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Muros caídos, Muros erguidos
12March
Artículos

Muros caídos, Muros erguidos

Los muros siempre han existido y, al parecer, continuarán existiendo: unos han caído definitivamente mientras otros permanecen, y hay quienes se empeñan en levantar nuevos. En la Antigüedad sirvieron para proteger a comunidades y naciones del “otro”, casi siempre enemigo. En términos históricos, el primero fue construido alrededor de la ciudad de Jericó aunque el más conocido hoy tuvo casi seis mil kilómetros de largo y ha sido llamado con razón La Gran Muralla, cuyos restos pueden admirarse todavía en lugares cercanos a la ciudad de Beijing y desde cualquier nave espacial. Unos y otros para no dejar salir o entrar, que no es lo mismo pero es igual. El muro es expresión de una ancestral bipolaridad: nosotros y los otros, y símbolo de una de las luchas constantes del hombre mientras haya vestigios de intolerancia, adversidad, choques y confrontaciones en el planeta. Convocados a reflexionar en torno a Después del Muro… cabría preguntarse ¿de cuál muro? Suponemos, gracias a la gigantesca propaganda que acompañó al hecho ocurrido en 1989, que se trata del Muro de Berlín: ése que fue derribado para inaugurar la era de la post-historia como algunos afirmaron luego del célebre enunciado que Francis Fukuyama creara poco tiempo después. Pero si observamos detenidamente el mapa mundial quizás podamos visualizar muros de tanta o mayor magnitud y trascendencia que el de Berlín pero que no gozan de su misma popularidad; por ejemplo, el que los Estados Unidos construye a lo largo de su frontera con México, el que Israel ha colocado alrededor de ciertas zonas y ciudades donde viven miles de palestinos, el que Marruecos coloca sobre las cálidas arenas del desierto para detener y aislar al pueblo saharaui. En su mayoría son de cemento armado, con dimensiones específicas. Y hay otros intangibles como el que Europa teje frente a los inmigrantes de los países africanos y árabes, o el que los Estados Unidos coloca en sus aeropuertos con sus cámaras de detección retiniana y medición de huellas dactilares: todos con el objetivo de controlar los más de ciento setenta y cinco millones de personas que viven fuera de sus hogares –según datos de la ONU de 2002– dispersos y errantes por el mundo, a los que se suman casi diez millones más cada año. El de Berlín ha sido sin dudas el de mayor notoriedad pues significaba la caída de todo un sistema económico y político que hizo de contrapartida al sistema capitalista mundial, y marcaba el fin de la bipolaridad USA-URSS. Por otra parte, emitió señales acerca del fin de la Utopía y de la “entrada” definitiva en el reino de la economía, esa otra “utopía capitalista liberal que se suponía iba a resolver todos los problemas”, como señalara Slavoj Zizek. El 9 de noviembre, y después, muchos celebraron la caída del Muro por diferentes razones aunque pronto algunos comenzaron a dudar de la efectividad del hecho y lo que representó verdaderamente para millones de alemanes, polacos, checoslovacos, rusos, búlgaros, rumanos, húngaros, yugoslavos, que ahora pueden disfrutar de muchas “tiendas llenas de cosas”, según declarara hace poco uno de aquellos ex presidentes socialistas. Confiamos en que no vuelva a construirse otro similar en el viejo continente a pesar de que un nuevo fantasma recorre Europa, igual que hizo el fantasma del comunismo en el siglo xix: el fantasma de la xenofobia, lo cual podría desembocar en la erección de un nuevo muro para frenar, además, el avance del islamismo, considerado ya la segunda religión en Francia e Inglaterra. En 1989 la caída del muro de Berlín coincidió con el fin de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, derribada por su propio peso y por el de la historia, ante el avance indiscutible y modesto de la democracia en el resto del continente. Antes habían caído igualmente los muros dictatoriales de Brasil, Argentina, Nicaragua, Perú, Bo- livia, Ecuador y años más tarde los de Guatemala y