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Escultura Contemporánea Dominicana
25May
Artículos

Escultura Contemporánea Dominicana

Durante la segunda mitad del siglo xix comienza a gestarse en República Dominicana una forma artística propiamente nacional que, si bien se expresó más a través del arte pictórico, contó con un exponente fundamental en el ámbito de la escultura: Abelardo Rodríguez Urdaneta. El proceso de modernización posterior discurrió entre acontecimientos como la ocupación estadounidense del país entre 1916 y 1924, y la instauración del gobierno dictatorial de Rafael Leónidas Trujillo, quien se mantuvo en el poder desde 1930 hasta 1961. En ese ambiente se consolida el potencial nacionalista que abonaría el terreno para la irrupción de una vanguardia artística tardía –con respecto a los análogos procesos que se verificaron en otros países de la región–, y que resultó esencial en el reconocimiento y la afirmación de la identidad del país. Entre las figuras precursoras de la época, se distingue Celeste Woss Gil, en el arte pictórico. En 1942, con la fundación de la Escuela Nacional de Bellas Artes, comienza a cobrar importancia la enseñanza de la escultura y se forman los primeros escultores del patio. La nutrida emigración de exiliados europeos (sobre todo españoles), entre 1939 y 1941, fue también un acontecimiento capital para el desarrollo de esa manifestación. Más allá de su labor docente, el escultor español Manolo Pascual, primer director de la Escuela, desplegó una fructífera obra personal que incluyó el trabajo con materiales tradicionales, y la introducción de la madera policromada y el metal, material éste con el cual consiguió llegar todavía más lejos en los acentos de modernidad que concedió a la escultura. Pascual demostró poseer una singular sensibilidad frente a los elementos distintivos de la cultura nacional dominicana, y regional caribeña, su etnia y tradiciones populares. A su vocación modernista, sumó la riqueza del lenguaje de las vanguardias, y alcanzó un alto nivel de estilización en sus composiciones formales, hasta llegar al umbral de la expresión abstracta. Otro joven español, Antonio Prats Ventós, constituye el nexo de continuidad entre la generación de artistas exiliados que se insertan en la cultura plástica de la Isla. Durante una primera etapa de su trayectoria, Prats Ventós potenció el interés por los tipos humanos dominicanos, además de trabajar la temática religiosa en piezas que parecen inspirarse en la tradición imaginera local de los santos de palo, como expresión consciente de una propuesta de afirmación de la identidad nacional. En estas preferencias temáticas, y en la valorización artística de la riqueza maderera local, radican sus aportes a la escultura dominicana de los años cuarenta y cincuenta. Domingo Liz, Luichy Martínez Richiez y Antonio Toribio conforman la más destacada tríada de exponentes de la escultura moderna dominicana emergida de la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde fragua una primera vanguardia que transita hacia la abstracción a medida que avanza el decenio de los años cincuenta, justo cuando se recrudece la dictadura trujillista. La muerte de Leónidas Trujillo (en mayo de 1961) abre una nueva etapa en República Dominicana. La presunta “transición democrática”, que debía iniciarse con el fin de la dictadura, resultó un período convulso. Acontecimientos como el golpe militar de 1963, la heroica resistencia de las fuerzas de izquierda, la invasión y posterior ocupación del país por tropas norteamericanas, tuvieron respuesta en la vida cultural de la nación con la formación de numerosos grupos artísticos de gran activismo social, puntales prácticos y teóricos del pensamiento más avanzado de la vertiente figurativa. En este complejo entramado de crisis económica, inestabilidad social y afectaciones cruciales para el desarrollo del arte y la cultura, y de algunas de sus instituciones más importantes, la escultura dominicana continúa su proceso de renovación. Sobresale el quehacer de nuevos creadores como Ramiro Matos quien, junto a Domingo Liz y Antonio Toribio, amén de las nuevas aportaciones del maestro Prats Ventós, consiguen allanar el camino para el giro