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MUNDIALIZACIÓN Y CONFLICTOS CIVILIZATORIOS
30March

MUNDIALIZACIÓN Y CONFLICTOS CIVILIZATORIOS

Pocas épocas como la nuestra se han visto dificultadas para pensar su futuro. Una serie de cambios profundos, que tienen en la caída del muro de Berlín, la disolución de la URSS y la crisis de los llamados socialismos reales su referencia simbólica, han ido produciendo la relativización de los modelos con los que la tradición moderna había interpretado y explicado su experiencia, orientándola hacia lo que hegelianamente constituía el horizonte de su historia.

Lo que apenas hace unas décadas se presentaba como prometedor horizonte e inicio de una era dominada por los efectos de una ciencia y tecnología omnieficientes –recordemos la euforia que se derivó de ciertos informes que sobre el año 2000 publicitaban institutos dedicados al análisis de tendencias–, resulta ahora dificultad, incertidumbre, impotencia incluso, derivadas de un escenario en el que los hechos se resisten no sólo a ser interpretados, sino que se muestran cada vez más con una inusitada violencia. Y por referirnos a hechos más próximos, basta recordar cómo lo que en principio fue recibido con entusiasmo –sería suficiente volver a leer los comentarios políticos con los que algunos acogieron la crisis de 1989 y el derrumbe de los socialismos europeos anunciando un triunfante “ya hemos llegado” o aquel otro de “la historia nos ha dado la razón”– se tercia ahora en pesimismo o en un incómodo ser espectadores de unos hechos bien ajenos a las previsiones edificantes de ciertos pensadores sociales.

Bien es cierto que las lecturas sobre esta nueva situación no coinciden, y la posibilidad de aventurar prognosis sobre el futuro de la humanidad no ha dejado de ser para algunos, por ello, un ejercicio fácil y hasta prometedor. Coincidiendo con la crisis de 1989 aparecía el ensayo de Francis Fukuyama The End of History and the Last Man, cuya tesis era que con la caída del fascismo y del comunismo ya no quedaba oponente ideológico alguno al capitalismo liberal y que, por lo tanto, la guerra de ideas había terminado. Para Fukuyama, estos acontecimientos anunciaban “el fin de la Historia”, una época en la que los diferentes procesos sociales, ideológicos, culturales, quedarían subsumidos por un consejo generalizado en torno al capitalismo liberal occidental.

Dejando de lado que la creencia en que la historia podría llegar a su término, o que ya lo ha hecho –lo que constituye una variación filosófica sobre un tema judeocristiano–, lo que aquí nos importa es la interpretación de los hechos propuesta por el estudioso americano.

Remitiéndose a una vieja idea de Hegel –el propósito de la Historia era la realización de la libertad humana–, Francis Fukuyama no ve dificultad alguna para hacer coincidir una serie de hechos como los que giran en torno a la crisis de 1989, como la citada consecución de un destino moral, ejemplificado en la democracia liberal, que se revela para nosotros como el verdadero “significado de la Historia”. Esta adquiere sólo ahora su verdadero sentido: el de la realización racional de la libertad y de la esencia humana.

En claves distintas y desde presupuestos diferentes este mismo problema había sido planteado años antes por Herbert Marcuse en su desesperanzado One Dimensional Man, y más recientemente por Daniel Bell en su no menos famoso ensayo The End of Ideology. En el primer caso, Marcuse denunciaba la fatiga de un sujeto que, renunciando al horizonte utópico de la modernidad, hacía coincidir sus intereses con aquellas formas de vida que la sociedad capitalista avanzada había creado, remitiendo al espacio de una conciencia desdichada las formas de emancipación y cosmopolitismo que había organizado el proyecto moderno de la ilustración. Daniel Bell, más próximo a los hechos, advertía de la pérdida revolucionaria de la ideología del proletariado, al aceptar éste las compensaciones del estado del bienestar, una vez que los procesos de transformación social habían generado una nueva estructura social propia del capitalismo avanzado. Una política reformista, abierta a los diferentes nuevos tipos de complejidad económica, social, cultural, etcétera, era el único y eficaz método para una historia que había abandonado por imposibles otros horizontes. Y si Bell lamentaba, por una parte, la pérdida del entusiasmo utópico, se consolaba, por otra, con los nuevos y múltiples beneficios, especialmente los que se derivaban de la nueva gran homologación social.