El Salvador, los cuales dieron pie en los 90 a una década de transiciones y de esperanzas luego de tantos años de represión, desapariciones, oscuridad, aislamiento, desinformación, desconocimiento. Hasta ese momento América Latina demarcaba un panorama geopolítico controversial y polémico pues México establecía nexos económicos fuertes con los Estados Unidos –cuestionados por otros países de la región– al tiempo que Centroamérica apenas emergía destrozada y hambrienta luego de muchos años de conflictos internos. Colombia, por su parte, lograba controlar las guerrillas más viejas del continente mientras crecía el cultivo ilegal de plantas alucinógenas y el narcotráfico a una escala descomunal dentro y fuera de sus fronteras. Brasil y Argentina comenzaban un lento proceso de recuperación económica que llevaría al primero al nivel de otros países industrializados en el mundo en la actualidad y, al segundo, a una crisis que no acaba de hallar salida propia en el espacio nacional. Venezuela, otro de los grandes latinoamericanos, tomaba un nuevo rumbo liberador desde las filas de su ejército, y desde una amplia base popular, para diseñar un país distinto al que hasta ahora había existido y convocar al resto del continente a unirse en la consolidación de una América Latina como la habían soñado los próceres de nuestras independencias. Por eso no resulta exagerado, y mucho menos un cliché, reconocer el nivel de diversidad y heterogeneidad de una región que se torna múltiple en lo político, lo económico y lo social. Si a ello sumamos –siguiendo la línea de pensamiento de Néstor García Canclini– los grados de sedimentaciones, yuxtaposiciones y entrecruzamientos de las tradiciones indígenas, los hispanismos coloniales católicos, el legado africano y las acciones educativas y comunicacionales modernas, el resultado no puede ser otra cosa que “una de las regiones más estimulantes del mundo”, como afirmara recientemente Noam Chomsky. Para nadie es un secreto que la democratización y modernización en América Latina ha sido un proceso desigual y asimétrico en subregiones como Centroamérica e, incluso, dentro del espacio nacional de países donde coexisten y se superponen tiempos históricos y culturales distintos (algo que ya había inquietado a intelectuales nuestros en el siglo xix) y que, posiblemente, sea así en lo adelante. La década de los 90 apareció ante nosotros como de tanteos y búsquedas en el plano de la integración por primera vez: de ahí que comenzara a vertebrarse un movimiento en la región que incluía a las islas del Caribe también. Son éstas precisamente las que se organizan primero a través del CARICOM, bloque regional dispuesto a establecer vínculos entre decenas de pequeñas y recién estrenadas naciones y a quebrar el muro de la balcanización, diseñado, financiado e instrumentado por los Estados Unidos y Europa a lo largo de los siglos xix y xx. Con posterioridad surgen otras entidades con iguales fines integradores en la tierra firme continental como resultado del tránsito democrático y la irrupción de una nueva izquierda con mayor peso en lo político e ideológico: Mercosur, CAN, ALBA, Unasur, PetroCaribe, un Banco regional capaz de hacer frente a la hegemonía tradicional del FMI y el Banco Mundial de Desarrollo, y una nueva moneda, el sucre, para las transacciones financieras en contraposición al predominio histórico del dólar estadounidense. ¿Qué pensar entonces de nuestras identidades como países, naciones, de su constante reconfiguración y recomposición ante estas nuevas señales emitidas en una situación inédita como la que vivimos hoy? América Latina se enfrenta a un desafío gigantesco como aquel experimentado por nuestros libertadores en el siglo xix pues se trata ahora de una segunda, no sé si la última, oportunidad sobre la Tierra para alcanzar la plena independencia como naciones libres e implementar la modernización tantas veces aplazada sin que se disuelvan nuestras identidades culturales específicas. Si nos proponemos como región destruir el muro de la balcanización