sustancial que más adelante dará el arte escultórico en el país. Es importante resaltar, en Ventós, dos obras claves en el panorama de la escultura dominicana del período: “Procesión de ángeles por una estatua muerta” (1969) y, “El bosque” (1973), pieza ésta que, pese a los convencionales límites técnicos y materiales de la talla en madera, apunta hacia un concepto más complejo dada la eficaz conjunción de los volúmenes, y la importancia que se le concede al espacio como elemento de interconexión entre los componentes de la obra. No obstante, es la artista Soucy de Pellerano el mayúsculo exponente del tránsito hacia una escultura de nuevo signo en la escena artística dominicana. Sus estructuras metálicas incorporan chatarra y engranajes de funcionamiento mecánico que otorgan movilidad y vida propia a las piezas. Esas prácticas definieron su filiación con móviles cinéticos que, por esos mismos años, se extendían en Europa, en no pocas plazas de América Latina, y en la poética del llamado nuevo realismo francés. Verdadera precursora de un concepto ampliado del arte escultórico que se proyecta en el quehacer instalativo, participativo y transdisciplinario, Soucy de Pellerano supo impregnar un acento de crítica social al proyecto desarrollista que, por esos años, se pretendía llevar a cabo en su país. Su nombre merece ser identificado como la expresión más elevada de la escultura en la República Dominicana, en el período que abarca hasta la segunda mitad de los años ochenta del siglo xx. Como ocurre en la mayoría de los países subdesarrollados de nuestra región, la opción de emigrar hacia los Estados Unidos se convierte en alternativa cada vez más generalizada para las clases más pobres. Al mismo tiempo, República Dominicana es permanente receptora de una migración haitiana que aporta una nota interna de desigualdad y pobreza aún más radical. La singular dualidad del fenómeno migratorio, el complejo problema del autorreconocimiento étnico, y la gravedad de circunstancias sociales tales como la violencia, el abuso y la indefensión femenina e infantil, el tráfico de órganos, etc., conforman un espectro de asuntos cuyo impacto se refleja en la cultura y el arte, especialmente en aquellas expresiones que sostienen una postura crítica y de compromiso con la nación. En el orden institucional concurren circunstancias que favorecen el devenir del arte durante este período. Aquí se ubican, por ejemplo, la reactivación de la Bienal Nacional de Artes Plásticas (1979), y el Concurso Nacional de Arte “Eduardo León Jimenes” (1981); la gradual multiplicación de la red de galerías, entre las que se distingue por su perfil vanguardista el Centro de Arte Nouveau (1982) –que apoya la promoción y comercialización de un arte emergente–, y la destacada labor de la Galería de Arte Moderno (fundada a mediados de los años 60), que luego se convertiría en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo, y cuya dirección gestó la realización de un certamen de particular trascendencia para el arte dominicano más reciente: la Bienal del Caribe. A lo anterior se suma la creciente participación de artistas dominicanos en otras exposiciones y eventos internacionales que devienen espacios de confrontación y estímulo, tales como la Bienal de La Habana. Por último, un acontecimiento no menos relevante es la fundación, en 1983, de la Escuela de Diseño de Altos de Chavón, centro de patrocinio privado sustentado en concepciones pedagógicas de avanzada, y con una perspectiva amplia y actualizada sobre los procesos de creación artística. Ése fue el contexto cultural del colectivo Generación 80, rótulo para dar a conocer a través de muestras grupales la hornada de creadores forjada en el clima de aquel decenio, y en cuyo seno los jóvenes artistas, además de beneficiarios de esa alianza promocional estratégica, concientizaron las ventajas de un espíritu gremial que les permitió la confrontación de ideas y experiencias, a la vez que hizo posible generar espacios descontaminados de los presupuestos de un mercado artístico sólo interesado en los lenguajes más convencionales y complacientes. Aquellos artistas de poéticas más sólidas que habían pertenecido a Generación 80, junto a algunos otros mayormente