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dOCUMENTA (13): Entre el colapso de la duda y la recuperación de la búsqueda
06September
Artículos

dOCUMENTA (13): Entre el colapso de la duda y la recuperación de la búsqueda

"Llegó un momento en que la organización de la información se convirtió en algo más importante que el tema que se estaba tratando. Y eso ha significado un giro que dispersa las prácticas curatoriales. Un síntoma de lo que podríamos llamar capitalismo cognitivo. Eso quiere decir que el poder tiene mucho que ver con el control de la información. Creo importante interrumpir un sistema artístico donde predomina esta actitud en la curaduría."
Carolyn Christov-Bakargiev, en El País Digital, 25.05.12

Con el leitmotiv Collapse and Recovery (Colapso y Recuperación), y bajo la dirección artística de la curadora italo-norteamericana Carolyn Christov-Bakargiev, el pasado 9 de junio en Kassel, Alemania, se abrieron las puertas de la exposición más influyente y esperada en el mundo del arte: la dOCUMENTA (13). Contando con una participación de 150 artistas de 55 países y un área expositiva de 1,5 km2 la Documenta es, sin dudas, uno de los eventos de mayor significado y repercusión internacional en su clase.

“El arte es la crítica de la razón”. Con esta lapidaria frase Issa Samb, artista musulmán de Dakar, dio comienzo a su performance-instalación La balance déséquilibrée (La balanza desequilibrada) en el Auepark, uno de los escenarios de la dOCUMENTA (13). En las ramas del árbol número 174 de este parque monumental, el senegalés instaló pequeñas muñecas de trapo africanas, calabazas secas y paños de diferentes colores y tamaños que ondeaban al viento sugiriendo un altar primitivo en armónica unión con la madre naturaleza. Debajo, sobre la tierra, una mesa amantelada en negro mostraba un montón de libros deslustrados y chamuscados, atados por unas toscas cuerdas que intentaban preservar los restos de un dudoso saber. A un costado de la mesa un crucifijo de madera burda parecía apuntalar el destartalado conjunto sobreviviente que formaban la mesa y los libros. Dispersos sobre la tierra yacían, además, otros crucifijos que denotaban signos de decadencia, caída y muerte. A la derecha de la instalación un monitor extraplano mostraba una ligera y animada comedia africana.

De vez en vez, con la soberana presencia de un chamán, Issa Samb daba vueltas alrededor de la instalación y recitaba fragmentos de sus propios textos. “Por medio de esta instalación –dijo– queremos proponer una terapia natural para curar al hombre, el inexorable destructor, y, de esta manera, prevenir la inevitable autodestrucción”. Hacia las 6:30 de la tarde, cuando el Sol empezaba a desfallecer y una fría brisa primaveral me sacó de la mágica atmósfera que irradiaba la instalación, uno de lo asistentes de Samb comenzó a pasar por el público un cuenco de madera con un líquido blanco. Parándose en actitud ceremoniosa frente a cada uno de los presentes, ofrecía el cuenco para que la persona requerida introdujera el dedo índice en el líquido. Acto seguido, apretaba cálidamente en su mano el dedo húmedo del visitante en cuestión y volvía a repetir la misma acción con el siguiente.

A unos 200 m de allí el artista mexicano Pedro Reyes había construido un Sanatorium para pacientes con perturbaciones mentales modernas. Ansia, depresión, soledad, aislamiento, estrés, falta de satisfacción, violencia, sobrestimulación y nomofobia –esa incapacidad del hombre actual para desprenderse del teléfono móvil–, eran algunos de los trastornos en la agenda de la “clínica provisoria” de Reyes. Un grupo de ayudantes analizaba a los miembros del público que se registraban como clientes del sanatorio. Tras el diagnóstico, totalmente gratuito, el paciente tenía derecho a participar en tres sesiones de terapia que podían ser o bien de hipnosis clásica, Gestalt, psicodrama, primal o, incluso, terapias a partir de rituales populares y los happenings de Fluxus.

Otro proyecto de participación que demostraba el marcado interés de esta Documenta por los estados de la mente, eran las sesiones de terapia grupal Anger Workshops (Talleres de ira) del artista australiano Stuart Ringholt. En medio de una de las salas expositivas de la Neue Galerie, otro de los escenarios de la Documenta, Ringholt mandó a construir una habitación de unos 10 m2 con una sola puerta de acceso. Los talleres contemplaban varias sesiones. En la primera, de 5 min y con fondo de música house, los participantes eran invitados a expresar entre sí, con fuertes gritos, gestos y movimientos corporales, el estrés y la ira reprimida. La segunda, de 3 min y con música de Mozart, era para expresar amor y respeto mutuo con frases como “perdóname por haberte maltratado” o “esto no es nada personal contra ti” o “para ti todo mi cariño y respeto”. En la tercera fase, de 3 min también, los participantes se abrazaban y acurrucaban entre sí. Para terminar, el grupo se sentaba y comentaba la experiencia. Desde fuera los visitantes a esta sala no solo veían las obras allí expuestas, sino que también podían escuchar los ruidos y exclamaciones provenientes de la habitación cerrada en el centro donde, paralelamente, se iban sucediendo las diferentes sesiones del taller.

Entusiasmado y agradecido por todas esas vivencias personales que en tan poco tiempo me fueron brindando las propuestas artísticas de Kassel, decidí acercarme al Fridericianum. En realidad es por aquí, tradicionalmente, por donde se empieza a ver la Documenta. Pero había tanto-tanto-tanto por ver en cada uno de los treinta y dos diferentes escenarios de la Documenta dispersos por Kassel (sin contar los que se extendían a Kabul, Alejandría y Banff) que, a despecho del orden expositivo del programa oficial, me pareció mejor dejarme llevar por la intuición y la espontaneidad.