americana, debemos ser conscientes de que persisten otros: los de la ignorancia y el desconocimiento que tenemos de nosotros aunque ahora experimentemos un flujo mayor de comunicaciones gracias a mejores contactos personales y por vivir en lo que se conoce ya como la “era Google”. El diálogo entre nuestros países, entre nuestras culturas locales, es parte de ese desafío, así como el diálogo entre nosotros y el resto de las culturas del mundo, lo cual pudiera dar lugar a una nueva Babel en la historia de la humanidad, sólo que esta vez mucho más rica y consciente ante la posibilidad de ser construida en armonía con nuestros propósitos de convivencia global. Ahora bien, las estrategias políticas y económicas actuales que se han trazado en algunas zonas de la región latinoamericana, con fines integracionistas, no implican necesariamente la construcción de discursos similares en el arte puesto que tales estrategias casi siempre llevan implícito la noción de metarrelatos, por lo general de signo dominante, que el artista se resiste a asumir en estos tiempos postmodernos donde el mestizaje, las hibridaciones, la transdisciplinaridad y, sobre todo, el relativismo ocupan lugares importantes. La geopolítica está mejor demarcada ahora, o se perfila más claramente, en el concierto de naciones latinoamericanas, pero no encuentra acciones especulares en las prácticas artísticas actuales nuestras porque en el arte influyen otros mecanismos. Nuestros artistas habían asumido posturas modernizadoras –incluso postmodernizadoras– mucho antes de que los políticos tomaran conciencia de sus respectivas realidades locales, regionales, y del fenómeno de la globalización. Ellos se ubicaron en el espacio moderno hace casi 30 años –antes de la caída del muro de Berlín– cuando comenzaron a cuestionarse, entre otras, las nociones de subalternidad, centro, periferia, e insertarse críticamente en sus contextos con el fin de deconstruir las enraizadas bipolaridades norte-sur, popular-culto, tradicional-moderno, na- cional-universal. La geopolítica en el arte alcanzó otra dimensión a partir de una conciencia más clara del rol del artista en la esfera pública, en el espacio local y en sus vínculos con otras culturas a nivel global. Geopolítica es un término muy amplio que, a veces, deja fuera otras voces dentro del gran concierto de expresiones del imaginario popular que nos caracteriza como países, regiones y subregiones heterogéneas. Geopolítica en arte es un enunciado complejo, contradictorio si se quiere, debido al movimiento cambiante de las prácticas artísticas de las últimas décadas. No debemos olvidar que el mapa ideo-estético cambia constantemente pues ideas y proyectos que surgen en cualquier rincón del mundo son de inmediato conocidos y asumidos, críticamente o no, por artistas e instituciones en todas partes. Muchas posturas sobre esta nueva realidad cobraron fuerza en algunas instituciones latinoamericanas, especialmente en la Bienal de La Habana, cuya segunda edición en 1986 integró en su estructura –por primera vez a nivel global– expresiones y prácticas artísticas de tres continentes y de otras regiones geográfico-culturales a una escala nunca antes concebida, que luego articuló y expandió mediante un concepto curatorial definido en su tercera edición de 1989. La Bienal de La Habana redimensionó el intercambio y el diálogo entre artistas y expresiones gracias a una estructura inclusivista en la que tomaban parte todos aquellos matices de la visualidad y el imaginario colectivo, desde las artesanías hasta las artes ambientales como la arquitectura y el urbanismo. Los artistas participantes, junto a expertos de toda la región y de más allá, se convirtieron en una especie de conciencia crítica de lo que estaba ocurriendo al operar dentro de una nueva estructura de intercambio y confrontación como resultó ser la Bienal. Su funcionamiento contribuyó al quiebre de los modelos hegemónicos de poder cultural en este tipo de evento, al brindar espacios para una mejor comprensión de nuestros procesos