De estas tesis de Daniel Bell, desarrolladas más tarde en numerosos escritos suyos, atentos a la deriva de un tipo de complejidad específico de la por él llamada postindustrial society, es deudora, sin duda, la interpretación de Fukuyama. No importa si la situación real de la humanidad sea bien ajena y distante del ideal, no sólo de la democracia liberal, sino y sobre todo del bienestar disfrutado por las sociedades que se amparan de tal democracia. Sólo una mirada que elige como centro y horizonte su propio mundo, puede prescindir de los hechos que la rodean, por dramáticos que resulten. Clifford Geertz y otros han establecido los límites de esta mirada.

Frente a esta universal globalización y casi como denuncia del ocultamiento de la historia real, se presenta el ensayo The Clash of Civilizations, de Samuel P. Huntington. Su intención era intervenir en el debate politológico que arrastra lecturas contrapuestas sobre el futuro de la humanidad. Si, por una parte, hay quien sostiene el fin de la historia y la gran globalización de los procesos sociales bajo el modelo de la democracia liberal propia de las sociedades postindustriales, por otra, after the facts dirá Huntington, es necesario priorizar el análisis de una serie de hechos que definen la situación del mundo en los últimos años. El retorno a la tradicional rivalidad entre los estados nacionales o incluso su crisis, causada por tendencias hacia el tribalismo y la particularización, adquieren hoy dimensiones nuevas que modifican el comportamiento tradicional de los conflictos políticos. Para Huntington “la principal fuente de conflictos en este nuevo mundo no será ya ni ideológica ni económica. Las grandes divisiones de la humanidad y la fuente de conflictos predominante será de carácter cultural. El choque de civilizaciones dominará la política mundial. Las líneas de fractura entre las diversas civilizaciones serán las líneas de frente del futuro”.

Las razones en las que se apoya la tesis de Huntington son, entre otras, las siguientes: el creciente papel que juega la conciencia cultural en los procesos de identificación social; el cambio en el sistema de relaciones internacionales, históricamente dominadas por países occidentales, hegemonía ahora problematizada desde instancias políticas y culturales diferentes; el posible desarrollo de instituciones internacionales políticas, económicas o militares estables al interior de cada una de las civilizaciones; una probable y peligrosa escalada militar a resultas de una polarización y enfrentamiento entre las diferentes civilizaciones; y la concentración de conflictos en torno a un eje sobre el que girará toda la política internacional y que no es otro que el de “Occidente y el resto del mundo”.

Este grupo de observaciones pone sobre la mesa elementos que, en su conjunto, señalan las líneas de nuevos conflictos de resistencia al proyecto de la gran homologación, sugerida por los defensores de la tesis acerca del “fin de la Historia”. Habría que recordar aquí cómo Daniel Bell, fiel a sus anteriores planteamientos, ha polemizado de forma abierta sea con el diagnóstico sea con el alcance de las posibles implicaciones estratégicas del análisis de Huntington. Para Bell queda claro que esa zona de riesgos descrita por The Clash of Civilizations se debe entender restringida al conflicto entre culturas y que no necesariamente debe trasladarse a lo político; éste tiene otra lógica y responde a otras conveniencias. Sin embargo, lo que al parecer no entiende Bell es que, tras esta simplificación, opera uno de los clásicos hábitos epistemológicos del funcionamiento social, incapaz de integrar en procesos más complejos los diferentes órdenes de una situación internacional que, tras la caída del muro de Berlín, el colapso del Imperio soviético, y la crisis en general del llamado socialismo real, parecen ser capítulos de una historia ya resuelta, sólo que a la espera de una próxima resolución.


