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¿Matar al padre discursivo?
27November
Artículos

¿Matar al padre discursivo?

¿Cómo hacer crítica en las Américas? Tamaña preguntica. ¿Cómo enfocar la crítica en una región joven, donde, como vimos en la primera entrega de esta sección, importa sobremanera la definición, el encuentro identitario, la totalidad? América padece, todavía hoy, un hambre de totalidad que quisiera contravenir su suspensión histórica. Por eso, entre otras cosas, le ha venido tan bien la política de las diferencias (el feminismo, el activismo gay, la militancia ecológica, los guetos batalladores de las comunidades afroamericanas, el discurso de las diásporas y los islotes culturales decididos por los procesos migratorios). La política de la diferencia ha entrenado el pensamiento no sólo opcional, sino fragmentario, ese que avisa acerca de que en cada novela, en cada película o en cada instalación, no hay que ofrecer una cosmovisión que alcance a comprender el mundo. ¿Cómo hacer crítica en las Américas? Tamaña preguntica. ¿Cómo enfocar la crítica en una región joven, donde, como vimos en la primera entrega de esta sección, importa sobremanera la definición, el encuentro identitario, la totalidad? América padece, todavía hoy, un hambre de totalidad que quisiera contravenir su suspensión histórica. Por eso, entre otras cosas, le ha venido tan bien la política de las diferencias (el feminismo, el activismo gay, la militancia ecológica, los guetos batalladores de las comunidades afroamericanas, el discurso de las diásporas y los islotes culturales decididos por los procesos migratorios). La política de la diferencia ha entrenado el pensamiento no sólo opcional, sino fragmentario, ese que avisa acerca de que en cada novela, en cada película o en cada instalación, no hay que ofrecer una cosmovisión que alcance a comprender el mundo. Las cinematografías argentina y cubana, por ejemplos, son insoportablemente discursivas, tras el afán de definir, de encontrar gnoseológica, o teleológicamente, el rumbo, el destino de “nuestros países”. Así, los personajes terminan hablando más para el espectador (prepárate tío, a escuchar clases de filosofía de bolsillo) que entre sí. Cada línea de los guiones pretende ser una adivinanza poética –cuando resulta más bien una amenaza kitsch–, una abstracción reveladora y sobrecogedora sobre el mundo. Con el arte cubano ha sucedido otro tanto: el hartazgo de referencialidad impide la floración de otras esquinas o sustantivos de los imaginarios que no necesariamente conecten con el ademán nacional de la díada afirmación/disidencia. Durante los años ochenta Cuba conoció, ciertamente, una producción plástica estremecedora, sólo comparable con la revolución del arte nacional en el segundo lustro de los años veinte; pero esa carga referencial del arte, en un sentido crítico y desenajenante, ha hecho daño a posteriores expresiones e interpretaciones. Existe una fracción (una facción) de la crítica que se ha quedado colgada de aquel esplendor (no poco deslumbrante, todo sea dicho), para la cual cuanto ha sobrevenido fuera del emplazamiento frontal o del simulacro de oblicuidad que en el fondo va a una misma parte (ella está hablando en inglés conmigo, pero yo sé lo que está parlando, con permiso de la Charanga Habanera), resulta a estos críticos del glamour disidente, “dulce”, trasnochado, desfasado, etc. La ternura es un problema; todo tiene que ser amargo, ácido, desasosegante. Cuando el arte puede y tiende a inquietar de muchas maneras, y cuando no todo el mundo ha podido preservar la frescura y la renovación genuina de un Lázaro Saavedra, por ejemplo. Qué trabajo nos cuesta entender la cultura artística como una paleta, en nombre de esa misma diversidad cultural y de pensamiento que reclamamos. Una cosa es el trato responsable con lo real y otra, el compromiso que ahogue precisamente la libertad, ya de por sí relativa, del arte. Ante ese complejo de inferioridad conceptual que se expresa como de superioridad, el primer fantasma que debiera alejar la crítica de arte en América (y no se me escapa que me deslizo hacia otra peligrosa abstracción: poco tienen que ver los cometidos de la crítica en Estados Unidos y en Paraguay u Honduras) es el fundamentalismo. Alimentar, por lo contrario, una conciencia crítica acerca de que no hace bien al arte la vocación de refundar el mundo en cada instalación o cada performance. La voluntad cognoscitiva del arte puede fluir en muchas direcciones, no necesariamente centrípetas. Valdría que la crítica cuidara de sus mismos discursos trascendentalistas, donde cada intento de exégesis tiene que ser una plataforma programática que dicte, sancione, regule, explique en un sentido didascálico, etc.1 Aunque, por otro lado, y sin ánimo de paradojas, la crítica ha de ser consecuente con su razón de existencia: el vuelo de la interpretación. La interpretación comedida, sometida a revisión; pero la interpretación. Uno de los grandes problemas que se divisan en la actitud frente a la crítica, prácticamente a lo largo de todo el continente, tiene que ver con la vulgarización de suponer que esta profesión existe, en primera instancia, para legitimar o para impugnar.2 Adjetivos, muchos adjetivos; cualificadores, mucha sanción (palo, mucho palo), en una dirección o en otra. Adverbios, muchos adverbios. No