tanto locales como regionales y globales. El muro de la “localización” del arte latinoamericano y tercermundista –aun cuando contenía oquedades producidas en determinados momentos del siglo xx por donde se colaron vientos modernizadores indiscutibles– comenzó a derrumbarse en La Habana meses antes de la caída del muro socialista europeo, y casi a la par de que se celebrara en París la megaexposición Les magiciens de la Terre: ésta, junto a la Bienal de La Habana han sido reconocidas como los eventos más trascendentes de ese período del arte contemporáneo a nivel global. Mientras Europa volvía a “descubrir” no sólo a los latinoamericanos sino también a africanos, asiáticos, árabes, en la cita de París, La Habana los ubicaba en los circuitos internacionales, provocando con ello un cambio en la percepción de nuestras expresiones y singularidad aunque el efecto de nuestras acciones fuese modesto en aquel momento por hallarnos en una pequeña isla del Caribe, alejados de los centros de poder hegemónicos. Lo cierto fue que, en alguna medida, nos adelantamos a procesos que hoy los políticos nuestros se empeñan en llevar a cabo. Una vasta zona del arte latinoamericano recibió un impulso notable hacia finales de la década de los 80 cuando la postmodernidad arreciaba en todo el mundo. Se produjo un movimiento expansivo a través del cual los discursos artísticos desbordaron sus propias fronteras motivados, entre otras razones, por la búsqueda de una audiencia mayor a la que habitualmente se dirigían. Los artistas propusieron indagaciones y experiencias fuera de los límites de las tradicionales instituciones artísticas y lograron, en muchos casos, que la ciudad se convirtiera en uno de los escenarios preferidos para la confrontación y el debate. Si repasamos desde entonces hasta hoy los temas abordados por numerosos artistas latinoamericanos observaríamos la vastedad y heterogeneidad de los mismos. Esto nos permite comprender alguna de las causas de esa expansión que nos ha otorgado una mayor visibilidad en el panorama internacional y que, a su vez, ha remapeado la imagen de nuestra producción simbólica. Migraciones (Kcho, Marcos Lora, Antonio Martorell, Sandra Ramos, Albert Chong, Marcos Erre, Allora y Calzadilla); marginalidad social (Paz Errázuriz, Miguel Río Branco, Roberto Diago, Las yeguas del Apocalipsis, Marcia Schwartz, Alejandro González Aziz+Cucher); globalización económica (Marcelo Boullosa, Marcelo Cipis, José Guedes, Abel Barroso, Ricardo Benaím, Pablo Helguera); pobreza (Robert Stephenson, Raquel Schwartz, Paolo Gasparini, Esso Álvarez, Edgar Moreno, Sergio César, Ricardo Lanzarini, Elson Barrantes); violencia enraizada y actual (Doris Salcedo, Rodrigo Facundo, José M. Echevarría, Sirón Franco, Oscar Bonny, Brooke Alfaro, Isabel Ruiz, Regina José Galindo, Verónica Riedel, Carlos J. Molina); epidemias (Fernando Arias, Víctor Vázquez); crisis ecológica (Nicolás G. Uriburu, Víctor H. Irazábal, Nan González; Luis F. Benedit); religión y poder (Nelson Garrido, Kuki Bensaki, León Ferrari); memoria individual y colectiva (Luis González Palma, Rosangela Rennó, Roberto Huarcaya, Carlos Garaicoa, Oscar Muñoz, Lucía Chiriboga, Eustaquio Neves); apropiaciones y entrecruzamientos culturales (Fulvia Marchezi, Nadin Ospina, Rosana Fuertes, Peter Minshal, Marcos López, Pepón Osorio, Patrick Hamilton, Pablo Siquier, Adriana Varejao, Fernando Bryce, José Patricio); el cuerpo (Raúl Stolkiner, René Peña, Teresa Margolles); conducta individual y responsabilidad social (Tania Bruguera, Guillermo Gómez Peña, Santiago Sierra, Javier Téllez), representan algunos de esos temas. La lista podría tornarse demasiado larga si añadimos, entre otros más, lo público y lo privado, configuraciones de la sexualidad, neocosmopolitismo, inserción social del arte, integración y resistencia, arte y vida, nación y diáspora, estrategias de representación: algo inimaginado sólo unas pocas décadas atrás. En la década de los 80, donde lo local comenzó a definirse más claramente desde los discursos y estrategias