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Memorias de la Bienal de La Habana 1984-1999
08December
Artículos

Memorias de la Bienal de La Habana 1984-1999

En medio de los intensos días de la Oncena Bienal de La Habana, celebrada en mayo y junio de este año, y que ocuparon la atención de diversos sectores del público y de la crítica, fue presentado en la capital del país el libro Memorias: Bienales de La Habana 1984-1999, escrito por Llilian Llanes quien se desempeñó durante ese período como directora del evento y del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam.

Bajo los auspicios del Sello Editorial Artecubano del Consejo Nacional de las Artes Plásticas, el volumen, con 347 páginas y un cúmulo grande de ilustraciones fotográficas, recoge la experiencia individual y colectiva de quienes llevaron a cabo el “más trascendente de los acontecimientos culturales cubanos surgidos durante el pasado siglo”, al decir de Isabel Pérez, directora de dicha Editorial, en el prólogo, para reafirmar más adelante que se trata de un evento “cuyas contribuciones en el ámbito de la visualidad contemporánea superan el estrecho marco de la Isla (…) para erigirse como uno de los paradigmas modélicos de lo que serían las bienales internacionales de arte en todo el mundo (…)”.

Desde la primera Bienal realizada en 1984 hasta la sexta en 1999, el evento transitó por distintos grados de experiencia que fueron construyendo un imaginario cultural y social en torno a las artes visuales, sin distinción de expresiones, técnicas, formatos y relaciones con el escenario de la ciudad de La Habana, convertido de hecho no solo en el gran telón desde donde los artistas proyectaban sus obras, sino, gradualmente, en parte indiscutible de los discursos curatoriales que iban de continuo reafirmando caminos y perspectivas de las prácticas artísticas en nuestras regiones y en otras latitudes.

La Bienal de La Habana, desde su modesta ubicación en un espacio geográfico-cultural no centrado en las corrientes principales del arte contemporáneo, fue el primero de muchos otros eventos similares en el mundo cuyas vertebraciones estéticas se articularon orgánicamente en discursos y territorios creativos que dieron origen, en la década de los ochenta, a una suerte de fiebre multicultural por primera vez en la historia de los países llamados desarrollados. Desde esta pequeña isla de El Caribe se urdió la trama futura de los eventos internacionales de arte, cuyos propósitos lidiarían por mostrar la riqueza visual del Tercer Mundo, excluida durante siglos de los afamados rincones elitistas de Europa y los Estados Unidos de América. Más de tres cuartas partes de la humanidad se vieron de pronto representadas en un nuevo escenario –cubano, caribeño, latinoamericano– que luchaba tenazmente por visibilizarlas a pesar de los escasos recursos financieros y de logística del arte.

Tanto fue el impacto de la primera edición en el panorama global que, desde su misma realización, la Bienal de La Habana llamó la atención de artistas, periodistas, coleccionistas, instituciones e intelectuales de casi todo el mundo que llegaban a Cuba para mostrar obras, reflexionar, discutir, realizar talleres de creación con el público y festejar, de un modo u otro, la potencialidad de las expresiones artísticas de tantos creadores, muchos de ellos descubiertos de manera unánime a partir de la segunda edición en 1986, cuando fueron convocados África, Asia y Medio Oriente, además de América Latina y El Caribe. A algunos les costó trabajo reconocer lo alcanzado por el evento, pero no cabe dudas que surtió efecto aquella estructura ensayada por primera vez para articular imaginarios simbólicos a partir de investigaciones librescas y de campo en tantos países y regiones ignoradas o subvaloradas.

El mismo año de la tercera edición, 1989, Francia se propuso organizar una cita de similar tendencia, tentada por la magnitud y las expectativas creadas por la Bienal de La Habana: me refiero a la conocida exposición Les magicines de la Terre, curada por Jean Hubert Martin, cuya resonancia indiscutible generó, años más tarde, reconocimiento internacional en foros y simposios junto a la Bienal de La Habana, pues fueron considerados como los eventos más significativos de la década. Sin dudas, esa tercera edición condensó el nuevo modelo de megaexposiciones, pues se partió de un principio curatorial lo suficientemente cerrado y abierto a la vez, en cuyas nódulos esenciales convergían las artes aplicadas y artesanales, las expresiones más disímiles de la cultura popular, la arquitectura, en igualdad de condiciones que la pintura, el grabado, la escultura, la fotografía, los objetos, las instalaciones y las nuevas tecnologías.

Para la autora, la cuarta edición consolidó la Bienal en varios niveles, sobre todo en una mayor organización de exposiciones temáticas, una incipiente expansión de espacios hacia el este de la ciudad (específicamente en las antiguas fortalezas del Morro y La Cabaña, pues hasta ese momento el Museo Nacional de Bellas Artes había actuado como el centro de exhibición por excelencia, más el apoyo espacial de otras instituciones cubanas) y una presencia aguerrida de artistas cubanos no invitados a su cuerpo central. Y en el plano interno, la organización se llevó a cabo de acuerdo con una definida responsabilidad de cada uno de los integrantes del equipo que ya desde la edición anterior había asomado pero no cristalizado aun. La experiencia de los viajes de estudio e investigación había rendido sus frutos, particularmente en zonas bien alejadas en lo geográfico, y ya se contaba, pues, con un rico caudal de información como pocos centros de arte en el mundo, el cual sería la plataforma indiscutible del trabajo profesional futuro de los curadores y los encargados de la producción, el montaje y la promoción.