El Fridericianum es un palacio de estilo clásico y sede principal de la Documenta desde 1955. Allí un rectángulo blanco con un área de más de 560 m2 y 80 m de largo se abrió, como el infinito, ante el asombro de mis ojos. Por unos segundos pude percibir, no sin cierto estupor, la presencia de la nada. En las paredes blancas y los suelos despejados dominaba el vacío. A punto de girar sobre mis propios pasos, me di cuenta que en el ala derecha del vestíbulo había una vitrina en la pared con tres pequeñas esculturas en bronce y hierro del ya fallecido artista español Julio González. A un costado de la vitrina una foto de archivo, en blanco y negro, mostraba a dos visitantes del público, un hombre trajeado y una mujer correctamente vestida pero descalza, observando las mismas esculturas que hace 53 años atrás habían sido exhibidas exactamente en el mismo lugar donde se encontraban ahora.

Con esta cita-expositiva-curatorial Carolyn Christov-Bakargiev no se había planteado una mera referencia histórica, una Documenta dentro de la Documenta. Su intención era muy diferente. Más bien se había propuesto una vuelta reflexiva al motivo originario de esta exposición mundial de arte contemporáneo surgida a principios de los cincuenta. En sus inicios los organizadores querían mostrar al gran público el arte censurado por el nacionalsocialismo. De igual manera, hacían su aporte al trabajo de reconstrucción y de duelo que en esos momentos ocupaba un lugar importante en la vida de los sobrevivientes de la II Guerra Mundial. En las tres esculturas de Julio González destaca la figura humana como tema central. Con lo cual, al llamar sutilmente la atención en esta sala vacía sobre semejante remake expositivo, Christov-Bakargiev no solo quiso reivindicar los orígenes fundacionales de la Documenta, sino también justificar visualmente la proyección humanista de un concepto curatorial distante del mercado y del mainstream artístico.

Jugando una contrapartida, en la sala vacía del ala izquierda del vestíbulo también había otro detalle en forma de obra-documento. En una pequeña vitrina de mesa Christov-Bakargiev, con el permiso del artista Kai Althof, decidió mostrar la carta que este le había enviado explicándole porqué renunciaba a participar en la Documenta. Esta acción de la curadora, a mi modo de ver, propone una lectura sobre la controversial relación artista-cliente que, a su vez, nos conecta con la más significativa de todas hasta el momento, la Documenta 5 de Harald Szeemann.

Fue a partir de esa quinta edición que el entonces considerado arte “no museable” comenzó a adquirir verdadera relevancia y visibilidad internacional. Es el caso de Gustav Metzger, cuya propuesta artística e intercambio epistolar con Szeemann están bien documentados en el catálogo de la Documenta 5. Invitado por este a participar en la exposición de Kassel, el artista propuso a partir de su concepto de Auto-Destructive Art una obra cuya ejecución era tan brutal y peligrosa que a última hora hasta el propio Szeemann, que tanto había insistido para que Metzger asistiera, se vio obligado a declinar su participación.

Sea como sea, el toque final a estas dos salas vacías del vestíbulo del Fridericianum se lo puso la obra I Need Some Meaning I Can Memorize (The Invisible Pull) del artista inglés Ryan Gander. Mientras los desconsolados espectadores como yo buscaban otras cosas para ver, de vez en cuando, y a pesar de que todas las ventanas estaban cerradas, una inesperada brisa de aire soplaba en las salas envolviéndonos a todos de pies a cabeza. Era “el tirón invisible” de la obra de Gander. Una obra imposible de ver o de palpar, pero que mostraba su poder silencioso.

En esta experiencia del vestíbulo vacío se resumía para mí la esencia expositiva de toda la dOCUMENTA (13): un arte cuya fuerza y eficacia no radica en su volumen físico, sino en el poder de evocación y la visión interior de su espíritu. En lugar de magia y pirotecnia se arriesgó a darle categoría de arte a experimentos como el de la “teletransportación de fotones individuales” del físico cuántico Anton Zeilinger. Pero también se tomó partido por los problemas ecológicos y medioambientales promoviendo la propuesta Public Smog de la activista conceptual Amy Balkin, que pide se incluya la atmósfera terrestre, con todos los derechos correspondientes, en la lista de Patrimonios de la Humanidad de la UNESCO. “dOCUMENTA (13) –escribió Carolyn Christov-Bakargiev en el catálogo– está conducida por una visión holística y no-logocéntrica que descree de la persistente creencia en el crecimiento económico”.

Por eso, el que fue a Kassel en busca de emociones fuertes, a ver los fuegos artificiales de un show fabricado por la industria del arte, fracasó en su intento. Ese tipo de espectador murió simbólicamente para esta Documenta. Allí se desafiaron las prácticas conservadoras y se apostó por una concepción del arte como un todo, en su unidad, expandido y sin fronteras. Un simple recorrido por la lista de participantes, en su gran mayoría artistas desconocidos pero con una obra que sitúa al hombre y sus problemas actuales en el centro de las inquietudes, nos da la medida de la relevancia que se le dio al grupo y no a las individualidades.

En resumidas cuentas, esta Documenta apuntó artísticamente a lo que se debería apostar en todas las otras áreas que posibilitan también el desarrollo de la existencia humana. Y si el arte no ha perdido esa capacidad, su esencia misma, de adelantarse poéticamente a los acontecimientos, deberíamos asumir, de una vez por todas, la responsabilidad de haber entrado ya en otra era. Una era donde lo más arduo no será, como pensaba mi amigo Ángel Escobar, “escapar del conocimiento”, sino más bien dotar todo el saber acumulado de una conciencia verdadera.