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Diago: como la vida misma
29May

Diago: como la vida misma

Por: Estrella Díaz 

                                    «Hasta que no exista una igualdad, una justicia para todos —me refiero al mundo entero—,                                            siempre el cimarrón va a ir al monte...».

El pintor Roberto Diago nació en 1971 en Pogolotti, una humilde y periférica barriada de La Habana; en otras palabras, una zona culturalmente poco favorecida, pero gracias a su entorno familiar —no olvidar que es nieto de Roberto Diago Querol, uno de los primeros pintores cubanos en entender y asumir la abstracción— desde muy niño tuvo contacto con figuras clave de la cultura cubana que sembraron en él valores y cimentaron una rebeldía innata que lo acompañan hasta hoy no solo en su vida, sino también en el arte que cultiva.

Su abuela, Josefina Urfé, pertenece a una familia que ha hecho grandes aportes a la música cubana. A ella —según ha dicho Diago— le debe mucho, porque fue quien lo llevaba a los cursos que se impartían en el Museo Nacional de Bellas Artes con los profesores Mercedes Peñaranda y Oscar Morriña, entre otros excelentes pedagogos. «A mí me gustaba —aún me gusta— jugar a la pelota, pero ella me agarraba de la mano cada sábado y me arrastraba a las clases de pintura. Mi mamá quería que yo estudiara una carrera militar, pero mi abuelita se opuso enérgicamente. Siempre se lo agradeceré».

En el año 1990 Diago se gradúa de la exigente Academia de Artes de San Alejandro en la especialidad de Escultura, y aunque reconoce y valora la importancia del estudio, considera que en su caso la escuela le aportó un ochenta por ciento, porque «venía con un veinte de la casa». Sin embargo, mucho les agradece a algunos profesores como al veterano Antonio Alejo, quien lo transportaba por el mundo a través de diapositivas. «Era un erudito, y me acercó a las raíces del arte antiguo». También con particular gratitud evoca a su maestro de escultura, Ramón Casas, quien lo introdujo en la tridimensionalidad. «Mi actual forma de ensamblar se la debo a él», dice.

De hablar suave y dicción esmerada, Diago sopesa cada palabra, cada criterio, y eso hace que sus reflexiones parezcan venir de la sabia ancestral de la que es orgulloso heredero: África —con todo lo que significa e implica— está en él no por el color de su piel, ni por su achatada nariz, ni por su mirada escrutadora, sino por el aire de rebeldía y la libertad que rezuma y destila su obra. Esa ha sido una de sus constantes. 

Las religiones de origen africano también tienen un marcado peso. La explicación es sencilla. «Por ejemplo, agarras a un muchacho del corazón de Guanabacoa, lo pones a estudiar música en un conservatorio, y luego ese muchacho va a estudiar al Instituto Superior de Arte. Claro que lo que resulta es una bomba, porque posee una elevada formación teórica y una esencia cimarrona de base, que fue lo que vivió y donde dio sus primeros pasos. Esa referencia tiene mucho que ver conmigo».

Argumenta enfático y concluyente que en la cultura cubana «el que no tiene de congo, tiene de carabalí. Tú no hablas español porque quieres, sino porque lo tienes incorporado, y la religiosidad, de una u otra manera, está en todo cubano. Cuando uno ve un automóvil que tiene una tirita roja para los malos ojos o cuando ponen ciertos elementos religiosos en la casa, ya eso es parte consustancial del ser cubano. La religiosidad es algo cotidiano y también ha sido una herramienta de resistencia a través del tiempo».

 

«Crear una propia estética de la precariedad me ha dado excelentes resultados y satisfacciones».
«Crear una propia estética de la precariedad me ha dado excelentes resultados y satisfacciones».

 

Y esa resistencia tiene que ver con una actitud de rebeldía, de no doblegarse. «Hasta que no exista una igualdad, una justicia para todos —me refiero al mundo entero—, siempre el cimarrón va a ir al monte, pero ya no al monte físico, sino al monte intelectual, y va a evocar a todos los ancestros para que nos den la fuerza para seguir viviendo». 

Con su primera muestra personal en 1994 —realizada en Olorón, una pequeña localidad francesa— rompe el hielo, y de entonces a la fecha muestra un quehacer ascendente, pero sin saltos bruscos. Su sobria paleta tiene que ver con sus inicios en la compleja década de los noventa, en que la Isla estaba sumergida en una profunda crisis económica. «En la escuela lo teníamos todo y, de repente, se acabaron los suministros, pero había que trabajar. Fue el momento en que comencé a emplear chapapote, cemento o lo que encontrara, y ese tipo de material, solamente, permitía la gama de los ocres y los sepias. Hice investigaciones exhaustivas y me conecté con el arte matérico y la tendencia povera, que surge en sociedades industrializadas en las que, teniéndolo todo, van a lo más simple, a lo primigenio. Crear una propia estética de la precariedad me ha dado excelentes resultados y satisfacciones».

Independientemente de estas razones —que son tan válidas como entendibles—, lo que subyace en la obra de Diago, en cuanto al color, es una manera muy personal de protesta, un grito que se revela contra los estereotipos, una forma de decir no a la manera de crear de algunos artistas que se dejan someter a las reglas del mercado o que, simplemente, hacen concesiones cromáticas para complacer a galeristas o coleccionistas. 

Diago no cae en folclorismos serviciales: si usa el rojo es porque guarda una relación con la sangre, con el rito, con la esencia; si se inclina hacia el gran formato es para apabullar, para avasallar al espectador. Son, en definitiva, señales que van marcando la pauta de su quehacer, de una estética ruda y cruda en la que el hombre está en el centro. Pero no es el hombre aislado y separado de su contexto, sino inmerso, participante, crítico y, sobre todo, tangible y humano, como la vida misma.

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