La quinta edición llevó a primeros planos la importancia del equipo curatorial para la toma de decisiones pequeñas y grandes, desde la selección de los artistas y expertos que formarían la estructura básica de la Bienal hasta el diseño de impresos y el esquema de divulgación. Según Llilian Llanes“los conocimientos acumulados permitieron que finalmente quedara establecido ese método de trabajo colectivo que desde entonces prevalecería, fundamentado, sobre todo, en la búsqueda de la excelencia….”, otorgándole especial énfasis a lo relacionado con el trabajo en la esfera económica del evento y en el de las relaciones internacionales, pilares importantes de lo alcanzado en 1994.

Cinco núcleos principales conformaron las exposiciones de esa Bienal y un notable grupo de exposiciones individuales reafirmaron la maestría de varios creadores de las regiones convocadas. Se diversificaron, asimismo, los espacios de exhibición en el Centro Histórico de la ciudad y la zona moderna, a pesar de las difíciles condiciones en que se llevó a cabo. Como señala la autora: “si bien siempre hubo un gran escepticismo sobre las posibilidades de supervivencia de la Bienal de La Habana, después de la Quinta ya nadie creía que pudiera continuar celebrándose…”, en el pórtico del capítulo dedicado a la última edición que dirigió, la sexta, en 1997.

Serían demasiados los detalles a nombrar aquí respecto a las vicisitudes vividas desde mediados de los noventa para la celebración de las ediciones de la Bienal, y que la autora desmenuza en las respectivas introducciones que hace a los capítulos, pero lo cierto es que no pocos pensaban que el evento (a diferencia de otros que cuentan con presupuestos millonarios en casi todo el orbe, lo mismo en Asia que en Europa o América Latina) pudiera continuar sosteniendo sus presupuestos teóricos y conceptuales, su propia estructura en forma de tríada (exposiciones, talleres y foros de debates) y su proyección local e internacional sobre la base de algunos miles de dólares, otros gastos en moneda nacional y una cada vez más escasa infraestructura de apoyo material brindada por instituciones locales y el propio Ministerio de Cultura. El país entraba de lleno en uno de los períodos más duros de su historia desde el punto de vista económico: el notable apoyo brindado desde su inicio ya no era el mismo, no podía ser aunque hubiese voluntad e interés en revertir dicha situación.

La Sexta Bienal, convocada sobre la base de reflexionar acerca del papel de la memoria en el individuo y en la sociedad, continuó transitando en lo esencial por todo aquello logrado en las ediciones anteriores, con un mayor apoyo por parte del gobierno local de la ciudad y de la Oficina del Historiador de la Ciudad en el ofrecimiento de espacios. Puso a prueba, una vez más, la entereza, tenacidad, coraje, flexibilidad e inteligencia de su directora y del equipo de curadores para sortear complejísimas situaciones de trabajo y un sutil escamoteo del alcance y significación del evento por parte de los medios internacionales de comunicación y de solapadas actitudes de curadores y críticos en Occidente, a quienes la Bienal de La Habana creaba demasiadas inquietudes, preguntas, temores, dudas, acerca de sus respectivos desenvolvimientos profesionales. Se trataba de un fenómeno inédito en el panorama global de los circuitos del arte surgido y desarrollado desde una pequeña isla del Caribe que no gozaba ya del respaldo intelectual experimentado durante los años sesenta.

Sin dudas, el libro Memorias…deriva en un resumen acucioso de las venturas y desventuras de quien dirigió un evento de tal naturaleza en condiciones complejas en el plano nacional, entretejido por un inventario increíble de anécdotas que dan fe de los avatares casi incontables por los que atravesó el equipo de trabajo, curadores especialmente, para llevar adelante uno de los proyectos más significativos de la cultura cubana en la segunda mitad del siglo xx.

El libro, “destinado en primer lugar a los jóvenes”, según deseos de su autora, contiene información relacionada con lo material, financiero, promocional, y con la organización y estructura interna de la Bienal. Menciona a diversos funcionarios, instituciones, personalidades, lugares, viajes, cartas, visitas, documentos, actas, números y cifras, que conforman ese recorrido por 15 años de intensa actividad en lo individual y lo colectivo aunque, según la autora en sus consideraciones finales: “(…) quedaron, sin dudas, muchas cosas por decir pero creo que la información brindada es suficiente para valorar la trascendencia que las distintas ediciones de la Bienal pudieron haber tenido (…)”

A pesar de la gran cantidad de páginas, en el libro no se aprecian eficaces imágenes de obras y proyectos significativos, aun cuando son muchas, sobre todo a partir de la cuarta y quinta ediciones. El hecho de no contar quizás con fotos en alta resolución (algo tan común ahora pero no en aquellos duros años de mediados de los ochenta y de toda la década del noventa) impidió destacar propuestas extraordinarias de numerosos artistas, de talleres y de los foros de debates, que hubiesen complementado de manera relevante la edición.

En los Anexos, de más de sesenta páginas al final, el lector puede hallar tablas de artistas participantes, manifestaciones y países convocados, conferencias, selección de artículos publicados por la prensa nacional y extranjera y otros datos.

Esperemos que este esfuerzo autoral y editorial se vea, en el futuro, complementado con la publicación de otras memorias que recojan las sucesivas ediciones de la Bienal a partir del año 2000, cuando se celebró la Séptima. La experiencia continúa con diferentes matices curatoriales y estructurales debido a una mayor complejidad de la escena local e internacional, y a transformaciones profundas en cada contexto cultural sobre los que actúa, lo cual hace del evento un desafío siempre cambiante y difícil en cada nueva edición. Contemos con que se animen a narrarlo sus nuevos y veteranos protagonistas.