globales en el arte, se consolidaron las bases de la situación que hoy vivimos. Las interconexiones entre ambos polos –a las que añadiría lo regional como un tercero para propiciar un espacio verdaderamente multipolar– han producido obras que contienen en sí mismas varios discursos a la vez. Vivimos un proceso de revitalización que busca, sin proponérselo programáticamente ni mediante “manifiestos”, la reconstrucción de nuestras identidades culturales ya que el artista latinoamericano tiene hoy mayor conciencia de su realidad local, de su país y del planeta en el cual vive. Está más preparado para esclarecer su rol individual y su responsabilidad social en cualquier contexto pues éste se ha expandido también a la par de su práctica artística: su contexto hoy es esencialmente cultural, de amplia resonancia y registro, más allá del lugar en que habita gracias a la fluidez de las comunicaciones globales pero su pueblo, su ciudad, su país, su región, tienen un peso en su producción, aunque algunos lo ignoren. En la mayoría de los países de la región, con excepción tal vez de Brasil, se advierte el impulso dado al arte por las diferentes modalidades de contextos sumidos en viejos, dramáticos y complejos problemas ya que, al decir de Ivo Mezquita, “la formación del arte brasilero contemporáneo es completamente distinta a la de cualquier otro país latinoamericano” tal vez por no poseer esa “trágica sensibilidad de nuestros vecinos hispanos” y haber aprendido a “reírnos de los otros y de nosotros mismos”, que es lo que lo hace verdaderamente diferente, sin dudas. Estos vecinos hispanos aprendimos mucho de aquellos inicios de la modernidad brasilera cuando ésta se enraizó en la década del 20. Y también cuando en medio de una dictadura militar durante los años 60, sus creadores aportaban a la cultura latinoamericana y universal el bossa nova, el tropicalismo, el cinema novo, la nueva objetividad, el arte postal, las tendencias desmaterializadoras en el arte, y un buen número de objetos y ensamblajes, instalaciones, happenings. Esa vocación de Brasil, y de otros países de la región a lo largo del siglo xx, para estimular una producción cultural propia en sintonía y relación con otras culturas del mundo, es uno de nuestros grandes rasgos distintivos. Mientras en buena parte de Occidente, el arte se mide hoy por la cantidad de miles y de millones de dólares que alguien paga por obras de Damien Hirst, Jeff Koons, Murakami, o Andreas Gursky, en Latinoamérica son muchos los artistas que se interesan por actuar como una especie de “conciencia crítica”, actitud tan alabada por el pensamiento radical y progresista de la intelectualidad europea de la segunda mitad del siglo xx. Cada vez más elaboran sus discursos sobre la política –incluso, desde su propio cuerpo– a partir de un arte de inserción social amplia, que por momentos se aproxima a un activismo generador de encendidas polémicas. Esto se observa claramente en Cuba desde la década de los 80 y en ciertos grupos de México, Colombia, y en colectivos brasileros de creación que, según Brian Holmes, son capaces de concebir “dispositivos estético-políticos de encuentro y confrontación...”. Para ello recurren al performance, al video, al arte de acción y todo aquello capaz de vehicular y visibilizar una conducta que lleve implícita una ética del comportamiento y una estética de la conducta, opuestas en cierto sentido al formalismo tradicional cuyos puntos de apoyo, como sabemos, son el canon clásico y el aura inmanente a toda obra de arte. El grado de politización de nuestros artistas y sus obras es mayor hoy con respecto a cualquier época anterior, incluso aquella de los años 20 cuando aparecieron por primera vez en nuestras pinturas los campesinos y obreros, explotados y explotadores, pobres y ricos, negros y blancos, indios y mestizos. Los variados e increíbles problemas sociopolíticos de nuestros países y de nuestra región son ahora referente obligado para muchos artistas sin que por ello haya sido necesario articular estrategias comunes o