevas estrategias, mientras distingue y jerarquiza lo inmaterial, lo procesual, lo lúdicro, la mezcolanza de códigos procedentes de fuentes heteróclitas y nuevos tipos de relación con el receptor y la institución.
Uno de los enfoques más o menos recientes sobre este tipo de arte, tiende a situarlo en confrontación con las lógicas del monumento y del espectáculo. En primer lugar, contemplar la diversidad y complejidad de las relaciones que se verifican entre el arte y el espacio público, implica atender no sólo a los vínculos entre este último y la escultura, sino considerar un diapasón de realizaciones artísticas que escapan a toda clasificación genérica estricta. De acuerdo con Félix Duque (2001: 112), “los monumentos (y con ellos las plazas, los jardines y los parques) formaban parte de un triple modo de espaciar, de ‘hacer sitio’ público y de ‘hacerle sitio’ al público”. En la sociedad subsiste aún la demanda de tales “sitios”, sólo que en medio de otras dinámicas urbanas y ciudadanas dentro de las cuales el monumento se torna casi invisible y su función queda reducida a referencia topográfica.
Mientras el monumento pasa hoy inadvertido entre tantas interferencias visuales, ciertos agentes procuran alcanzar una mayor visibilidad dentro del ámbito urbano en sus luchas por reivindicaciones sociales, políticas e identitarias. Sin embargo, “la visibilidad está siempre relacionada con la posibilidad de control […] Así pues, hacerse visible en un entorno urbano se lleva a cabo a menudo como una actividad clandestina, como la colocación ilegal de carteles en la calle, las pintadas y grafitis, las emisiones de radio piratas, la aparición de una identidad artificial en Internet o la aparición borrosa en medio de una multitud”. (Broeckmann, 2000: 167-169).
En sus diversos modos de operar, una parcela importante del arte que hoy se desenvuelve en el espacio público comparte similares estrategias, al desplazarse entre coordenadas de visibilidad e invisibilidad. Visibilidad muchas veces lograda a través de la acción, una presencia efímera o camuflada entre las contingencias y la inestabilidad urbana; invisibilidad, en relación con la centralidad y la permanencia del monumento, que se erige inmutable sobre la superficie de una topografía accidentada, y por cuyos intersticios penetran prácticas creativas revitalizando el arte y la esfera pública.
Por otra parte, el arte urbano se ve hoy igualmente confrontado con el poderío que ejerce la producción simbólica asociada al mercado, la propaganda y la cultura del espectáculo. Con funciones diferentes, estas instancias generan repertorios de imágenes y códigos que en el entorno se entrecruzan, contraponen y traslapan, y terminan siendo apropiadas por el arte para la renovación de sus significantes. En contraposición con estas manifestaciones mediáticas, el arte procura estimular la capacidad analítica del sujeto, de modo tal que mientras el espectáculo pondera el disfrute alucinatorio y la celebridad del instante, el arte impulsa procesos reflexivos no sólo acerca del hecho artístico, sino respecto a un orden de cosas cuestionables y sobre las cuales es posible influir.
En medio de este universo de relaciones cambiantes, la ciudad juega un rol como laboratorio, escenario e interfaz. Entendida como territorio de oportunidades en cuanto a empleos, servicios, educación, hábitat y más elevada calidad de vida, la ciudad moderna movilizó las expectativas de grandes grupos que irrumpieron en ella, desbordaron sus capacidades y dejaron en evidencia la fragilidad de sus estructuras.
A consecuencia de los ideales modernizadores y su fallida instrumentación en América Latina, sus ciudades comportan hoy “rasgos predominantes que son lo contrario del proyecto moderno”, advierte García Canclini (1998: 40), y añade que “en vez de la racionalización de la vida pública [prevalece] el caos producido por la privatización del espacio que hacen millones de coches y decenas de miles de vendedores ambulantes”. En la actualidad, las llamadas ciudades medias y megalópolis de la región evidencian su fracaso como espacios para la construcción viable de sueños y utopías. En diversos puntos de sus áreas perimetrales, se sobrevive en condiciones de extrema precariedad; cargan por demás con los estigmas de la violencia, la inseguridad, el narcotráfico, y el miedo se instaura y provoca una merma considerable de las capacidades humanas para la solidaridad, el afecto y el encuentro.