nos damos cuenta de que esperamos de la crítica ese mismo autoritarismo que rechazamos en las sociedades. Buscamos, con una sed pueril, las hegemonías, la figura del Padre discursivo. Lo necesitamos incluso a nivel simbólico. O sobre todo allí. El crítico tiene la última palabra. ¿Y quién diablos es el crítico sino un humano más, falible y vulnerable como puede serlo toda subjetividad que se expresa? Ni siquiera la autoridad del crítico más respetado tiene en su mano el oráculo que pudiera determinar el valor real. Por eso, a lo más, el crítico cuanto entrega es interpretación, tentativas de entender –u ofrecer claves para la comprensión de– los procesos artísticos cada vez más inmersos en dinámicas culturales que no se satisfacen con un par de palabritas sonoras. Inmiscuirse en la dinámica de esos procesos; participar con su posible lucidez, en el desembrollo de realidades sociales y culturales cada día menos lineales o presumibles. Pero esperar del crítico, en primera instancia, el está bien o está mal no sólo clona un modelo decimonónico fuera de lugar y confiere al crítico un don Pantocrátor (engañoso en definitiva, porque cuando alabas, eres lo más grande, inteligente y culto a adorar; y cuando descalificas, eres mediocre, malsano, miserable a patear), sino que se desvirtúa la esencia misma del ejercicio crítico, del cual se espera, más que la emisión de un juicio puntual, un razonamiento. Razonar los procesos; en mi criterio, ahí está el quid de la actividad crítica hoy. Resolver la tensión entre totalidad y fragmento, en una suerte de combinatoria flexible, que huya del fundamentalismo como de la frivolidad. Lograr consistencia más que densidad; seducción en lugar de sensacionalismo. En la riqueza de sus razonamientos, en lo fundado e intenso de su subjetividad –que puede ser errada en ocasiones, cómo no, Nobody is perfect– radica el valor de un crítico. Por eso, cuanto habría que emprender, siento yo, es el robustecimiento de una obra crítica sobre la base de interpretaciones de los procesos, más allá de las descripciones so pretexto de la dispersión y las carencias de sistematización debidas a la historiografía (esto es: sacudirse la eterna coartada de la discontinuidad); más allá de las evaluaciones festinadas o los dictámenes autoritarios. Y más allá de la dictadura recta de “lo verificable”. La crítica no es Cibernética. Con Internet y la democratización del acceso a la información, se precisa como nunca del discernimiento. Ahora, por ejemplo, se ha extendido, en varias partes, la vieja modalidad del libelo: los ataques personales, las anécdotas sexuales, los intentos de desacreditar escudados en falsos cientificismos y en eufemismos de teoría cultural conocida en solapas;3 cuando no, por medio de “aforismos” digitales que con cuatro o cinco latiguillos suponen que arrasan con la obra de un artista o un especialista.4 A eso no se le hace caso; cada vez la gente tiene menos tiempo para el morbo de la pacotilla y la gacetilla digital. Cuando llegan esos libelos, se recuerda que pulsando nomás una casilla que reza “Eliminar”, la gacetilla va a su sitio exacto: el olvido. La vida no alcanza para conocer y disfrutar la cantidad de obras buenas y probadas, lo mismo de parte del arte que de la crítica (si es que puede separárseles), como para perder el tiempo en tonterías. A esas cosas no se les presta atención porque, primero: águilas no cazan moscas, y segundo: una ventolera (ni un bandolero) no puede con una catedral. Los primeros tres o cuatro días no se habla de otra cosa; a la semana, nadie se acuerda. Entretanto, el camino más seguro parecer ser el del razonamiento y el laboreo sereno; todo lo demás se lo lleva el viento. Alharaca, ruido y no nuez, cotilleo barato. Cuando una crítica a la crítica viene avalada por la sabiduría y la lucidez ajenas al alboroto de las hormonas, resulta siempre bienvenida, porque le hace ver al crítico algo que éste no vio, o que subestimó, y la mirada del Otro lo ayuda, lo auxilia. La buena crítica, la crítica bien entendida, es siempre colaboradora. Aunque esté “en contra”. Si se critica algo con conocimiento de causa, aun cuando se lo haga demasiado resueltamente, nunca se estará “en contra” de un todo. Habría que saber determinar que algunos “en contra” pueden asumirse como “a favor”. El crítico no es el enemigo público. Su herramienta mayor es el poder de la razón, aunque me acusen de cartesianismo demodé. Razón puede ser razón crítica y no conclusión cerrada o geometría estéril. Un muerto se levanta con argumentos; no con manotazos ni estocadas en forma de frases de ingenio como latiguillos aleccionadores, esos que, al espíritu culto, parecen ridículos y tontos. La cultura no es servilleta anacarada o corbata de seda verde; la cultura es un manjar suculento, lezamiano en la misma medida que sabrosísimo: situado frente a él, el diletante se tira a la forma rápidamente invitadora (salmón con piña); pero siempre hay un corredor de fondo que se percata de que las uvas están verdes y que morder una buena guayaba sigue siendo una fiesta a las dos de la tarde. La cena está servida; eso si no llega un peje gordo, bastante más poderoso que el power virtual del crítico, y se lo devora. No ya alguien que se encargue a la voz del enemigo público, sino que se lo cargue. Como en una salvaje película de Peter Greenaway: que se lo trague.