Lo que nos interesa, por el contrario, del análisis de Samuel P. Huntington es su adscripción a una línea de crítica del proyecto universalista occidental que no por casualidad adquiere una creciente importancia política y social a lo largo de los años 80 y principios de esta década. La crisis del socialismo ha arrastrado también consigo la promesa de una emancipación universal, que debe ser ahora pensada desde parámetros nuevos. De alguna manera el proyecto marxista se inscribía en un horizonte universal, válido para todo proyecto emancipatorio. No resulta difícil reconocer cómo todas las ideologías internacionalistas son, en el fondo, variantes del pattern universalista de matriz liberal. En su origen está la idea de la unificación del género humano por vía económica, que no es más que una variante de la unificación de la humanidad por vía cultural y ética, tal como había sido propuesta por la Ilustración, de la Revolución Francesa a Kant.

A la crisis de estos proyectos le acompaña la emergencia de una serie de latencias de la dinámica cultural, económica, social. Estas zonas de latencia recorren todas aquellas áreas del planeta que se consideran excluidas de los beneficios del sistema capitalista mundial. Esta crítica no es sólo intelectual, sino que se organiza como una crítica militante que considera el proyecto universalista como un proyecto etnocéntrico, construido para un sujeto cultural fuertemente homogéneo de matriz europeo-occidental.

A esta crítica del universalismo occidental se añade un elemento todavía más preocupante, como el retorno del pathos comunitario de las culturas, que no se limita a denunciar el carácter ontológico de las culturas hegemónicas, sino que defiende la necesidad de reescribir la propia historia, al margen de cómo Occidente ha entendido la historia de la humanidad. La afirmación y desarrollo de este pathos señala hoy día uno de los ejes de conflicto y colisión más importantes en el análisis de Huntington. A lo que habría que añadir un nuevo hecho: resulta curioso observar cómo en la época en la que el proceso de internacionalización del capital es máximo y la universalización del modelo capitalista liberal se proyecta a escala planetaria, al mismo tiempo y coincidiendo con las múltiples zonas de resistencia a la tan comentada globalización, surge una lógica de los derechos, ya no ligada a la dinámica de la promoción individual, como había acontecido en los 60, sino una lógica de los derechos de los grupos, de los colectivos, de las etnias, que asumen cada vez más connotaciones culturalmente homogéneas. Crece así un nuevo mapa que, en la medida en que se afirma, genera oposiciones y conflictos, cuyo alcance hoy puede considerarse imprevisible. Sea cual sea el posible grado de diálogo o polarización entre las dos tendencias –piénsese por ejemplo en el aumento de formas de intolerancia, racismo, xenofobia, etcétera, generalizados en Europa y otras partes del mundo; sin olvidar tampoco el capítulo de los integrismos en sus diferentes manifestaciones–, lo que sí es cierto es que nos enfrentamos a una nueva situación política y culturalmente entendida.

Charles Taylor, en su ensayo The Malaise of Modernity, ha suscitado el multiculturalismo como el problema central de nuestra época. Queramos o no, el futuro será mestizo, y se precisan nuevas formas de tolerancias y comunicación. En una sociedad moderna ya no es posible ni deseable una homogeneidad global; es necesario junto al reconocimiento y defensa de la universalidad –cada vez más abstracta–, un reconocimiento de las diferencias, de la identidad cultural de cada grupo y colectivo. Es un difícil trabajo al que necesariamente debe remitirse la ética contemporánea, necesitada de un concepto más radical del Otro. Ha sido el mismo Charles Taylor el que en uno de sus últimos trabajos, Multiculturalism and the Politics of Recognition, ha analizado las posibles vías de un trabajo que transcienda el espacio de la crítica y desemboque en procesos operativos. El respeto y reconocimiento del Otro pasa por legislaciones que legitimen de partida una situación de facto y la amparen posibilitando dinámicas abiertas y de integración. La defensa que Taylor hace de una comunidad liberal de grandes dimensiones puede ser la idea que regule el proyecto de una historia abierta a construir, cuyo sujeto será el resultado de un proceso complejo de interrelaciones culturales y políticas. Sobre la dificultad de este proceso sería útil un análisis más detenido de lo que ha venido a llamarse The Liberal-Comunitarian Debate y en el que han participado pensadores sociales como Habermas, A. Macintyre, R. Dworkin, entre otros, pero este análisis resultaría excesivo para estas páginas.