Tal vez sea por ello que la ciudad ha ido acrecentando su presencia en el arte, y éste, sus incursiones renovadas en la ciudad. De hecho, distinguir y decodificar la avalancha de imágenes que contaminan y fragmentan el paisaje citadino es ya prácticamente imposible. En la búsqueda de una mayor eficacia, las nuevas prácticas artísticas acuden a la apropiación y subversión, a operatorias fraguadas en la conjunción de elementos visuales, sonoros, musicales y performáticos, a la creación de cartografías alternativas, muchas veces provenientes de la creatividad y el ingenio popular. Sin perder de vista el carácter distraído que acompaña la percepción del urbanícola contemporáneo, utilizan como he-
rramienta en el proceso de simbolización los elementos del propio lenguaje de la ciudad.
En la producción artística de las dos últimas décadas, se constata el interés por emprender proyectos que cualifiquen estética y semánticamente algunos espacios exteriores, y una cierta reactivación de propuestas de inserción social que colocan, por veces, preocupaciones acerca de la condición neoliberal y pos-utópica del mundo actual. Algunos creadores aprovechan las herramientas ofrecidas por las nuevas tecnologías en trabajos cuyo proceso se activa en el espacio público y en diálogo con sus agentes. Pero si algo destaca como novedad dentro de este contexto, es el interés por problematizar el orden urbano y su estructura. De acuerdo con Néstor García Canclini (1997: 38), “esta mirada crítica se expande a partir de los años ochenta, cuando la desurbanización se convierte en un asunto central de los estudios sobre ciudades”.
En relación con esto último vale la pena distinguir la pieza “Paracaidista” del mexicano Héctor Zamora, intervención realizada hace algún tiempo a una zona de la fachada del edificio modernista sede del Museo “Carrillo Gil” de la Ciudad de México. Zamora traslada hacia allí, simbólicamente, una construcción más o menos típica (e ilegal) de las zonas periféricas. Incrusta así en el territorio de la metrópolis formal, otros parámetros de ocupación, materiales y modos constructivos, para crear un núcleo de paradoja entre la urbanización informal y la formal, que a fin de cuentas coexisten y se complementan.
En “Unidad Habitacional”, vista en la Feria ARCO dedicada a México (2004), Zamora apeló al crecimiento desordenado de los núcleos urbanos. Para ello utilizó cajas de cartón recicladas, material que refiere degradación, basura, economía informal, y habitáculos de indigentes en asentamientos de “llega y pon” que abundan en Latinoamérica.
A una estrategia similar acudió en 1994 Marcos Ramírez (ERRE) en su instalación “Siglo xxi”, vivienda precaria construida en un espacio aledaño al Centro Cultural Tijuana –edificio emblemático de la Modernidad en esa ciudad– que parecía arrancada de una de las zonas excluidas de la región fronteriza, y recolocada en medio de la urbe como posible prototipo arquitectónico del siglo por venir. Como Zamora, ERRE se apropia de soluciones constructivas y materiales característicos de esa “arquitectura de parches”; de ahí, por ejemplo, el uso de neumáticos para nivelar o delimitar el terreno, procedimiento recurrente en las construcciones encimadas hacia la barda fronteriza en la Colonia Libertad. El irónico título daba por sentado el acarreo angustioso a la nueva centuria de conflictos irresueltos.
