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PLANTÍGRADOS EN LA HABANA
14February

PLANTÍGRADOS EN LA HABANA

Cometí el error de comentar a mi hija que iba a tener una mañana libre para dedicársela a ella: la llevaría a ver unos osos. Agregué, para mayor embullo de su parte, que iban a ser alrededor de cien.

Dos meses atrás la había llevado al zoo de Nuevo Vedado, y aunque nos juraron que allí había un espécimen de la familia ursidae sobreviviente a cuanta porquería le tiran los visitantes y a cuanto vegetal le suministran los cuidadores —para los osos una porquería más—, el mastodonte no apareció ante nuestra vista, ni siquiera se asomó a saludarnos.

Dije error porque en aras de que la chama se entusiasmara de veras, la dejé soñar con toda una manada de fieras sueltas en un bosque —«en una nevera» dijo ella—, los imaginó polares. Y la noche anterior a la excursión por poco no duerme ni me deja dormir haciéndome preguntas. Yo, en aras de no subestimarla, recurrí a mi sapiencia wikipédica para decirle que «los incisivos de dicho carnívoro son elongados, los primeros tres premolares se encuentran reducidos o ausentes y los molares poseen una corona ancha y baja apta para una alimentación omnívora».

Juro que cuando terminé la frase mi hija me lanzó una mirada omnívora. Antes de buscar en el diccionario reúna mejor a su prole, suéltele la misma trova, y verá si tengo o no razón.

Vale agregar que ostenta una gran cabeza, orejas pequeñas, redondeadas y erectas, ojos pequeños y un cuerpo pesado y robusto. Y sigo hablando no del oso, sino de mi infante, a la que su mamá le da de comer, posiblemente, lo que no consume un animalito en todo un mes de ayunas en el hostal de 26 y Avenida del Bosque. Y lejos de poseer dudas por las palabrejas antes mencionadas, me conminó a que siguiera contándole sobre el cuadrúpedo, peludo como su progenitor. Y yo, para ver si reinaba la concordia, osé —nunca mejor usado el verbo— explicarle que la existencia de ese salvaje se registra «en Europa desde el Mioceno medio hasta la actualidad, en América del Norte desde el Mioceno tardío hasta el presente, en Asia desde el Plioceno hasta hoy, en América del Sur desde el Pleistoceno hasta hace un rato y en África solo en el Plioceno».

El rugido que se oyó no provino de una cueva, sino de la cocina. Mi mujer me imploraba piedad para con la pequeña homo sapiens que habíamos engendrado. Y estuve a punto de pedir perdón a nuestro retoño si no llega a ser porque descubrí que había cerrado los párpados con una expresión cercana a estremecimiento. Le di un beso en la frente, le deseé felices pesadillas, y le pedí mucha suerte ante mi enfrentamiento con la bestia que me acechaba… en el cuarto.

Al otro día, con simpar ilusión —e inigualable sueño, como era de esperar— partí con mi hija, quien hubo de señalarme, elongación de dentadura mediante, que la 27 hacia el zoológico era la que iba para allá y no para acá, y entonces le confesé que nos dirigíamos hacia la Habana Vieja y que le tenía una sorpresa tan mayúscula como los dos metros de altura y quinientos kilogramos de peso de esos mamíferos que se pasean apoyando toda la planta de sus extremidades. Mas no la convencí —tiene los pies mejor puestos en la tierra que su papá—: se pasó todo el viaje muy a punto de saltar sobre su presa, que ese domingo era yo, porque la madre se quedó en el cubil.

Y cuando ya nos adentrábamos en la Plaza de San Francisco de Asís y soñaba que cuando mi hija se diera cuenta de que estos osos no eran los que habitualmente ella veía en su televisor panda, sino plásticos, y conformaban la exposición itinerante United Buddy Bears, me mirara atravesado y me demandara volver a casa —podría yo hibernar por fin hasta el próximo verano—, mi osezna, con la mejor de sus sonrisas me abrazó y me dijo: «¡¡¡Gracias, papi, qué lindos están estos plantígrados!!!».