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Centroamérica y el Caribe: fragmentos arquitectónicos*
14February
Artículos

Centroamérica y el Caribe: fragmentos arquitectónicos*

Resultó casi nula la presencia de estas regionesde las Américas en las visiones globales de la arquitectura moderna publicadas en Europa o en Estados Unidos, pese a que la cuenca del Caribe abarca 2.7 millones de km2 –la del Mediterráneo comprende 2.6 millones de km2–, e integra casi veinte países con un total aproximado de 50 millones de habitantes. ¿A qué se debe esta marginación? ¿Quizás a una imagen estereotipada reducida a los cruceros turísticos, el lavado de dinero o al último enclave del socialismo occidental? En primer lugar, la pequeñez, fragmentación y pobreza de la mayoría de los países no facilitó el desarrollo coherente de movimientos arquitectónicos semejantes a los acontecidos en las mayores naciones del continente. En segundo lugar, al ser Centroamérica y las Antillas un cruce de caminos, un espacio social de sístole y diástole, las influencias externas pesaron más que las elaboraciones internas en el ámbito de la arquitectura y el urbanismo. Sin embargo, desde el período colonial hasta el reciente siglo xxi, se gestó una personalidad propia “caribeña” popular y espontánea; y en los años treinta, al difundirse las ideas del Movimiento Moderno, esta quedó integrada en una simbiosis creativa que caracterizó la modernidad arquitectónica regional. Desde entonces, las nuevas generaciones de profesionales locales elaboraron soluciones innovadoras que hoy participan al nivel del diálogo global internacional.

Si bien la arquitectura caribeña resultó mundialmente conocida por los coffee table books de la editora Taschen, que difundieron los ejemplos vernáculos en Caribbean Style, en los dos últimos siglos se forjó una auténtica cultura de trascendencia internacional: en 1967 el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, y luego los antillanos Derek Wallcott en 1992 y V.S. Naipaul en 2001, obtuvieron el Premio Nobel de Literatura. Ya desde el siglo xix escritores como José Martí en Cuba y Rubén Darío en Nicaragua marcaron el camino del modernismo literario latinoamericano. También resultó intenso el diálogo entre el surrealismo europeo y el Caribe: André Breton se maravilló ante la naturaleza y las manifestaciones culturales populares de Martinica, bajo la égida de Aimé Césaire; y el cubano Alejo Carpentier, descubrió lo “real maravilloso”, al subir a la Citadelle del rey Christophe en Haití. Sin lugar a dudas, la música tuvo un papel esencial en la presencia de esta región en el mundo: las habaneras de Ernesto Lecuona, tan conocidas en España; el calipso de Harry Belafonte y los reggae Rastafari de Bob Marley en Jamaica; la salsa del dominicano Juan Luis Guerra, la presencia de los puertorriqueños en Nueva York a través de la reiterada West Side Story, y el éxito universal de los artistas de Cuba revolucionaria: la bailarina Alicia Alonso, y la Nueva Trova de los cantautores Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.

¿Cuáles fueron los elementos de la tradición que los arquitectos modernos asumieron para elaborar un lenguaje que estableciera el diálogo entre lo universal y lo local, promoviendo lo que se llamó “sincretismo ambiental caribeño”?

En Centroamérica, la presencia de las ruinas mayas y la adaptación de las construcciones de los colonizadores españoles al carácter sísmico de la región, con las gruesas columnas en patios y galerías, inspiraron los parámetros formales de algunas obras contemporáneas: la configuración piramidal del Teatro Nacional (1978) de Efraín Recinos y la volumétrica embajada de México (2007) de Teodoro González de León y Francisco Serrano, en Ciudad Guatemala. Pero indudablemente, la mayor influencia provino de las construcciones del siglo xix, tanto de las nuevas tipologías elaboradas en las viviendas “tropicales” como en las soluciones funcionales asociadas a las plantaciones bananeras. La importación de la estructura balloon frame aplicada en la residencia individual y la sustitución del patio abierto por el zaguán en sombra, así como el uso de las estructuras prefabricadas de hierro en almacenes y depósitos importadas de Inglaterra y Estados Unidos, establecieron las pautas de soluciones adaptadas al clima, cuya ligereza y transparencia permitían la ansiada sombra y la circulación de la brisa en el interior de los edificios: resultaron constantes que aparecen en las obras recientes de los costarricenses Bruno Stagno, Victor Cañas y Rolando Barahona; así como del panameño Patrick Dillon.

En el universo antillano, los españoles encontraron las chozas indígenas de bambú, madera con techo de paja –llamada cana o guano–, similares a la cabaña primitiva vitruviana, luego magnificadas por los tratados europeos del siglo xviii, y asumidas como modelos contemporáneos en resorts, clubs mediterranée, y algunos ejemplos de buena arquitectura, como las obras de Oscar y Segundo Imbert en República Dominicana: el aeropuerto de Punta Cana (1985) y el Club de Playa Caletón (2005), entre otras.

En las islas de colonización inglesa, francesa y holandesa, el desarrollo urbano tuvo escasa importancia, frente a la primacía de las plantaciones de azúcar. Allí contrastaban los elementales barracones de esclavos, las instalaciones industriales de hierro y madera, con las lujosas mansiones de los terratenientes, diseñadas de acuerdo con los modelos palladianos, referencia aun presente en proyectos actuales. Sin embargo, la tónica dominante surgió en el siglo xix con el uso generalizado del balloon frame en las viviendas, y las estructuras metálicas en mercados y almacenes, que respondían tanto a las condiciones climáticas y las exigencias de los posibles terremotos, como al carácter provisional de las estructuras productivas. La ligereza y transparencia de estas edificaciones definieron la tipología dominante de la arquitectura caribeña, así como el sistema decorativo victoriano del gingerbread. Sin embargo, el interludio académico acontecido en las primeras décadas del siglo xx interrumpió la continuidad de la herencia vernácula, que fue retomada con la asimilación de los principios funcionales y estéticos del Movimiento Moderno, a partir de los años treinta. Así, en la segunda mitad del siglo xx fue gestándose la personalidad de la arquitectura moderna caribeña.

Richard Neutra fue el gran impulsor del Movimiento Moderno en el Caribe, con sus conferencias, proyectos y obras en Cuba y Puerto Rico. Aquí dejó a su discípulo Henry Klumb, cuya copiosa producción arquitectónica estableció el puente entre tradición y modernidad, adaptando el lenguaje moderno a las particularidades climáticas y ecológicas de la región. A partir de los años cincuenta se sucedieron las visitas de los Maestros europeos al Caribe: llegaron a La Habana, Walter Gropius, Mies van der Rohe, José Luis Sert y Félix Candela; y Moise Shafdie proyectó el Habitat de Puerto Rico. La influencia de Estados Unidos se hizo presente a través de Welton Beckett, autor del Havana Hilton en La Habana (1958, actual Habana Libre); y de Edgard Larrabee Barnes, de los departamentos “El Monte” en San Juan (1965). El cuestionamiento del International Style que ya se había iniciado en Cuba en las Escuelas Nacionales de Arte (1961-2010), proyecto en el que participaron el cubano Ricardo Porro y los italianos Roberto Gottardi y Vittorio Garatti, fue profundizado por Bruno Stagno y Jimena Ugarte en Costa Rica, emigrados de Chile en 1973. La identificación con la realidad de Centroamérica y el Caribe, y la conciencia de los graves problemas ambientales que se avecinaban convirtieron a Stagno en el paladín de la búsqueda de una arquitectura “tropical”, no solamente en las Américas, sino a escala planetaria, conjuntamente con Gustavo Luis Moré de República Dominicana, editor de la principal revista de arquitectura caribeña, Archivos de Arquitectura Antillana (AAA). Apoyado por el Prince Claus Fund de Holanda e identificado con las tesis del “regionalismo crítico” de Alexander Tzonis e Liane Lefaivre, Moré creó el Instituto de Arquitectura Tropical (1994), que en los sucesivos seminarios a lo largo de este siglo congregó a los principales protagonistas de los cinco continentes, orientados hacia la creación de una arquitectura ecológica y sustentable.

Dos situaciones contrapuestas atrajeron la atención internacional sobre el Caribe. De una parte, el entusiasmo por la bonanza económica desarrollada en el mundo capitalista globalizado a partir de la década de los años noventa –hasta la reciente crisis mundial (2008)–, que impulsó un boom constructivo en la región, asociado al progresivo incremento del turismo y de la especulación inmobiliaria (Ciudad Panamá, con poco más de un millón de habitantes contiene 127 edificios altos). Esta dinámica generó, inclusive, una sofisticada escuela de arquitectura y diseño –ISTHMUS, situada en la “Ciudad del Saber”, que ocupa las ex-instalaciones militares norteamericanas en el Canal de Panamá–, dirigida por el colombiano Carlos Morales, cuya proyección internacional tiene como objetivo formar a los talentosos profesionales que operarán en la región. Por otra parte, subsiste la preocupación acerca de las profundas contradicciones sociales existentes en la mayoría de los países y las precarias condiciones de vida de los estratos más necesitados de la población, asentados en las periferias urbanas de ciudades caóticas carentes de planificación urbana. La presencia de arquitectos del star system internacional, acompañó la ansiedad por participar de los beneficios del “efecto Bilbao”, y crear una visibilidad urbana regional. Ricardo Legorreta diseña la Catedral Metropolitana de Managua (1991-1993), con un contradictorio lenguaje de disímiles referencias; y Frank Gehry –casado con una panameña–, es invitado en Panamá para proyectar el Museo de la Biodiversidad (2002), situado en Amador, a las puertas del canal, imaginado como un encuentro entre la historia geológica y social de la región, y en el que perdura su habitual tipología de fluctuantes techos sinuosos. Más apegada a la tradición histórica local resulta la Embajada de México en Guatemala de Teodoro González de León y Francisco Serrano (2007), níveo conjunto de complejos volúmenes que ambiciona representar, en clave moderna, las masas pétreas de las pirámides mayas. Y las tramas y transparencias características de la tradición antillana aparecen en la sede del Ministeriode Justicia en Fort de France, Martinica (2003), de Borja García Huidobro y Alexander Chementov. Por último, Rafael Moneo fue convocado por el Historiador de la Ciudad de La Habana para proyectar un hotel en el Centro Histórico (2009).

El interés por la conservación de la herencia arquitectónica y urbanística caribeña, así como la salvaguarda de las ciudades tradicionales, amenazadas por la especulación inmobiliaria en la mayoría de los países, generó un movimiento internacional de apoyo a las iniciativas locales, y de difusión para el reconocimiento del pasado histórico.

En primer lugar, la UNESCO integró un sinnúmero de ciudades, obras y contextos naturales a la lista del Patrimonio Mundial: citemos, entre otros, los centros históricos de La Habana, Camagüey, Cienfuegos y Trinidad en Cuba; Santo Domingo; Panamá; San Juan de Puerto Rico; Antigua en Guatemala. A su vez, la Junta de Andalucía publicó detalladas guías sobre algunas de las ciudades citadas.

Resultan escasas las obras que en la década reciente escapan al anonimato de la arquitectura comercial y especulativa, o al formalismo gratuito impuesto por las modas internacionales o la influencia ejercida por Miami. Ellas lograron materializarse por iniciativa de administradores iluminados que asociaron la buena arquitectura al prestigio de su empresa, o clientes cultos que desearon personalizar sus viviendas, distanciándose de los habituales estereotipos del falso vernáculo. Costa Rica, como bien lo demostraron Miquel Adriá y Luis Diego Barahona, es el país de Centroamérica, con la mayor producción de edificios de alto nivel estético, realizadas por Bruno Stagno, Víctor Cañas y Jaime Rouillón. Stagno, en su extensa obra construida, buscó el equilibrio armónico entre las tipologías formales costarricenses, las respuestas tradicionales a las condiciones climáticas y ecológicas, la sustentabilidad económica y el uso de materiales locales y de tecnología contemporánea, proponiéndose, a la vez, lograr “la divina proporción” entre naturaleza y arquitectura. Formado en la tradición canónica del Movimiento Moderno –trabajó con Jullian y Ouvrerie en el proyecto de la iglesia de Firminy de Le Corbusier–, en los proyectos recientes (las oficinas de la empresa Holcim, 2004, y de la British American Tobacco, 2008) se liberó de las ataduras racionalistas al diseñar con formas libres y plásticas los sistemas externos de protección solar: en la primera unas ligeras lonas plásticas sustentadas por tensores metálicos; en la segunda, un sistema de brises ondulados que se extienden a lo largo de las fachadas. También fueron sumamente elaborados los espacios interiores en los que se logra la atmósfera sombreada y el paso de la brisa, con el fin de minimizar el uso del aire acondicionado.

De una generación más joven, Víctor Cañas, Rolando Barahona y Jaime Rouillón se sienten menos atados a los axiomas ambientalistas y más atraídos por la expresividad deconstructivista, el recato minimalista y la imaginación espacial asociada a la high tech. En las casas de Cañas –Hovany (2003), Holmes (2004) y Portas Novas (2005)– , predominan la alternancia de opacidades y transparencias en los ascéticos espacios interiores, el uso imaginativo de los paneles solares protectores, la adecuación a la topografía del lugar y la creación de las perspectivas hacia la magnificencia del paisaje, resaltado en las imágenes especulares creadas por los estanques de agua. Y Rolando Barahona, en las viviendas Horizonte Naciente y Santuario Habitable, establece el diálogo entre la complejidad geométrica de las plantas y los volúmenes exteriores adaptados a la topografía, la presencia de los muros de piedra contrapuestos a las finas columnas metálicas que enmarcan los grandes paños de vidrio que abren las vistas hacia el espacio exterior. Pertenece a esta tendencia, al integrar las tradiciones vernáculas con una expresión contemporánea, el panameño Patrick Dillon. La casa SaLo en Veraguas magnifica los muros exteriores virtuales definidos por persianas de madera; e inventa una solución high tech casera en la torre de observación situada al borde de un parque nacional en Gamboa, en la que su forma libre e irregular proviene del uso de materiales recuperados en esa zona de casas, oficinas, garajes, galpones y una refinería demolida en los alrededores. Cabe también señalar el esfuerzo de la arquitecta Ángela Stassano en Honduras, quien logró una arquitectura económica y bioclimática, sin renunciar a los atributos estéticos: es original la cromática solución de las ligeras cabañas del hotel Bed & Breakfast (2010).

Fueron más tradicionales las viviendas construidas en las Antillas, debido a una mayor presión ejercida por las tradiciones vernáculas, asociadas a la dinámica del turismo internacional, en busca del fugaz Paraíso Perdido. Un conjunto de lujosas residencias en el Batey de Casa de Campo en La Romana, República Dominicana –ámbito exclusivo y sofisticado de los millonarios norteamericanos–, del venezolano Francisco Feaugas, intentan encontrar el equilibrio entre el uso de los materiales y las formas tradicionales y una especialidad contemporánea. Más innovadores resultan los espacios creados por Jerôme Novel en Martinica, experimentando con los patios interiores y las galerías continuas externas; así como la cromática vivienda en Willemstad, Curazao, de Carlos Weeber y Sofia Saavedra (2005), que asume la herencia colorida de la arquitectura holandesa. Es original la experiencia ecológica de la pequeña “casa ausente” de Abruña & Musgrave en Vega Alta, Puerto Rico, cuya simplicidad volumétrica establece una simbiosis entre intemperie y espacio cubierto, al aprovechar al máximo el agua de lluvia, el viento y la energía solar. La atención a los estratos más pobres de la población de Puerto Rico, se manifiesta en el conjunto habitacional de Edwin e Iván Quiles (2009), para moradores de una villa miseria y el centro de educación ambiental interactiva “Aula Verde” (2002) en Río Piedras, del estudio Toro y Ferrer, en una iniciativa asociada con la Universidad de Harvard. Situado al borde de un pequeño bosque y asociado a un mariposario, expresa su modestia en el ascetismo formal y constructivo: el bloque que alberga las actividades docentes, está definido por una estructura de hormigón armada a la vista y un sistema rústico de ventanas de madera.

Imposible cerrar este breve panorama sin referirnos al tema urbano y a las intervenciones en los centros históricos. En la región contrastan el dinamismo constructivo de Ciudad Panamá y Santo Domingo y el inmovilismo de La Habana debido a la crisis económica que afecta Cuba desde hace dos décadas. Existen proyectos de hoteles localizados en el centro histórico, elaborados por José Antonio Choy y Julia León, como el anexo al Hotel Parque Central – en colaboración con Langdon y Asociados, y Atelier Catherine Grenier–, y el situado en Prado y Malecón, de los cuales solo el primero se concretó recientemente (2010). Por una parte, las grandes oficinas profesionales realizan monumentales obras públicas en las ciudades –Segundo Cardona, el Coliseo de Puerto Rico (2004); Gustavo Luis Moré y Juan Cristóbal Caro, la Suprema Corte de Justicia en Santo Domingo (2001); y en la misma ciudad Andrés Sánchez y César Curiel, el riguroso hotel Holiday Inn (2009); Seisarquitectos, el Banco Industrial en Ciudad Guatemala (2008); Mallol & Mallol, el Complejo Gubernamental en Ciudad Panamá (2002)–; por otra,existe un movimiento para preservar y reciclar la arquitectura histórica: los edificios restaurados por Eduardo Tejeira-Davis en el casco antiguo de Panamá y el Museo de San Juan, situado en el ViejoMercado (2000), de Bermúdez, Delgado y Díaz. Pero al mismo tiempo, fue impulsada, en particular en San Juan, la socialización del espacio público y su uso comunitario. Es excepcional la obra paisajística de Andrés Mignucci y la serie de parques localizados en diferentes áreas de la ciudad. Sobresale, la “Ventana al Mar” (2006), frente a la playa y entre los hoteles La Concha y Vanderbilt, espacio tradicionalmente cerrado al público. De esta manera, se genera un movimiento para vivenciar cotidianamente el espacio urbano a través de su vida social, conservando la tradición caribeña de las actividades al aire libre –recordemos los tradicionales mercados de hierro–, en contraposición a la dinámica anti-urbana y segregativa de los centros comerciales y los condominios cerrados.

Desafortunadamente, los intereses económicos que controlan el turismo de la región no favorecen esta ansiada integración entre la ciudad y los asentamientos vacacionales de los resorts, basados en su aislamiento y autonomía respecto a las infraestructuras urbanísticas existentes en las diferentes islas.

Así, el deseado Paraíso es vivido por los millones de visitantes extranjeros, ajenos y distantes de la dura realidad del universo antillano.

* Una versión ampliada del presente ensayo fue publicada en LUIS FERNÁNDEZ-GALIANO (Ed.): Atlas. Arquitecturas del siglo xxi,  América, Bilbao, Fundación BBVA, 2010.