Coinciden en términos ideoestéticos con las propuestas antes mencionadas, los “abrigos urbanos” construidos con placas propagandísticas de las inmobiliarias por los colectivos Bijari y la Cia. Cachorra, o la casa nómada del Grupo Delborde, que refiere la reaparición de una antigua tipología de arquitectura rodante en La Patagonia, ahora al servicio de los nuevos inmigrantes. Otros autores reparan acerca de los daños que precisamente causa el mercado inmobiliario al patrimonio arquitectónico republicano en nuestros países. Con la colaboración de dos arquitectos, la chilena Ángela Ramírez diseñó la
planta de un nuevo predio como sustituto imaginario de la construcción neoclásica que alberga en la actualidad el Museo de Bellas Artes de Santiago de Chile. Ramírez establece un contraste entre la estructura apócrifa de acero y fibra de vidrio, y la arquitectura de estilo preexistente, cuyo protagonismo se vislumbra amenazado ante la intervención. Alerta así acerca de la impunidad de las inmobiliarias y el desinterés de las autoridades públicas en generar una política urbana que salvaguarde la memoria arquitectónica como bien patrimonial.
Dentro de la pluralidad de acciones que el arte emprende en el espacio público, algunas tienen como fin evidenciar los mecanismos de control citadino y su intrínseca vulnerabilidad, o revelar los contrastes sociales del paisaje urbano. Con tales propósitos el Grupo Bijari ha concebido la propuesta “Realidade Transversa” con varios capítulos, en la cual enlazan la acción callejera, la transposición de espacios y actividades del cotidiano urbano al circuito del arte, y la presentación de audiovisuales. Como parte del proyecto “Zona de Ação”, que reunió hace algún tiempo a varios colectivos artísticos de São
Paulo, Bijari desarrolló una acción anunciada bajo la alerta “Estão vendendo nosso espaço aéreo”. Concebida con el propósito de detener el empuje depredador de las inmobiliarias en la antigua zona del Largo da Batata, la propuesta incluyó el despliegue de afiches, actos de protesta, una presentación multimedia y la distribución de 5000 postales, juntando en una nueva dimensión elementos del espectáculo de masas y del activismo, donde los códigos de interacción entre lo social y lo artístico se modifican.
Daniel Lima, por su parte, ha emprendido proyectos de articulación con colectivos artísticos y otras asociaciones, tales como “La revolução não será televisionada” y el “Frente 3 de fevreiro”, con comunidades marginadas o envueltas en conflicto. Se interesa en procesos artísticos que propongan otros modos de reaccionar ante fenómenos que, como el racismo, repercuten también en la configuración social y física del territorio urbano. Lima ha sabido utilizar las estrategias y códigos del movimiento grafitero (no institucionalizado) y del espectáculo, siempre desde lo sorpresivo y lo desautorizado. De hecho, el propio show de masas ha sido objeto de sus intervenciones, cuando irrumpe alterando el orden y desviando la atención de la audiencia hacia nuevos mensajes.
Desde este ámbito de lo interdisciplinario trabaja también Nortec, colectivo integrante de un movimiento más amplio gestado en la zona oeste de la frontera entre México y los Estados Unidos que tuvo su punto de partida en el ámbito de la música, luego de experimentar con éxito la fusión de la música electrónica con la típica norteña y de banda. Lo interesante es que Nortec, además de proyectar un estilo musical, incorpora y procesa un repertorio estético visual muy ligado a la cultura popular del norte de México. En sus conciertos multimedia intervienen el video clip, imágenes concebidas por diseñadores gráficos y de moda, fotógrafos, y artistas visuales. Sin denegar del todo el uso de un imaginario arquetípico de lo mexicano, Nortec se abre a nuevas posibilidades en aras de construir una producción visual inscrita en la realidad sociocultural de cruces y transferencias de la frontera.
En todo este accionar dirigido a estrechar los vínculos del arte con la vida, otros han optado por trabajos vinculados al entorno cotidiano de una comunidad. Estos proyectos con barrios, cooperativas o grupos humanos, constituyen otra de las modalidades inscritas hoy en la noción de arte público, en tanto perpetúan uno de los intereses primarios que propiciaron la salida del arte a la calle. En esta línea de pesquisa de viso antropológico, se ubica “Paredes Pintadas”, iniciativa desenvuelta por Mónica Nador en el barrio San Isidro durante la Séptima Bienal de La Habana, posible antecedente del proyecto Jamaq,1 liderado por esta autora junto a Lucia Kohn y Fernando Lingerger, cuyo formato responde a las necesidades de la gente de la localidad donde se asienta. Ligada igualmente a este tipo de experiencias, la pintora Betsabée Romero ha conseguido readecuar su vocabulario simbólico mediante el reciclaje de objetos e íconos de identificación grupal, para la concreción de obras colectivas que dignifican a los moradores de barrios estigmatizados por la condición marginal y la violencia.