Sí sería un olvido imperdonable no traer a reflexión, a caballo entre los problemas del multiculturalismo y los conflictos de la sociedad contemporánea, un nuevo factor, cuya importancia y carácter decisivo, en cuanto a los asuntos arriba comentados, resulta indiscutible. Me refiero al factor demográfico y migratorio. Una serie de trabajos e informes sobre este problema no hacen más que insistir en la absoluta gravedad que acompaña el desarrollo de este factor. La Organización Mundial de la Salud y el Fondo de Población de las Naciones Unidas calculan que los aproximadamente 6 500 millones que habitan hoy el planeta se transformarán en 9 000 hacia el año 2025, para llegar a un número entre 10 000 y 14 000 millones en 2050. Este aumento espectacular de la población, como todos sabemos, no acontece de forma regular en todo el planeta. De hecho, el 95 por ciento del aumento previsto se dará en los lugares más pobres de la Tierra: en India, China, América Central y África. Algunas zonas del globo se están transformando en sociedades adolescentes (el 60 por ciento de la población en Kenia tiene menos de 15 años), mientras que otras acusan un profundo envejecimiento (el 20 por ciento de la población sueca tiene más de 60 años). Sumando este desequilibrio demográfico al económico y social ya existente, asistimos hoy a la aparición de una vasta falla demográfico-tecnológica que divide de manera profunda al planeta. El mayor reto al que se enfrenta hoy la sociedad global es el de evitar que esta falla estalle en una crisis que conmueva al mundo. Paul Kennedy, en su ya célebre ensayo Preparing for the 21st Century, ha dejado claro que “el inminente diluvio de gente ahogará todos los demás problemas del siglo XXI”, haciendo no sólo necesario, sino rigurosamente urgente, una reflexión que derive en políticas capaces de decidir sobre un cambio en las prioridades culturales, pero esto sólo resultará probable si contamos con la visión global y la voluntad necesaria para articular principios universales más amplios. Por ahora, son otros los intereses y la primacía de los problemas internos de las democracias occidentales –piénsese en los que se refieren al desempleo, mantenimiento del nivel de bienestar, etcétera–, y se orientan en otra dirección. Pero resulta absolutamente urgente promover políticas responsables que impidan llegar a situaciones límite e irreparables. Henry Kendall afirma que “si no estabilizamos la población con justicia, humanidad y compasión, la naturaleza acabará con nosotros y lo hará brutalmente y sin piedad”. Y entonces será difícil tener esperanza.

La consideración de estos riesgos últimos no debe restar importancia a otras dinámicas inevitables que la situación actual ya está generando, como son los fuertes movimientos migratorios de estas últimas décadas y cuyo futuro, por las razones que se han ido anotando, es todavía complejo. Hoy por hoy resulta uno de los elementos decisivos a la hora de plantear los problemas de la multiculturalidad. Por una parte, las razones que humanamente fuerzan a masas de población a abandonar sus países de origen en busca de formas de subsistencia; por otra, la dificultad de las sociedades receptoras para arbitrar políticas tolerantes y solidarias, sin caer en un tratamiento profiláctico o policial de la migración. M. Walzer, en su Exodus and Revolution, señala lo inevitable y dramático que puede resultar una alternativa de tal tipo a sociedades que tienen que elegir entre la muerte por hambre o la emigración. Y Hans Magnus Enzensberger, teniendo como campo de análisis el caso alemán, ha realizado en las páginas de Die Grosse Migration una de las meditaciones éticas más radicales sobre los tiempos que están ya ahí. Una compleja máquina de derechos, diferencias, identidades, comportamientos, exclusiones y violencias, que entra en acción tan pronto el proceso de la emigración se desencadena, alterando el confortable y defendido castillo del bienestar y la identidad.

Bien es cierto que el terror de las cifras no tiene ojos y que ni las estadísticas ni los informes más dramáticos deciden la modificación necesaria de las prioridades y las políticas. A veces se tiene la impresión de que determinados problemas son interpretados como si de una fatalidad se tratase, mitad destino, mitad impotencia, ante los que sólo queda la resignación, renunciando a aquello que nos hace humanos, a la dignidad de la razón y la conciencia, lugares desde los cuales afrontar la historia de la humanidad, para que ésta no sea el escenario de la abdicación y la muerte. Otras, son los hechos que, transformados en evidencia, convierten la realidad en insufrible, llevando a la humanidad a buscar más allá y contra los hechos un nuevo horizonte, otra cultura. El conflicto entre estas interpretaciones puede decidir la suerte de una historia próxima.