egresados de la Escuela de Diseño de Altos de Chavón, llegaron a erigirse con el decursar de los años noventa e inicios de este milenio, en figuras esenciales del arte dominicano actual. La mayoría de ellos optaron por desarrollar una producción que fue profundizando el sedimento culturológico, al tiempo que multiplicó las opciones formales a través de gananciosos lenguajes híbridos, cuya armónica conjunción tendió a fraguar el discurso de la instalación. Es precisamente en ese contexto donde halla continuidad, expansión y consolidación el segmento más vital del arte escultórico dominicano contemporáneo: Bismarck Victoria, Tony Capellán, Pascal Meccariello, Johnny Bonnelly, Mónica Ferreras, Belkis Ramírez, Raquel Paiewonsky, Marcos Lora y Jorge Pineda. Algunos de estos creadores son escultores natos, como Bismarck Victoria, quien ha preferido operar con la unicidad volumétrica de la pieza, aunque incorporando el objeto común resemantizado o el elemento de pura elaboración escultórica, en un ambiente que compromete la intervención de otros medios tales como la fotografía, la pintura y la ocupación misma del espacio, en aras de una cabal concepción museográfica que mucho le debe al espíritu inclusivista del hacer instalativo (obsérvese, especialmente su “Máquina blanqueadora”, una de las más interesantes obras del artista, realizada en el año 2001). Otros, como Tony Capellán, reducen al mínimo la acción sobre el objeto cotidiano, optando, las más de las veces, por un procedimiento acumulativo, con montajes que suelen desplegarse sobre el espacio galerístico en entramados discursivos que enfatizan la tridimensionalidad, y obtienen el mejor partido del recurso de la repetición, todo ello puesto al servicio de la eficacia comunicativa de obras que abordan problemáticas sociales de implicación masiva (“Mar Caribe”, “Tierra de sol”, “Tiro al blanco”, “Mercado de órganos”, constituyen ejemplos representativos de la poética de Capellán). Artistas como Johnny Bonnelly, Pascal Meccariello y Marcos Lora, han trabajado también con el objeto común extraído del entorno doméstico y/o artesanalmente elaborado, en función de su colocación en vitrinas o retablos de obvia vocación escultórica. Johnny Bonnelly se mantiene más apegado a esa facturación artesanal que en términos de color, textura, composición y ensambles llega a caracterizar, incluso, sus esculturas de mediano y gran formato. (“Trip erótico de la ciguapa”, de 1987; y una obra muy reciente: “Arte po po Popular”, del año 2006, reflejan estas características, así como el nivel de depuración y madurez que ha ido alcanzado su discurso plástico). Mientras que Pascal Meccariello se orienta hacia una cada vez mayor diversidad de materiales; incluso cuando asume el trabajo con el cuerpo a través de la fotografía manipulada, concibe el soporte del cuerpo humano cual una suerte de “escultura biológica”, y apela a las cajas de luces, a los caballetes y a los disímiles elementos objetuales conformando composiciones resueltas a la manera de altares (obsérvese “Cantos de ánima sola”, de 1997, que le permite consolidar esas atmósferas místicas tan afines a las reflexiones espirituales e intimistas, que constituyen el centro de su poética). Marcos Lora, por su parte, recurre a una suerte de artesanalidad originaria, bebiendo en sus raíces culturales para elaborar las yolas tan recurrentes en sus trabajos, siguiendo un procedimiento similar al de los aborígenes para construir las canoas con las que surcaron el mar Caribe. (De este artista son harto conocidas las obras presentadas en la IV y V Bienales de La Habana.) Por lo demás, es su personal manera de instalar la que le confiere un carácter escultórico a piezas y ambientes en los que prima la tridimensionalidad y el diálogo abierto con el espacio intervenido. Lora prefiere respetar la integridad física del objeto incorporado, sólo que aprovechando al máximo su potencialidad simbólica originaria (“Kid Kapicúa” es una obra del año 2002 con la que parece iniciar un camino de búsquedas, más apegado a la indagación documentada de historias individuales que encierran un mensaje ético-social.) En la obra de Raquel Paiewonsky prima, en cambio, la más exigente y virtuosa manualidad. Ella