Dias & Riedweg han venido trabajando también con diferentes grupos sociales desde 1993 (niños y adolescentes de las calles y favelas de Río de Janeiro, agentes de inmigración y de la aduana en la frontera México-Estados Unidos, vendedores ambulantes de São Paulo, etc.), en proyectos capaces de aglutinar talleres de creación plástica, dramatizaciones, pesquisas, entrevistas, intercambios, intervenciones públicas…El interés de su trabajo gira en torno a la noción de alteridad, y sus acciones tienden a favorecer el encuentro, y a registrar poéticamente las reacciones que de éstos emanan.
Dentro del tipo de prácticas donde coinciden lo real y lo simbólico, destacan otras proposiciones que penetran los circuitos establecidos, ya sean los de la información, el consumo, el transporte urbano o el dinero. Es imprescindible apuntar que este tipo de operación se declara deudor en línea directa de las Inserções que ya desde 1970 ponía en marcha Cildo Meireles. Siguiendo sus pasos, Juliana Morgado ha puesto en práctica el proyecto Brain Slicer tm: useful, practical and durable, con el cual pretende motivar en el comprador compulsivo una reflexión acerca del consumo. Para ello convierte material de establecimientos de venta –cajas de cartón, bolsas de plástico, etc.– en el soporte de otra información, capaz de minar y desestabilizar desde dentro al propio circuito. Algo similar sucede con la publicidad, antaño en la mira de los artistas Pop que adoptaron su lenguaje visual, y en época más reciente fuente proveedora de técnicas de impresión y soportes para el arte. Una estrategia recurrente consiste en desestabilizar el orden mediático desde la valla anunciadora, inoculando en su estructura elementos perturbadores que chocan con sus códigos habituales y subvierten sus mensajes. De ello se han valido Germán Martínez Caña cuando usa el afiche, o los íconos manejados por una marca, para referirse a las causas y consecuencias del flagelo de la violencia en Colombia; Eduardo Srur, al lanzar, “inofensivas” bombas de tintas coloridas sobre los anuncios de São Paulo durante la madrugada, y Minerva Cuevas, para denunciar la situación de la niñez desamparada a través de la propaganda asociada a la lotería en México.
Resulta de igual interés la labor de quienes se desempeñan desde el espacio virtual; una zona del dominio público que ha venido influyendo en la reconfiguración de la cotidianidad en las
últimas décadas. Uno de los proyectos más eficaces en este sentido, ha sido el de Mejor Vida Corporation ideado también por Minerva Cuevas quien, operando desde la red consigue burlar mecanismos establecidos para facilitar el acceso gratuito a determinados servicios y productos. El correo electrónico, por otra parte, reactualiza hoy esa vertiente del arte conceptual –arte correo o mail art– que tuvo excelentes cultores en la América Latina de los años setenta. Ahora, al servicio de Lázaro Saavedra, por ejemplo, se convierte en soporte múltiple y transmisor de textos y dibujos que transitan por fuera de los circuitos institucionales, difundiendo sus reflexiones sobre las relaciones de poder, los vínculos entre el arte y la ética, las situaciones propias de la escena artística y de la vida nacional, siempre desde la perspectiva del humor crítico.