modelos de integración a la manera de los políticos. En el arte contemporáneo latinoamericano surgen focos de resistencia a la banalidad de la industria cultural, de los medios de comunicación y del entretenimiento y, principalmente, a la globalización ideológica que intenta homogeneizar la mayor cantidad de realidades y contextos a pesar de que, como señaló Donald Kuspit: “la homogeneidad hoy es una ilusión”. La globalización ha creado el mito, entre otros, de que todo aquel que no participe de ella queda automáticamente fuera de la historia, del mundo. Pero: ¿de cuál mundo?, ¿de cuál historia? Con toda probabilidad el mundo hegemónico de siempre, la historia de siempre. Lo que quizás resulte beneficioso para la economía no necesariamente lo es para la cultura. Si analizamos la transferencia de tecnologías y capitales en nuestros contextos, vemos que actúan como burbujas de cristal, torres de marfil, de aluminio y acero, cuyo ejemplo más palpable son las maquiladoras. Por el contrario, los intercambios, la información, los cruces interculturales, en la esfera del arte se desarrollan por otras vías, entre ellas las de cara a cara, las cuales representan niveles de contaminación beneficiosos para nuestras prácticas artísticas. Desde hace tiempo aprendimos a no dejarnos “comer” por nada ni por nadie gracias al sentido “antropofágico” que nos legó Brasil: tal conciencia para comer y digerir alimentos resulta provechoso para nuestras almas y espíritu, vengan de donde vengan. Afirma Carlos Jáuregui que: En la escena caníbal el cuerpo devorador y el devorado, así como la devoración misma, proveen modelos de constitución y disolución de identidades. El caníbal desestabiliza constantemente la antítesis adentro/afuera; el caníbal es –parafraseando a Mijail Bajtin– el cuerpo eternamente incompleto, eternamente creado y creador […] El canibalismo ha sido un tropo fundamental en la definición de la identidad cultural latinoamericana desde las primeras visiones del Nuevo Mundo como monstruoso y salvaje hasta las narrativas y producción cultural de los siglos xx y xxi en los que el caníbal se ha redefinido de diversas maneras en relación con la construcción de identidades (pos)coloniales y posmodernas. La globalización funciona más como ese escenario virtual en el que elaboramos algunas de nuestras prácticas artísticas locales, donde nos sentimos mejor para “comer” mientras el escenario real sigue siendo el de nuestros difíciles contextos. Nuestro arte se ha expandido notablemente pero no se ha desterritorializado como algunos sospechan. Lo único desterritorializado es la globalización, donde en apariencia no existen muros y sí un secreto reordenamiento de las diferencias y las identidades con el fin de controlarlas. La globalización hoy es la mainstream de años y décadas atrás, alterada considerablemente por la irrupción de nuevos componentes locales y regionales. Después de 1989 se multiplicaron los eventos internacionales por casi todo el planeta en un intento por ponernos al día e ir eliminando gradualmente el aislamiento. Las bienales se convirtieron en la punta de lanza de este movimiento hacia adelante –Cuenca, Santo Domingo, MercoSur, Ushuaia, Bienal del Istmo Centroamericano, Curitiba-Ventosul, Trienal de Chile– aunque este proceso haya generado su retórica, un discurso homogeneizante a nivel institucional y una euforia entre los artistas al haber aumentado sus niveles de reconocimiento. Pudiera decirse que a partir de ellas surgió una especie de “lengua común” a nivel creativo y a nivel curatorial que nos permite hablar y entendernos mejor: la cara infeliz de esta nueva situación fue el préstamo indiscriminado de artistas entre los diferentes eventos, y el hecho de que algunos curadores encontraran facilidades enormes para su trabajo pues con sólo trasladarse de una ciudad a otra “resolvían” el complicado asunto de la “selección”. Es cierto que ahora nos conocemos más al ver quebrados tantos muros de la desinformación y del olvido, y sentir cómo se multiplican nuevos centros en