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El arte de la falacia
07July
Artículos

El arte de la falacia

La inmortalidad es el juicio eterno
Milan Kundera

 

¿Por qué Warhol tiene más vigencia que Beuys? ¿Por qué las dos caras de una misma moneda ilustran el proceso de intercambio que experimentan nociones tan dispares como esencia y apariencia? “Auto verde en llamas I” (1963) es la pieza de Warhol por la que más se ha pagado hasta el presente: 71,17 millones de dólares en 2007. Pero su arte devino tan enigmático como su vida. Andy nunca se casó ni tuvo hijos. Ni siquiera le interesó adoptar criaturas abandonadas ante las cuales poder quitarse el maquillaje de iceberg pop. Bueno, por algo no se registraron pleitos legales por atrapar una tajada de su herencia. El Warhol-retratista de banqueros, marchantes y millonarios consiguió distinguir su ambición: que se invirtieran todas las ganancias en asegurar su inmortalidad.

Beuys realizó diversas acciones que lo hicieron famoso: en Aquisgrán transformó una agresión en un acontecimiento profético/religioso, intervino en el réquiem para un ratón domesticado que acababa de morir (“Unidad de aislamiento”) junto al performer norteamericano Terry Fox, en 1970, y le explicó el significado de sus dibujos a una liebre muerta que arrulló en los brazos. También habló con abejas y ciervos. Aunque sus extravagancias propiciaban efectos de choque anti-glamorosos. ¿Por qué negarse a ver la ciudad que le arrebató la hegemonía del arte moderno a París? Recordemos que en 1974 viajó a Nueva York en una camilla de enfermo con el rostro tapado, para ir en una ambulancia directo a la René BlockGallery donde haría la acción del coyote. Al concluir el motivo de su visita, se marchó repitiendo la solución de la llegada.

 

“Pienso que esta liebre puede conseguir mayores logros para el desarrollo político del mundo que un ser humano. Me gustaría elevar el status de los animales al de los humanos”. (Joseph Beuys)

El impacto de las actitudes de Beuys no estaba diseñado para acaparar los cintillos de la prensa amarilla. Era un dramatismo conceptual inepto para consumirse en la farándula del arte. Hasta sus excentricidades performáticas contienen un trasfondo agónico que obligan al exorcismo liberador. La esencia de su proyecto sociopolítico nada tiene que ver con esa mezcla de superficialidad, egoísmo y especulación financiera latentes en el mundillo artístico. Trabajar con los medios del arte y no para los medios publicitarios constituyó una postura radical que nunca abandonó. Sólo esta concesión warholiana le garantizaría una resurrección massmediática.

En el vórtice de su poética cuestionadora, Beuys intenta fulminar a quien impone una severa tutela con la rémora de su silencio: “Duchamp no es digno de atención ni de crítica. Hay que tomarlo tal cual es, como objeto de arte que tiene su sitio en el museo. Mis obras, por el contrario, son herramientas que propician el debate y la discusión”. El concepto ampliado del arte, como perenne motivo de discusión, soslaya la visión duchampiana del acto creador, donde el artista va desde la intención hasta la realización a través de una cadena de reacciones totalmente subjetivas. Según Duchamp, existe un vacío que se expresa como una relación aritmética entre lo pensado pero no expresado y lo expresado involuntariamente.

Beuys niega a Marcel Duchamp sin mencionar a Picasso en el papel de antagonista simbólico. Semejante a Warhol, el gurú que perteneció a las juventudes hitlerianas “admite sin declarar” que el creador de “El Gran Vidrio” representa al artista antiburgués por excelencia. El “todos podemos usar un urinario” que emana de la “Fuente”(1917) de Marcel encuentra su traducción en el “todos podemos ser artistas” que Joseph pide prestado a su compatriota el pintor y grabador Alberto Durero (1471-1528). Algo menos soñador y más irónico propone Warhol: “Todos podemos tomar Coca-Cola. Desde una prostituta hasta el presidente de los Estados Unidos”. Una frase que se pega como el estribillo de una canción hecha para ser repetida por gente hipnotizada ante el truco de la igualdad.

Al fustigar la sobrevaloración del silencio duchampiano, Beuys dejó escapar la peste del ego teutónico. Un desahogo ideal para exhibir esa soberbia que Marcel humilde en apariencia impugnaba como el vicio fatal de los artistas. En cambio, Warhol mantiene la serenidad. Reconoce que tanto Duchamp como Greta Garbo o las películas de clase B lo marcaron profundamente. Al compás que descarta poses radicales, logra epatar con la frivolidad de un sarcasmo: “Comprar es más americano que pensar y yo soy el colmo de lo americano”. De su relación con Pablo Picasso, Andy sólo recuerda una verdad absoluta: “Paloma” (nombre de la esposa del afamado pintor y escultor).

Para muchos observadores, la tríada Duchamp-Warhol-Beuys es el eje alrededor del cual gira casi todo el arte contemporáneo facturado en las últimas décadas. Sin embargo, el retiro voluntario de Duchamp como máximo responsable de la revuelta artística del siglo xx no interesa a quienes sitúan el chisme como mercancía por encima del rumor como idea. Una razón de peso para que el artista empresario prevalezca sobre el artista etnógrafo. La importancia de activistas políticos como Martha Rosler, Krysztof Wodiczko o Guerilla Girls en la historia del arte conceptual no es decisiva para quienes se refugian en la banalidad de una sentencia de Gastón Bachelard: “Las imágenes son más fuertes que las ideas mismas”.

Ya es una minoría quienes sienten nostalgia por conceptualistas al estilo de Hans Haacke, Daniel Buren o Chris Burden empeñados en procesar ideas sin replegarse a la cómoda opción de vender. Ahora cualquier productor visual (alto o bajo) añora y hasta puede vivir del engranaje artístico-comercial. Incluso en países tercermundistas con una precaria dinámica de mercado estatal o alternativa, siempre aparece un coleccionista o un comprador de una institución cultural dispuesto a adquirir invenciones ajenas al masaje retiniano.

Se ha vuelto una costumbre santificar a Warhol en menosprecio de Beuys. Lo indiscutible es que Andy Warhol está más vivo que nunca. Basta hojear revistas de arte influyentes del mainstream para comprobar la desvalorización sufrida por el legado mito poético de Joseph Beuys. La prédica romántica del compromiso ético pierde fuerza debido a su inutilidad en el contexto del producto global. El aura fría de Andy como emblema pop suplanta la calidez como residuo antropológico que proviene de los materiales y herramientas que Joseph manipulaba en sus intervenciones.

Damien Hirst (Bristol, 1965) constituye un híbrido estratégico de la trilogía Duchamp-Warhol-Beuys. Si algunos consideran que Beuys es la esencia-dura y Warhol la apariencia-suave, Damien procura ser beuysiano en apariencia y warholiano en esencia. Es decir, fundir los opuestos cómplices y diluirlos en un arquetipo moldeable a los tiempos que corren. Con sus ventas astronómicas de animales embalsamados mediante la complicidad del recipiente escultórico y la ciencia, Hirst simboliza al antirromántico convencido de que también el arte trata acerca del dinero y que éste es una cosa importante (o de urgencia) para la vida.

¿Sería posible refutar tan demoledora evidencia?

En una reflexión sobre el intenso romance entre arte y dinero, el crítico y curador Massimiliano Gioni manifiesta: “No importa si el artista coquetea con el dinero o si se prostituye completamente, porque el buen arte tiene el poder de llevarnos a otro lugar, en el mismo instante en que se sumerge en el presente”. El asunto reside en que las series de esculturas, instalaciones y pinturas de Hirst descienden a la profunda inmediatez de un proceso que el historiador del arte Michael Baxandall describe en los siguientes términos: Las obras de arte son depósitos de la experiencia social, y como tales “fósiles de nuestra vida económica”.

La trayectoria del ex-young british art se lee como una novela por entregas. Damien Hirst es el crédito que aparece junto a una vitrina llena de formol con un tiburón muerto dentro. “La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo” (1991) es el sugerente título de la pieza clave de quien fue descubierto en el momento adecuado por el magnate de la publicidad y coleccionista Charles Saatchi. Una perspicacia que sirvió de oportuno intercambio legitimador entre el sujeto que firma la obra y el marchante que la elige y potencia valiéndose de su mediática fortuna.

Hirst conquistó tal posicionamiento económico en el transcurso de los años noventa que le permitió recomprar las obras vendidas a su descubridor. El litigio estalló en 2001 debido a la forma en que eran exhibidas en la galería londinense de Saatchi. Según un cable de prensa reproducido por un diario madrileño: “El artista quería que sus vitrinas-celdas con fragmentos y cuerpos de animales disecados se mostrasen en espacios enormes y que no estuvieran junto a piezas de otros escultores”.

Damien cristalizó el sueño de todo productor: “recuperar sin tocar” el fetiche-testimonio de su lucha por adquirir notoriedad y, por supuesto, se ofreció un banquete de vanidad desafiando a ese señor que “solo reconoce el arte con su cartera” llamado Charles Saatchi. Por otro parte, resultó muy alentador ver cómo surgió alguien capaz de retar públicamente al exterminador de voces críticas autorizadas que tantos escaladores del mainstream añoran deslumbrar.

En torno a la única pieza que no pudo arrebatarle a su antiguo promotor, Hirst ha expresado: “Creo que el tiburón representa aquella vieja idea victoriana sobre atraer tú al mundo en lugar de que tú vayas hacia él”. Dicho argumento posee una convincente sencillez filosófica. ¿Quién no se encantaría de la agresiva belleza de un tiburón tigre que ya no ofrece peligro? ¿Acaso no bastan los 12 millones de dólares ofrecidos por el coleccionista Steve Cohen (propietario de SAC Capital Advisors en Greenwich, Conneticut) para su restauración cuando fue subastado por el mismo Saatchi en el 2004?

Entre lo frívolo y lo antropológico, este artista empresario obsesionado con la muerte encarna una ilusión de la multitud: admirar la distracción de un mortal que alcanza cuanto se propone sin derrochar un esfuerzo físico e intelectual fuera de lo común. Un fans delirante aseguraría que dormir la siesta en un limbo escatológico es el preludio a la metamorfosis donde las costillas de una oveja amanecen transformadas en billetes.

El consumo de la visualidad truculenta a gran escala permite que una propuesta como la de Hirst acapare la atención del público y la crítica siendo el artista vivo más poderoso del mundo y, a la vez, personificar esa noción contemporánea de “eternidad imputrefacta” donde subastas y ferias juegan un rol determinante. De esta manera, cuanto sucede en torno a él se convierte en noticia. En una ocasión, la empleada de limpieza de una galería barrió una instalación de Hirst creyendo que eran desechos del vernisagge inaugural. Tan prefabricada y burda maniobra fue reportada al día siguiente por la BBC de Londres.

De nuevo ostenta una absurda validez aquella sentencia de Warhol que, en su momento, se tomó como otra frase sensacionalista de quien se fue convirtiendo en el “médium” de los medios: “El mal no existe; el bien está donde dice la prensa”.

A principios de este año, el artista Michael Landy concibió el proyecto “Art Bin” (Cubo de basura del arte). La ocurrencia consistió en instalar un depósito transparente en la South London Gallery transformada en un basurero del arte. Para ello, se convocó a renombrados y desconocidos artistas con el fin de donar obras suyas que consideraban fallidas. Por lo que esculturas de Tracey Emin, lienzos de Gary Hume o un autorretrato del legendario Peter Blake se acumularon para ir a parar a un vertedero municipal.

Un donante que no podía faltar al show de Landy era Damien Hirst, quien entregó dos pinturas de cráneos ejecutadas por sus asistentes en materia pictórica. Como se percibe, hay un estrecho vínculo entre la basura y este destructor de jerarquías estéticas que aseguró a una periodista mientras arrojaban las donaciones al vertedero: “Pero nada es suficientemente bueno como para que no tenga cabida allí”.

Contra la persistencia del artificio, el arte se funde con la vida de un modo casi brutal. El temor al fracaso y la ilusión de pisar la alfombra roja encandila a los imaginarios críticos más lúcidos del nuevo milenio. Tal vez sin pretenderlo a conciencia, Duchamp instauró el gesto de provocar como la solución para la ansiada comunión entre el arte y el mercado. Nadie se imagina cuántos impostores provenientes de todos los confines del universo se aprovechan de su travesura-comodín que borró los límites entre el arte y el no-arte, para brindarle a la producción visual un aire capaz de trocarse en asfixia.

Es cierto que Beuys mostró las grietas de una posguerra fragmentada en tradiciones empeñadas en separar el arte y la vida, desde posiciones ancladas en un marasmo institucional. Ahora, ¿qué significan las implicaciones humanistas de la plástica social, ante la indiferencia de quienes subestiman como auténticos valores económicos la fórmula donde “CAPITAL” no es dinero sino producto de la capacidad? La gracia para despistar es algo más que una habilidad estratégica. Quizá por eso Beuys jamás trató de incitar la risa y se aferró al dilema de la (su) historia como salvamento definitivo.

No hay misterio mayor en la vida de Warhol que la causa de su muerte en 1987 producto de una operación de vesícula mal resuelta. Así los cazadores de ganchos periodísticos se encargaron de ultimar el hecho consumado: “¿Tendría SIDA en realidad? ¿Habrá sido un descuido fortuito del New York Hospital?”. Luego se comentó que pudo ser un asesinato por temor a una nueva boutade que invalidara los precios que había alcanzado su obra. Al final, el camaleón de las quinientas pelucas y una sola mirada retorna de la inmortalidad como la pesadilla del sueño que se afanó en construir.

En tanto, el fallecimiento de Beuys ocurrido un año antes que el de Andy debido a un paro cardíaco no facilitó levantar una polvareda mediática. La noticia se ahogó junto a las tres pequeñas jarras de bronce con sus cenizas arrojadas al Mar del Norte. Un ritual para guardar en la memoria silente del tiempo.

El arte como experiencia traducida en falacia se resuelve en una fórmula que incluye materia y espíritu, precio y valor, cifras y metáforas. Por distintos caminos, Beuys y Warhol perpetúan el aura de su leyenda a expensas del arte como redención espiritual o próspero negocio. Más allá de incidencias comerciales, son posturas que ilustran un axioma duchampiano crucial: “El propio artista tiene que ser una obra de arte”. Andy apropia este dictamen para resaltar el espíritu de culto a la personalidad como soporte artístico habitual en The Factory: “Nosotros somos obras de arte en carne y hueso”. Desde sus peculiares actitudes, Warhol y Beuys gozan de una presencia tanto en las páginas de Art News como en las academias de arte contemporáneo.

 

“La obra vale un montón de dinero”. (Damien Hirst)

Damien Hirst actúa como un intermediario de sí mismo, sin asumir el impulso vital que le pudiera otorgar legitimidad a la supuesta veracidad de sus mentiras. Este gestor de ventas y su Big Factory, tan cotizado como vapuleado por la crítica, marca un distanciamiento efectista imposible de compararse a la espectacularidad visceral de Marina Abramovic, Orlan o Stelarc. Ser un fenómeno representativo de una producción visual que conquista el mercado no implica merecer el grado de síntoma en la nomenclatura de los procesos artísticos.

La oferta visual de Hirst satisface una demanda real, donde la obra es el medio y la carrera su finalidad. Y cuando decimos “obra”, la categoría podría derivar en cuestionables ficciones listas para llenar un gran espacio vacío. Sin devenir en suave neopop como su antecesor Jeff Koons, ya Damien cumplió la quimera warholiana de ser un artista de los negocios. No por gusto uno de sus colegas de Sensation lo califica “no un genio del arte, sino del marketing”. Su cráneo de platino incrustado con diamantes fue vendido a un grupo inversionista en 75 millones de euros.

¿Pudiera flotar en la mente de alguien vivo la esperanza de igualar o superar una negociación donde la palabra arte sucumbe?