teje, modela, fabrica cada elemento, y selecciona rigurosamente el material idóneo para conformar un discurso que transparenta el interés por la laboriosa facturación de la obra, y por ese acabado exquisito que hace gala de sus conocimientos de diseño textil para operar en el ámbito de la instalación. (Uno de sus trabajos paradigmáticos en esa dirección es el conjunto de piezas que integraron su exposición personal “Vestial”, presentada en el año 2001 en Santo Domingo, durante la celebración de la IV Bienal del Caribe.) Mónica Ferreras, entretanto, opta por la esencialidad. Ella es quizás la más conceptual de los artistas que hemos identificado como cimeros exponentes de este hacer instalacionista contemporáneo en la República Dominicana. Aún sus piezas de franca adscripción a la estética minimalista, se comportan en el espacio exhibitivo como propuestas de marcado acento escultórico (obsérvense las piezas “ISO” y “Laberinto”, ambas del año 2000), donde prima el volumen limpio, desprovisto de accidentes secundarios, en favor de subrayar el poder metafórico de las morfologías que concibe para organizar el material estético. Belkis Ramírez y Jorge Pineda ponen de relieve el modo en que el hacer escultórico dialoga, desde la instalación, con otras manifestaciones como el grabado y el dibujo. Belkis, reconocida artífice del grabado, una vez que decidió transgredir el modo tradicional de concebir y de exponer la resultante artística de esa manifestación, se dispuso a tallar sus matrices, y a desplegarlas en el espacio galerístico con toda la fuerza semántica que propicia la ocupación del mismo como parte de una activa producción de sentidos. (Una de las piezas más importantes y mejor logradas fue la que en el año 2001 concibiera bajo el título “De mar en peor”.) De igual modo, las figuras que Pineda talla en madera articulando con la tradición imaginera de los santos de palo, interactúan con el dibujo plasmado por el artista sobre los muros de la galería, y entablan una complementación que testimonia la inteligente y cabal pluralidad de medios expresivos, préstamos e intercambios entre éstos, que se verifican en el cuerpo del quehacer instalativo (Véanse obras como “El Bosque”, 2004, “Afro” –Gran Premio de la XXI edición del Concurso “Eduardo León Jimenes” en el año 2006–; y “Afro: Issue I”, con la que acaba de participar en la Feria ARCO de Madrid en febrero de 2010.) Todos estos artistas ilustran cómo, en efecto, en los últimos años la producción escultórica en la República Dominicana amplía considerablemente sus recursos expresivos y los conceptos que la validan, y abarca propuestas de gran significación a partir de una ilimitada variedad de medios no tradicionales. Un aspecto interesante es el modo en que los creadores han conseguido instrumentar esa ampliación de recursos y conceptos, en favor de una expresión artística profundamente comprometida con la compleja realidad dominicana. No es gratuito el hecho de que, entre las diversas motivaciones que los animan, cobren especial presencia y peso la migración, la pobreza, el desamparo social, la indefensión infantil y la violencia, problemáticas sociales que se revelan como de máxima urgencia para esta nación caribeña. Las dobleces morales y los peligros de una sociedad orientada al modelo consumista, pese a las generalizadas condiciones de miseria de una gran mayoría de su población, el imperio manipulador de los mass media, la discriminación de la mujer, la cuestión racial, el reconocimiento de las raíces indígenas y africanas, y la validación de diferentes expresiones de la cultura popular tradicional, tienen también un espacio notable entre las preocupaciones de los representantes de la escultura, manifestación, injustamente preterida por la historiografía del arte en la República Dominicana a pesar de constituir un capítulo ineludible del arte caribeño.

Manolo Pascual
Cabeza de rinoceronte

Marcos Lora
Entre Ítaca y San Borondón, 1997

Raquel Paiewonsky
Levitando a solo un pie, 2003

Marcos Lora
Puente, 1995

Jorge Pineda
Afro, 2006

Pascal Meccariello
La silla de Pilatos, 2002

Jorge Pineda
Niña tatuada, 2001

Bismarck Victoria
Máquina blanqueadora, 2001

Pascal Meccariello
Los secretos mejor guardados, 2002