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Huele a Peligro Antropológico
15July
Artículos

Huele a Peligro Antropológico

Algunas veces dije, en la televisión, que ante la insistencia del videoclip en los perfiles etnoestéticos y las expresiones socioculturales de ciertos sujetos y grupos, debíamos adoptar la noción de video antropológico. Era cierto que no pocos realizadores tendían, con sospechosa frecuencia, y con muchísima autenticidad, a entregarle el espacio de expresión cultural a un poco de negritos jugando en la calle, a la disputa en un callejón lateral –lo mismo un escarceo erótico que un asalto a mano armada–, al sudor de la negra que se rasca el muslo de una manera elocuente y hermosa. En todo esto veía yo un enorme valor antropológico, y me secundaron algunos especialistas en el propósito de dimensionar, estética y culturalmente, este tipo de video que no da las espaldas a la realidad, y no se ocupa de los “modelos superiores” sino del hombre, del sujeto mondo y lirondo, con sus emociones, sus zonas oscuras y lúcidas –a partes iguales–, sus devociones y sus pánicos. Esa concepción suscitó enseguida dos controversias de interés. Una fue pública y a mi modo de ver errada; la otra, más personal, me ha dejado pensando todo este tiempo. La primera: “Semejante producción debe evaluarse más bien como un miserabilismo que comercia, que mercadea con la imagen del Otro. Puro morbo etnocultural”. No se me escapó que los mismos agudos jóvenes que sentenciaban lo anterior, descalificaban otros videos justo porque “romancean, edulcoran, simplifican y hermosean la dura realidad, con esos filtros fotográficos y esa belleza de las composiciones, que sobreponen a un código sórdido otro sordo”. Ése, más o menos, era el razonamiento. No me cabe duda de que se trata de ideas inteligentes, acaso desautorizadas por su extremismo: ¿Qué deben hacer por fin los creadores? Primero: los creadores no deben hacer nada; hacen, y punto. Pero aun cuando convengamos en que resulta pertinente sonarles un cocotazo de vez en cuando, lo que se infiere de ambas descalificaciones puede precisarse de este modo: Palo porque boga y palo porque no boga. Si se abocan al discurrir de la vida social en la calle, al sudor duro, a una promiscuidad no necesariamente escatológica, están negociando con la identidad, están comerciando a costa del Otro; pero si “ennoblecen” estéticamente esa realidad, los artistas son traidores de las causas nacionales. De hacer caso a estos hipercríticos, los creadores se cruzarían de brazos y vivirían una parálisis total, porque cada acento, cada visión se confunde con el atajo, con el error. Sin embargo, recuerdo que un día un amigo me llamó y me hizo el siguiente comentario: “Rufo, cuando el video se ocupa sobremanera de los negros, de los mulatos, de la salacidad de la calle, es ‘antropológico’; yo te pregunto entonces: ¿y por qué no es antropológico cuando se ocupa de las fiestas de los blanquitos en las mansiones de los repartos residenciales o en las barriadas de cierta alcurnia? ¿Ahí no existe, también, un sensible afán de ‘observación cultural’ y de discernimiento etnoestético?”. El muy sala’o tenía razón. Uno de los gestos críticos más excitantes radica en la revisión sistemática del repertorio de nociones, de códigos que se van haciendo canónicos, y que pueden traicionar la intención misma que los funda. Desmontar, cada cierto tiempo, los axiomas de la fe crítica puede ser un modo de desalienarla. Créanme: es recomendable. La frase instituida como para siempre, la categoría prostituida, el catecismo crítico pueden resultar muy peligrosos. El ademán de lo antropológico fascina, sobre todo, a los críticos de artes visuales: la pintura antropológica de José Bedia, la escultura antropológica de Juan Francisco Elso, las instalaciones antropológicas de Santiago Rodríguez Olazábal, la antropología estética de artistas como Carlos Estévez o Ernesto Benítez. Ciertamente, en todos ellos existe una vocación de observación y validación (no de contemplación) de ese engarce orgánico entre el hombre y sus circunstancias y expresiones culturales. Si atendemos a la noción más general de antropología, como doctrina que se dedica al hombre en sus variaciones hereditarias y su desarrollo existencial y cultural en el tiempo y el espacio, no está mal el entendimiento de aquellos artistas como cultores de un arte antropológico por naturaleza. Así como existe una “antropología criminal” (tal como si la sola disciplina fuera ella misma asesina) para el estudio de la delincuencia, el crimen, sus móviles, su fenomenología; existe una “antropología cultural”, sintagma que resulta un poco cacofónico, si