Una historia que se ve atravesada por una nueva frontera que divide a la humanidad en dos mundos cada vez más distantes entre sí. El viejo sueño de la unificación alemana –la Historia había sido pensada como la realización de la libertad y la dignidad humanas– corre el riesgo hoy de ser un “sueño soñado”. Los hechos se obstinan en probar que la tendencia se orienta en otro sentido que el de aquella razón edificante. No sé si es tarea de la crítica o del corazón hacer frente a esta ilegítima escisión, precisamente cuando las mediaciones clásicas, la política incluida, deciden sobre otras prioridades y objetivos. Si algo queda claro es la incompetencia ética de cierto pensamiento social a la hora de enfrentarse a esta nueva situación. Sin darnos cuenta, en dos o tres décadas nos hemos convertido en domésticos. Nuestro mundo coincide con el de nuestros intereses o problemas. Es hora de atravesar este círculo de tiza y exponernos a otra mirada. Sólo recorriendo esta tierra de nadie, que paradójicamente nos protege, podremos establecer un proceso de reconocimiento que, más allá de las buenas intenciones, construya otro orden del mundo. De lo contrario estamos condenados a ser póstumos de por vida.

Derivas de la identidad

Es a la luz de estos problemas que ha cobrado una relevancia indiscutible la cuestión de la identidad cultural. Lo que a principios de siglo se presentaba como una incipiente reflexión –tantas veces planteada bajo las retóricas de la supuesta identidad nacional–, a finales del mismo ha pasado a ser una cuestión central para todo tipo de estudios y análisis, preocupados por la interpretación de los procesos configuradores del mundo contemporáneo. Las diferentes tradiciones críticas que más eficazmente han colaborado a definir el problema, han hecho posible un tipo de análisis que abarca tanto su perspectiva histórica como sus implicaciones críticas. Para unas y otras resulta claro que las supuestas identidades culturales nunca son algo que venga dado, sino que se construyen de manera colectiva sobre la base de la experiencia, la memoria, la tradición, así como de una amplia variedad de prácticas culturales, sociales, políticas. Este proceso debe ser pensado históricamente, es decir, a partir del sistema de relaciones que han definido los diferentes mundos culturales, a veces desinteresados por mostrar la lógica de sus propias identidades e imaginarios. Es obvio que estos procesos no son autónomos. Por el contrario, operan dentro de un dinámico sistema de interdependencias, cuya lógica no es ajena a las relaciones de dominación que han regido entre las diferentes culturas. Foucault y Said, pero también Gayatri Spivak, Rey Chow o Homi K. Baba, entre otros, han mostrado el comportamiento de los mundos simbólicos en conflicto. Para estos análisis es necesario que afirmemos nuestras densas particularidades, nuestras diferencias, tanto las vividas como las imaginadas, pero, ¿nos podemos permitir dejar de teorizar la cuestión de cómo nuestras diferencias están emparentadas y, sin duda, jerárquicamente organizadas? ¿Nos podemos permitir, en otras palabras, tener historias completamente diferentes o vernos a nosotros mismos como si viviéramos –y hubiéramos vivido– en espacios heterogéneos y distintos? Estas interrogaciones que S.P. Mohenty nos plantea no son sólo intenciones, sino que se presentan como verdaderas orientaciones metodológicas. La perspectiva postcolonial –tal como está siendo desarrollada por comparativistas y teóricos de la cultura– ha abierto nuevas perspectivas a cuya luz las relaciones de interdependencia son estructuralmente fundamentales a la hora de definir los diferentes universos culturales, que antes eran considerados autónomos. Desde este punto de vista, toda la cultura debe ser entendida como la producción incompleta de significado y valor, a menudo constituida por exigencias y prácticas inconmensurables. La cultura se extiende para crear una textualidad simbólica, para darle a la cotidianeidad un aura de individualidad, la promesa de placer que todo orden simbólico postula, anota Homi K. Baba en Nation and Narration.