los que se advierten las mutaciones sufridas por lo local, lo regional, lo global. El desafío mayor siguen siendo la política y el mercado, tanto para los artistas como para los curadores, los críticos y las instituciones: a ello añadiría la sobreabundancia de arte. En todos nuestros países crece día a día la cantidad de artistas, la cantidad de obras y, en algunos, la cantidad de eventos e instituciones. Nuestros artistas viajan lo mismo dentro de nuestra región que hacia los antiguos centros metropolitanos de poder cultural, creándose así una actitud de toma y daca, una cultura del comer y el ser comido sin prejuicios, con total libertad aunque las mesas y las vajillas que encuentran en ciertos países sean más atractivas que en otros. El mapa del arte latinoamericano está cambiando al manifestarse estructuras más abiertas y cambiantes, pero no creamos por ello que la cartografía pasará a ser cosa de museos, como algunos vaticinan. Nuestros países comienzan a cobrar también una mayor conciencia de sí mismos, de su historia, de sus circunstancias, de su geografía. La deconstrucción y fractura del canon occidental, en la que participamos hoy, transcurre principalmente en un nivel intelectual que no resta sentido y significación a nuestros territorios naturales. Cuando hablamos de países concretos sabemos perfectamente a qué nos estamos refiriendo pero cuando hablamos de arte latinoamericano el diálogo se torna complejo ¿de cuál arte hablamos? ¿El que se produce en el norte de México o en el sur? ¿En Fortaleza o en Porto Alegre? ¿En Cali o en Bogotá? ¿En La Habana, Lima, San Juan, Quito, Buenos Aires, Caracas, San Pablo? Ante tal heterogeneidad, el análisis de lo local cobra mayor importancia por lo complicado que resulta fijar las coordenadas básicas de la vasta producción artística regional, y más cuando hemos visto resquebrajarse, luego de la caída del Muro de Berlín, el estereotipo del “arte latinoamericano”. Los muros, por suerte, no han servido para definir procesos. Su existencia se debe más a accidentes desagradables o trágicos en la vida de cualquier sociedad, a la necesidad de controlar o para advertirnos que, como dijera Hamlet, “hay algo podrido en el reino de Dinamarca”. Hoy vivimos una América Latina sin muros aparentes, redefiniéndose año tras año en medio de transformaciones democráticas (a pesar del penoso incidente sufrido hace poco en Honduras), en diálogos intergubernamentales, rearticulándose en bloques subregionales ante el difícil reto de la unidad continental, comunicándose en una lengua común donde se hacen notar los diferentes vocablos, acentos y tonos que la componen. Es casi imposible hacer vaticinios de lo que ocurrirá en los próximos tres o cuatro años debido a la velocidad de los cambios y transformaciones que operan. Podrá, incluso, haber retrocesos en lo social y político pero no en el arte: los procesos y operatorias artísticas se construyen y reconstruyen a mayor velocidad que en otras esferas de la vida. La geopolítica tradicional no parece aplicable al expandido campo del arte de nuestra heterogénea región pues estamos descubriendo día a día la compleja realidad de nuestros países dentro de sus propias fronteras y fuera de ellas. Todo o casi todo está por decir en Latinoamérica a partir de una nueva imagen que se halla en plena mutación. Quizás tenemos por primera vez la responsabilidad de inventar la realidad de nuestros países cuantas veces sea necesario, antes que otros lo hagan. Aprendamos a hacerlo más rápido y mucho mejor que cuando lo hicieron aquellos europeos que arribaron a nuestras costas hace poco más de 500 años. La Habana, octubre de 2009

JORGE ALBÁN
Para no olvidar, 2007 / Juego de mesa / Table set

ERNESTO LEAL
Elliptical life, 2009 / video-instalación / video-installation

RAÚL ESTRADA
Bajo presión, 2008 
Tejido tradicional guaniquiqui / Guaniquiqui traditional fabric

COLECTIVO LA LIMPIA
Movilizaciones, 2007
Instalación / Installation / Dimensiones variables / Varied sizes

Mística, 2007 
Acrílico sobre lienzo
160 x 118 cm