atendemos a que toda antropología es en sí misma ya bastante “cultural”, pero que sirve para el estudio, la clasificación y la colocación de toda una serie de fenómenos y de productos consagrados a esa relación trabada, dinámica, aceitada entre el sujeto y su entorno, en forma de atributos culturales que alcanzan a definir los distintos tipos de relaciones. Pero, muchas veces, cuando reparamos en el contenido que asignamos a ese repertorio de “arte antropológico”, advertimos que nos ocupamos de un grupo sospechosamente estable de Otros: los negros, los mulatos, los indígenas, los chicanos, etc. Son Otros preteridos en y por el discurso de la centralidad pero, al designarlos como sujetos que engrosan un posible “arte antropológico”, ¿los dignificamos?, ¿los enaltecemos? O, por el contrario, ¿no incurrimos acaso en otro tipo de racismo, en otra especie de exclusión por acento y segregación? Echo mano, otra vez, a la pregunta de mi amigo: ¿Y por qué el blanco, el occidental, el criollo “no lateral”, no alimenta también, con sus expresiones culturales, el “arte antropológico”? Claro, si eliminamos todo distingo, tendríamos que todo el arte, por naturaleza, es antropológico. Como, en efecto, lo es. Pero ello tampoco debe ser coartada para que, amparados en el manto piadoso del “arte antropológico”, señalemos a los Otros desde un afán contemporáneo, seudocientífico, que reproduce la mirada folclorista y exotista. Hay que tener huevos para afirmar, con Rimbaud: “Yo soy Otro”. (De otro lado, los estudiosos de Rimbaud podrían decirme si en su corta vida el poeta fue consecuente, todo el tiempo, con esa proclama…). No me gusta tampoco el sintagma de “la diferencia”. Hay que apoyar al diferente, aplaudir al diferente, comprender al diferente. Ésta es la política sangrona de la tolerancia; el rictus perdonavidas del hipócrita. ¿Por qué el diferente es el Otro, el distinto a mí? ¿Por qué no soy yo mismo el diferente? ¿O lo bueno es siempre lo que coincide conmigo? A mi juicio, se trata de engañifas, de trampas que el arte de la palabra deposita en sus destinatarios, hasta la atrofia, hasta el estigma. Toda esta disputa me recuerda no sólo la “plástica antropológica” sino, además del clip, la propia “canción inteligente” que se ha compuesto en las últimas décadas.1 Todavía me pregunto cómo es posible que tres magníficos compositores incurran en lo siguiente. Uno de ellos va a fundar un partido del Unido, con todos los Otros desprotegidos y abandonados a su suerte (los enanos, los “gordos sin amor”, los pordioseros, etc.). Mi pregunta siempre ha sido: ¿Y dónde se sitúa el autor: por fuera o por encima de ese partido? ¿Es Dios el autor? ¿No es el autor Otro, en algún sentido? Ya por latino, por tercermundista, por socialista, querámoslo o no, es Otro el autor. ¿Lo sospecha? O ese otro cantante estimable que necesita aclarar cómo los gays se desfogan y se rompen el cuerpo, “mientras yo hundo mi carne en tu vientre, mujer”. ¿Por qué debe aclararse eso último? ¿Alguien está en “peligro” de reconocimiento público? O todavía, ese otro notable compositor, que asegura “más vale la oscuridad para un cariño que no tolera la gente diferente”. ¿Cómo vamos a defender un cariño importante desde la oscuridad, sencillamente porque no lo tolera la gente diferente? Si la gente diferente no “tolera”, y son unos fascistas de mierda, allá ellos; pero el amor, el buen amor, el difícil o cualquiera, se esgrime y se defiende de cara al Sol. Estos ejemplos, en tres géneros culturales, nos dejan clara la enorme complejidad de las designaciones ocupadas de dirimir, en alguna medida, los dilemas de las relaciones identidad/alteridad, el yo y el Otro, desde el plasma reflexivo de la cultura. Quien escribe tampoco es ajeno a esos riesgos, y a veces todavía hoy, se sorprende en el trance de evaluar como propia de un “arte antropológico” una producción cultural protagonizada por determinados sujetos marginados o confinados. A mí, a mis colegas, a todos los demás, digo: Ojo. Cuidado. Colegas: huele a peligro. De otra manera, hacemos el juego a la política de las exclusiones. Al dejar fuera a esos otros blanquitos pulidos, de las casonas y la “alta sociedad”, ¿no nos hacemos cómplices de su misma supremacía o su favor social? Valdría hablar entonces de antropo(i)lógico. ¿No deberíamos reservarnos un poco de cautela al etiquetar de “antropológica” una instalación, una pintura, una performance, bajo el pretexto de que estas expresiones culturales poseen una especial “densidad”? Y las otras, ¿no la tienen? Con el sofisma culteranísimo o el comodín del “arte antropológico”, ¿no estamos haciendo trampa; una trampa que nos hace daño a nosotros mismos?