Este orden simbólico se complementa con el desarrollo de imaginarios paralelos, cuya lógica rige la deriva de identidades nómadas o mestizas, señaladas por la marca de su propia oscilación. Un ejemplo excelente para ilustrar esta tensión es la distinción entre Occidente y Oriente y su desarrollo en la literatura, la pintura y la música europeas del siglo XIX. Desde el ya clásico La Renaissance orientale, de Raymond Schwab, hasta Orientalism, de E.W. Said –texto de referencia para cualquier discusión contemporánea sobre el problema–, puede seguirse un larguísimo proceso de relaciones e interferencias sobre las que se han construido los modelos de lectura e interpretación con los que Occidente mira a Oriente. No se trata de establecer una arqueología de esta mirada, sino de reconstruir el proceso con el que Occidente ha ido definiendo el rostro del Otro, que halla bajo formas ajenas a su identidad, sea cual sea su especificidad cultural. El gran laboratorio teórico y crítico que representa hoy el debate contemporáneo sobre el orientalismo, transciende la problemática específica de la que parte, para postular hacia delante nuevas formas de aproximación a la discusión contemporánea sobre la identidad.

Hoy resulta obvio el carácter híbrido y mestizo de todas las culturas, más allá de las retóricas de dominación con las que algunas quieren o pretenden defender su carácter de excepción. Gracias a los esfuerzos realizados por historiadores como Hobsbawm y Ranger (The Invention of Tradition) o Martin Bernal (Black Athenea), sabemos cómo las tradiciones pueden ser inventadas, construidas a partir de herencias silenciadas o manipuladas. Hay momentos que necesitan definir políticas fuertes de la identidad, hasta el extremo de poder desarrollar mecanismos de exclusión de todo aquello que no se corresponda con los propios estereotipos culturales. Frecuentes conflictos contemporáneos tienen en la base esta dificultad. Los nacionalismos, los fundamentalismos –habría que hacer las oportunas diferencias conceptuales entre unos y otros– aplican con frecuencia, en defensa de su propia identidad cultural, mecanismos tantas veces excluyentes, marcados por formas de intolerancia y violencia. Frente a estas estrategias, es necesario construir una mirada abierta a la complejidad de una época profundamente multicultural. Si se habla hoy de una cultura de la postidentidad –Cultures In-between, dirá Baba– es para indicar los procesos de desplazamiento que descentran y permeabilizan los referentes, tanto simbólicos como imaginarios, de las culturas contemporáneas. Analizar estos desplazamientos es algo más que un simple ejercicio crítico. Se trata de ir más allá de ciertos planteamientos que se agotan en una reflexión más o menos edificante. Ir más allá significa en este caso replantearnos las profundas limitaciones que tiene nuestro concepto liberal de comunidad cultural. Los debates contemporáneos sobre multiculturalismo y comunitarismo han abierto un amplio espacio de discusión al que debemos remitirnos. Una sociedad cada vez más compleja como la nuestra debe asumir desde su propio funcionamiento la idea de diferencia. Lenguas, etnias, géneros, etcétera, son la base estructurante de una diferencia que debe reflejarse en la mirada de quien la interpreta, pero también en la política de quien orienta sus problemas y propone su solución.

Se trataría de construir conceptos suficientemente abiertos que nos permitan pensar las nuevas situaciones, los nuevos conflictos. En definitiva, lo urgente es construir modelos de interpretación próximos a las complejidades crecientes, que nos permitan no sólo adecuar nuestra mirada, nuestra lectura, nuestra escritura, a esta nueva perspectiva, sino que haga también posible una política que, lejos de supuestos privilegios administrados desde imaginarias identidades, nos acerquen a nuevas formas de tolerancia y libertad.

Desafíos

Frente a esta nueva situación, bien es cierto que se han levantado en las últimas décadas voces de alarma sobre los riesgos y peligros que acompañaban casi de forma natural los procesos iniciados. Bastaría recordar los no olvidados informes del Club Roma, Limitis to Growth, de 1972, o el más reciente de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo –el conocido Informe Brundland– Our Common Future (1987), que acuñó el concepto, ahora utilizado universalmente, de desarrollo sostenible. Como también los problemas planteados en la Conferencia de Río de 1992. Fue allí que por primera vez se hizo pública y expresa la exigencia de que la humanidad pueda decidir su destino, un futuro que no tiene por qué ser decidido por los imperativos de la competitividad de la economía liberal del mercado. Hoy, años después de aquella Conferencia, queda bien en evidencia cómo los intereses particulares y “privados” de una minoría –el G7– impiden una verdadera reflexión, la definición de una agenda de investigación y actuación y, finalmente, una nueva orientación de las estrategias macroeconómicas que definen el futuro del planeta.