No quisiera dejar de mencionar a aquellos creadores que amplían y reactualizan las posibilidades de géneros convencionales como el grabado, al convertir la ciudad en matriz para grandes impresiones (Grupo Grafito, por ejemplo), o al invocar lo escultórico desde la subversión de sus propios atributos (Nadín Ospina con su obra “El Paseante” y Marcos Ramírez con “Toy an Horse”). La primera de estas dos piezas fue elaborada con un material no perdurable a modo de inflable publicitario, lista para transitar por varios puntos de cualquier ciudad sin llegar a formar parte de la identidad de alguno de sus sitios públicos (diferencia significativa en relación con la estatuaria tradicional). En la segunda, el volumen interior, anulado visual y semánticamente en la escultura de bulto convencional, devino portador de uno de los mensajes más importantes de la obra. Otros ejemplos podrían ser el híbrido escultórico-tecnológico del argentino Joaquín Fargas, entronizado como centinela del cambio climático a las puertas de la Antártica y responsable de transmitir información sobre el tema a través de Internet, o el proyecto Monumento Mínimo de Nele Azevedo, consistente en pequeñas esculturas fundidas en hielo que la autora coloca en sitios públicos anodinos, no turísticos ni conmemorativos, desestabilizando así la noción de monumento mediante la escala, el lugar de emplazamiento y la intención, dirigida ya no a perpetuar una memoria oficial sino a rendir tributo a lo efímero de la existencia humana.
Faltaría añadir otras proposiciones concebidas según las posibilidades que brinda hoy la interacción con el espacio público, el transeúnte y la comunidad; unas, inspiradas en la deriva situacionista; otras, alterando los recorridos establecidos con propósitos y connotaciones múltiples. Baste apenas recordar los paseos de Francis Alÿs, o el dique levantado por Shirley Paes Leme en una calle de la ciudad de Ushuaia durante la Primera Bienal del Fin del Mundo; ésta última en alusión contextual a los conflictos por la irresponsable introducción de castores en ese territorio, causa de graves desequilibrios ecológicos.
Respecto a la presencia del arte público en eventos de artes visuales en América Latina, habría que admitir cómo, durante los últimos veinte años y desde diferentes posiciones y enfoques, ha constituido eje de propuestas curatoriales, y cuánto debate han generado los modos, no siempre eficaces, de imbricarlo en sus estructuras. La manera como ha venido implementándose hasta ahora su presencia en proyectos internacionales, obliga a repensar su viabilidad en concordancia con posibles financiamientos, autorizaciones y compromisos que pueden restringir su libre y total desenvolvimiento. Loables han sido los esfuerzos y resultados de proyectos que han mantenido –o mantuvieron– una relativa periodicidad como inSite en Tijuana y San Diego, Arte Cidade en São Paulo, y Puerto Rico 00, 01 y 02, así como otras iniciativas de carácter puntual, tales como Ciudad Múltiple en Panamá y Agua-Wasser en México.
Viejos y nuevos propósitos, así como estrategias y tipologías de lo artístico, confluyen en lo que actualmente se entiende por arte público, sin olvidar que su significado y funciones son replanteados constantemente por parte de creadores y teóricos. En Latinoamérica, junto a los afanes de desinstitucionalización, el mejoramiento del entorno y el interés por alcanzar una más amplia y heterogénea audiencia, emergen iniciativas gestadas sobre la base de un pensamiento que trasciende estos propósitos y cuyo hacer contempla, desde una perspectiva conflictual, los tipos de vínculos y rupturas que el individuo y la comunidad experimentan al encontrarse en el inestable y enrevesado espacio urbano. Al mismo tiempo, los artistas se concentran en la búsqueda de tácticas que garanticen la supervivencia del arte público, ya sea a través de acciones directas sobre el espacio físico –dejando o no una huella–, o de propuestas que ubican su campo de operaciones en otras instancias del dominio público, mediante mecanismos de interacción y comunicación dirigidos mucho más hacia lo camuflado e intermitente, que hacia lo ostensible y permanente.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
Broeckmann, Andrea: “Esfera pública e interfaces de red”, en Alzado Vectorial. Arquitectura relacional No. 4, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México D.F., 2000.
Duke, Félix: Arte público y espacio político, Ediciones Akal, S.A., Madrid, 2001.
García Canclini, Néstor: “Arte desurbanizado, desinstalaciones fronterizas”, en InSite, 1997.
_____________________: “Arte desurbanizado, desinstalaciones fronterizas”, en InSite 1997. Tiempo Privado en el espacio público, San Diego: Installation Gallery, 1998.
Maderuelo, José: El espacio raptado, Mondadori, Barcelona, 1990.
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