En el tramo final de octubre y los primeros días de noviembre, distintas comunidades hispanoamericanas conmemoraron a sus difuntos con ritos y prácticas que, aunque comparten fechas en el calendario litúrgico, expresaron maneras diversas de entender la memoria, la pérdida y la celebración. Algunas manifestaciones —como el Día de los Muertos mexicano— fueron reconocidas por organismos internacionales; otras mantuvieron rasgos locales profundamente enraizados en tradiciones indígenas, coloniales y populares.
En México, la conmemoración conocida como Día de los Muertos se desarrolló como una práctica que combina elementos indígenas y cristianos y fue inscrita por la UNESCO en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. En estas fechas, las familias instalaron ofrendas (altares) que incluyeron fotografías, velas, flores de cempasúchil, alimentos tradicionales (como el pan de muerto) y objetos personales, elementos destinados a recibir simbólicamente a los difuntos durante su «visita» anual. Estas ofrendas, y la distinción entre las fechas dedicadas a los niños y a los adultos, consolidaron un repertorio ritual que articuló memoria, culto doméstico y festividad pública.
En la región andina, prácticas como la preparación de colada morada y las guaguas de pan en Ecuador fueron parte central de las conmemoraciones: la bebida morada y el pan en forma de figura humana se consumieron en encuentros familiares y en ofrendas, marcando una simbólica comunión entre vivos y muertos que alcanzó renovada presencia en las mesas y altares de las comunidades.
En Perú y en otros países andinos, se reportó la persistencia de ofrendas y visitas a cementerios acompañadas de comidas tradicionales; allí, como en México, la puesta en escena del recuerdo combinó prácticas de origen indígena y ritos católicos heredados de la colonia. Estas prácticas incluyeron la limpieza y embellecimiento de sepulturas, la iluminación con velas y la colocación de alimentos y bebidas preferidas por los difuntos.
Guatemala ofreció una forma emblemática de celebrar: en localidades como Sumpango y Santiago Sacatepéquez las comunidades organizaron las famosas barriletes gigantes (kites), grandes cometas pintadas que se ensamblaron durante semanas y que se elevaron en rituales vinculados con el Día de Todos los Santos. Estas manifestaciones, además de su valor estético, cumplieron funciones simbólicas —comunicar a los ancestros, limpiar el cielo de malos espíritus y marcar la conexión entre mundos— y fueron reconocidas por la UNESCO como técnica tradicional de fabricación de barriletes.
En Brasil, la conmemoración de Finados (All Souls’ Day) mantuvo un tono de recogimiento: las familias visitaron los cementerios, limpiaron y decoraron tumbas, asistieron a misas y realizaron actos de recuerdo que subrayaron la dimensión contemplativa del día, en contraste con otras celebraciones más festivas de la región.
Paralelamente, en diversos países de Hispanoamérica se observó la influencia —y a veces la superposición— de Halloween, fiesta de origen anglosajón que, en función de contextos urbanos y comerciales, fue incorporando prácticas como el disfraz, la decoración con elementos de terror y actividades de carácter lúdico para niños y jóvenes. En contraposición a las conmemoraciones destinadas a honrar a los difuntos, expertos y medios especializados subrayaron la necesidad de distinguir las prácticas: el maquillaje de Catrina o las calaveras mexicanas tenían significados culturales propios y no debieron confundirse con meros disfraces.
Los eventos públicos —desfiles, altares comunitarios, mercados y ferias— se alternaron con actos íntimos: la diversidad dentro del continente mostró que, aun compartiendo fechas y símbolos (velas, flores, comidas y figuras que remiten a la muerte), cada territorio articuló su propio repertorio ritual. Desde la solemnidad del cementerio brasileño hasta la explosión cromática de las ofrendas mexicanas, pasando por la gastronomía ritual andina y las cometas-guía de Guatemala, las conmemoraciones revelaron una geografía de memoria plural y profundamente enraizada en prácticas locales.
En su conjunto, las conmemoraciones verificadas durante ese período confirmaron la vigencia de tradiciones que siguen transformándose: algunas se consolidaron como patrimonio cultural, otras se adaptaron a dinámicas urbanas y mediáticas; todas contribuyeron, no obstante, a sostener formas colectivas de recuerdo en el espacio público y doméstico.
Foto de portada: Nick Fewings/Unsplash