Lo que está en juego es la defensa de los bienes comunes, entre los que tienen también que figurar el conjunto de los derechos sociales: el derecho al hábitat, a la salud, a la educación, a la cultura; pero también el derecho a la paz y el rechazo a las guerras, a la violencia, sea cual sea su origen y forma. Para ello hay que construir y defender la idea y práctica de una ciudadanía mundial, enraizada en una redefinición del bien común y del interés general planetario. Frente a la jungla de los intereses, urge la concretización de nuevos valores que orienten la experiencia de la humanidad para el próximo siglo. Pierre Bourdieu advertía del riesgo de ser destruida que corría la actual civilización. Lo sería si nadie resistiera a los procesos en marcha, forzados a homologarse con las estrategias generales arriba citadas. Se trata, afirmaba Bourdieu en su intervención en la Gare de Lyon en diciembre de 1995, de reivindicar un pensamiento crítico que, haciéndose cargo de la nueva situación y la complejidad que la caracteriza, vuelva a construir un proyecto social y cultural que corrija y evite los ajustes del sistema actual. Se trata de volver a articular el momento de una interpretación nueva del mundo con el de su transformación. En juego está el mito moderno de la igualdad, la justicia, la libertad, principios sobre los que se ha construido nuestro modelo civilizatorio.

Este proceso tiene que ver con ciertas urgencias que no pueden ser aplazadas. En primer lugar, es necesario organizar nuevas formas de solidaridad planetarias en defensa de los bienes comunes de la humanidad. Esto implica la decisión a favor de una política de civilización, tal como Edgar Morin y Sami Naïr han planteado. Una lectura de la complejidad actual exige necesariamente el cambio de ciertas estrategias. Otro tipo de relación económico-financiera, un concepto nuevo de codesarrollo, una política más solidaria, capaz de proyectar más allá de la situación heredada nuevas ideas y dinámicas de desarrollo, que impidan situaciones estructurales críticas como las que sufre buena parte de África, Asia y Latinoamérica. Se trata de procesos de deterioro acelerado, cuya capacidad de modificación es prácticamente nula si se mantienen las actuales políticas. El crecimiento demográfico, la crisis de sus estructuras sociales, la costosa financiación impuesta, obliga a estos países a soportar un futuro inhumano, del que somos testigos silenciosos.

Se trata también de construir un nuevo pensamiento crítico que haga suyo un nuevo proyecto utópico. Hay una necesidad de utopía en el pensamiento contemporáneo que ha ido aceptando uno de los tipos más vergonzantes de domesticación. Lo afirmaba Ignacio Ramonet en las páginas de Le Monde Diplomatique y con él muchos de nosotros. Se trata de pensar nuevos conceptos, nuevos valores, que posiblemente ya estaban presentes en la tradición moderna, que habían quedado relegados y olvidados en nuestros análisis de la actual situación mundial. Hay que recuperar un internacionalismo necesario, espacio político en el que se encuentren los problemas, se discutan las soluciones, se proyecte el futuro de la humanidad. Esto implica también la recuperación de nuevas formas de política, de discusión, de participación. Junto a las solidaridades antes invocadas, hay que tener también presente una línea de emergencia en la que coinciden nuevos sujetos, nuevos acontecimientos políticos. Se trata de reconocer y apoyar la importancia que tienen hoy los diferentes movimientos de solidaridad. Por ellos pasa una amplia y generosa demostración de la fraternidad humana.

Finalmente, es urgente asumir una nueva responsabilidad frente al futuro inmediato de nuestro mundo y de la humanidad. Un ideal moral que nunca dejó de ser el horizonte hacia el que la experiencia humana caminaba, sabedora de que hay ciertos mínimos innegociables, como son, por ejemplo, los que recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos.