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30ª Bienal de Arte de San Pablo: la inminencia de las poéticas
06December
Artículos

30ª Bienal de Arte de San Pablo: la inminencia de las poéticas

En este complejo y contradictorio inicio del siglo XXI estamos obligados a vivir en un mundo de acontecimientos inmediatos, inesperados e insólitos. Sin dudas, el atentado a las torres del WTC en 2001 resultó un trágico vaticinio del drama que caracterizaría estas décadas iniciales, motivado tanto por contradicciones sociales como por catástrofes naturales. En la actualidad son millones los habitantes del planeta que sufren las duras condiciones de vida creadas por la crisis económica generada en los países desarrollados. Abruptamente se paralizaron los proyectos mesiánicos, las obras faraónicas, la utopía del bienestar indefinido que prometía la vacía dinámica del neoliberalismo, interrumpida sin aviso previo al explotar la especulación financiera y la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos y en Europa. A pesar del internacionalismo consumista y la fantasía del mundo globalizado basada en los equipamientos mediáticos accesibles a la experiencia individual, es evidente que existe una tendencia a la fragmentación de las iniciativas políticas y sociales; y paradójicamente, una introversión de las manifestaciones culturales, más volcadas hacia la introspección individual y al diálogo con la inmanencia de la realidad cotidiana que a la concreción de ambiciosos proyectos colectivos.

El arte y la arquitectura no resultan ajenos a la crisis económica mundial. De allí que en los recientes eventos internacionales se haga énfasis en obras y autores ajenos al mercantilismo y a la presencia de las estrellas del jet set, en busca tanto de manifestaciones artísticas de comunidades locales, como de propuestas tendientes a resolver los acuciantes problemas de los estratos más humildes de la población, en particular en los países de Asia, África y América Latina. No es casual que este año coincidieran los objetivos propuestos por los curadores de la 30ª Bienal de San Pablo –el venezolano Luis Pérez-Oramas (1960)– y de la 13ª Bienal de Arquitectura de Venecia –el inglés David Chipperfield (1953)–; la primera dedicada a la Inminencia de las poéticas, y la segunda al Lugar común (common ground). Por una parte, se presentaron las obras de 112 artistas, alejados de los circuitos comerciales tradicionales e identificados con iniciativas innovadoras; por otra, se evidenció la necesidad de una arquitectura ajena al exhibicionismo formal y definida por las exigencias actuales de sustentabilidad y economía.

En el concepto de espectáculo ofrecido por las más importantes bienales de arte, generalmente se otorgó un particular destaque a los discursos grandilocuentes y a los artífices de las grandes narrativas. Pérez-Oramas aceptó el difícil desafío de integrarse en la dinámica renovadora que caracterizó las recientes bienales paulistas: la 28ª, bajo la dirección de Ivo Mesquita, llamada la “bienal del vacío” por dejar libre un piso del edificio, resultó una denuncia a la crisis del arte actual; la 29ª, organizada por Moacir dos Anjos y Agnaldo Farías –Hay siempre un vaso de mar para el hombre navegar–, albergó actitudes políticas radicales. Frente a las denuncias y proclamas, Pérez-Oramas optó por documentar la existencia de divergentes caminos personales, distantes de posiciones nacionalistas, enunciados políticos, o de unitarios movimientos artísticos, en el intento de desmantelar los tradicionales discursos objetivos.

En contraposición con ediciones anteriores, donde se asignó un importante espacio a las visitaciones de destacados grupos de artistas de renombre internacional, desde los eternos Picasso y Wifredo Lam, hasta los dislocamientos actuales de Francis Alÿs y Ai Weiwei; en la 30ª edición de la Bienal paulista nos encontramos con los discursos minimalistas e introvertidos de artistas con obras poco divulgadas. Es una Bienal caracterizada por la presencia de las infinitas voces que están presentes en nuestra Babel contemporánea; y carente de un tema específico, más identificada con un “motivo”, un pretexto aglutinador de las múltiples interrogantes que suscita la práctica artística actual –en sus decisiones poéticas, expresivas, discursivas, enunciativas, vocales– y el proceso mental e intuitivo de cada autor, “en las grises incertidumbres de la existencia, en la densidad archipielágica de la vida”. Presentar artistas que creen en la letra viva, en la memoria activa, en la sombra, en el rastro y en el cuerpo como acervo único para la creación. Se trata de una Bienal polifónica estructurada en diferentes unidades conceptuales, tales como “supervivencias, alter-formas, derivas, voces”, que faciliten la interlocución, la confrontación y la lectura analógica de las obras presentadas.

Pérez-Oramas –director de la colección de arte latinoamericano del MoMA de Nueva York– y su equipo realizaron un esfuerzo titánico para reunir este considerable conjunto de autores jóvenes –gran parte de ellos poco conocidos y provenientes de diferentes latitudes, con la notable ausencia de Cuba–, intentando superar las dificultades administrativas y económicas que caracterizaron históricamente la Fundación de la Bienal. Si tuviésemos que identificar esta muestra, la definiríamos como de low profile, al carecer de estridencias y sobresaltos.

En el “piranesiano” Palacio de las Industrias diseñado por Oscar Niemeyer en 1952 en el Parque de Ibirapuera, los arquitectos Martin Corullon y Gustavo Cedroni establecieron un serio y coherente sistema expositivo basado en espacios pequeños definidos por paneles blancos totalmente separados e independientes de las fachadas y los elementos estructurales, organizando diferentes circuitos con una circulación fluida y continua. Ante la hegemonía de las presentaciones mediáticas y audiovisuales, se tuvo el cuidado de distanciarlas entre sí para evitar la estridencia de sonidos e imágenes. Un pequeño grupo de artistas fueron privilegiados con espacios dilatados: las proyecciones cinematográficas del canadiense Guy Maddin (1956), que interpretaron escenas del cine mudo hollywoodense; la insólita acumulación de objetos del brasileño Arthur Bispo do Rosário (1911-1989); las obsesivas imágenes televisivas del alemán F. Kriwet (1942); las interpretaciones humorísticas de objetos tecnológicos del norteamericano Dave Hullfish Bailey (1963); y las imaginativas células habitables del israelita Absalon (1964-1993). También recibió un pequeño homenaje el artista ítalo-brasileño Waldemar Cordeiro (1925-1973), al reproducirse en el exterior del edificio su laberinto infantil.

La distribución temática de las obras en los tres grandes niveles del edificio contribuye con la fluidez de la lectura de esta 30ª Bienal. Los pisos de acceso directo –la planta baja y el subsuelo– están dedicados a los gestos majestuosos, con obras extensas que se apropian del espacio físico y capturan la atención del espectador: grandesproyecciones de video, e instalaciones de artefactos mediáticos, todos mostrando visiones particulares e intimistas, reconstrucciones solitarias de la realidad. Esta área expositiva es también la que ofrece mayores posibilidades de interacción e integración al espectador, a través de los vídeos obsesivos sobre las contradicciones de la vida cotidiana y el trabajo –el argentino Martín Legon (1978) y el turco Ali Katzma (1971)–, y los juegos performáticos propuestos por Franz Erhard Walther (1939).

El segundo piso propone –entre otras diversas opciones– varias divertidas relecturas de los ready-made duchampianos, sazonados con la recreación del universo clásico-postmoderno según la óptica de Charles Jenks.

Ya en el tercer y último piso la exposición de las poéticas de lo fugaz y lo intrascendente se muestra en las series fotográficas que retratan los momentos íntimos y eternizan la memoria de la vida cotidiana que pasa desapercibida ante el peso implacable de la inmediatez. Estos obsesivos registros marcan la cultura de lo instantáneo, y matizan la transmutación de la inminencia de la mirada, en inmanencia de las poéticas en exposición. La obra serial del holandés Hans Eijkelboom (1949) manifiesta las infinitas variaciones y posibilidades de la raza humana en las grandes metrópolis, mientras que el norteamericano Mark Morrisroe (1959-1989) captura lo íntimo casual en la vida de los otros. Siguiendo la pauta del voyeur, el brasileño Alair Gomes (1971) configura todo un alfabeto visual con las bellísimas imágenes de jóvenes deportistas en la calzada de Copacabana. En una clara referencia a las series eróticas de Robert Mapplethorpe, Alair estructura una composición visual que recuerda las notas en una partitura musical.

Si “al principio fue el Verbo”, la letra impresa tiene particular presencia en la Bienal. En el predominio actual de las imágenes sobre las palabras, se trata de recuperar la écfrasis, el vínculo entre la palabra y la imagen; y siendo también “la inminencia una actitud de espera; se trata de esperar palabras de las imágenes; y esperar imágenes de las palabras”. La letra y las palabras aparecen con diferentes interpretaciones, desde la recuperación de la memoria a través del registro cotidiano de un diario, hasta el vínculo con la experiencia estética Dadá, de utilizar las palabras como composición plástica. O recuperar el valor de voluminosos diccionarios y enciclopedias, casi abandonados por sus sustitutos en la Internet, según la visión del uruguayo Alejandro Cesarco (1975) y el brasileño Odires Mlászho (1960). O el anteponer la palabra poética a la creación arquitectónica, según se aplica en Ciudad Abierta de Valparaíso. Multiplicidad de usos de las palabras que aparecen en la obra de Robert Smithson (1938-1973); Moyra Davey (1958), Marcelo Coutinho (1968), Hugo Canoilas (1977), Bernardo Ortiz (1972), entre otros.

El subconsciente y la memoria juegan un papel fundamental en el mensaje artístico. Existe una asimilación objetiva y programada del mundo real, pero al mismo tiempo se decantan experiencias que no pasan por la razón, se alojan en el subconsciente y quedan registradas en la memoria. Se trata de transmitir una visión del entorno vivenciado a través de múltiples registros, desde la dinámica imprevisible y errática de los adolescentes autistas registrada por Fernand Deligny (1913-1996), hasta los registros de la memoria, decantados en la acumulación de imágenes fotográficas. Son las placas seriadas de Horst Ademeit (1937-2010); los retratos de personas comunes reunidos por August Sander (1876 -1964), y las máscaras mortuorias de David Moreno (1957). A ello se agrega la valorización de los objetos cotidianos que asumen significados simbólicos y casi surrealistas en la obra de Nino Casi (1969) y de Hans-Peter Feldmann (1941); y en la presencia imaginativa de la cultura local en los dibujos a lápiz de la chilena Sandra Vásquez de la Horra (1967). Por último, la memoria cultural aparece en la transposición de la herencia clásica en la obra de Ian Hamilton Finlay (1925-2006) y de Savvas Christodoulides (1961).

El final del recorrido depara al espectador piezas en las cuales la visión personal del artista se manifiesta mucho más agresiva y fieramente personal, ofreciendo enfoques centrados en los universos particulares de cada ser humano. Ejemplo de ello es la obra de Tehching Hsieh (1950) –artista nacido en Taiwán que actualmente vive en los Estados Unidos–, quien desarrolla trabajos performáticos en los cuales coloca a prueba su férrea fuerza de voluntad, verdaderos desafíos que se extienden por el período de un año, en una repetición obsesiva y comentario despiadado a la conocida alienación del ser humano en la sociedad industrial. En contraste, aparece la ingenuidad y el mundo naif de las culturas marginales todavía no contaminadas por los hipotéticos avances científicos de la modernidad: es la frescura de la cosmogonía pictográfica de Fréderic Bruly Bouabré (1923), nacido en la Costa de Marfil. Quizás sea él quien nos haga suponer –parafraseando a Robert Filliou (1927-1987)–, que al final, la vida en su complejidad puede ser más interesante que el arte.