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Sobre lo bello intransigente
29July
Artículos

Sobre lo bello intransigente

Rocío García es una figura imprescindible del arte contemporáneo. La ubicamos cercana a las pulsiones de artistas como Antonia Eiriz y Francis Bacon, deudora de la estética del pop art y la nueva figuración, manando en cierta corriente dentro de la pintura enfocada en la autoconciencia del objeto artístico. La asumimos como parte de cierta voluntad reivindicativa, apremiante en Cuba a finales del siglo pasado. Y en todos esos escenarios la reducimos bruscamente.

Ella habita más allá de donde alcanzan los estereotipos. Es una mujer implacable. En su carácter se equilibran rudeza y dulzura con una elegancia sencillamente encantadora. Y su obra le es fiel. Tiene un espíritu desenfadado: no cree en opulencias, no practica la hipocresía, se arriesga constantemente en nombre de su verdad, lúcida y arriesgada, no teme a la belleza, ni cree en convencionalismos. Erótica por naturaleza, es sutil y poderosa. 

Pinta para sí, como resultado de un diálogo interno a través del cual pretende combatir sus propias incertidumbres, resolverse. La única nota invariable de su poética y su personalidad es la lucidez. Para Rocío no existen cortapisas o ardides, pues la verdad no necesita de afeites. De esta actitud se desprende un tipo de autoridad sin paralelos. Consecuente, su pintura es fluida y certera. 

El mayor mérito de su poética es lograr conservar la belleza por encima de todo contenido o esfuerzo expresivo: complacerse ante sus telas es desdoblarse, devenir cómplice. 

Más allá del erotismo y sus posibles connotaciones, su obra recaba en lo que la palabra libertad significa. Tras la desfachatez del cuerpo y la lucha sexual laten intensos dramas, gravitantes en torno a la represión de la identidad personal. El poder es un asunto implícito, que se debate mientras lo sacro languidece ante la primacía de lo profano, el honor deviene morbo, y el exhibicionismo expresa el miedo a la sinceridad pública y viceversa. Socavar algunos de los modelos conductuales dominantes en el ritual social vigente le permite deconstruir lo que paternalismo y condescendencia implican en nuestras circunstancias. 

En su serie más reciente, titulada BelikiTuman, su poética arriba a un momento de sofisticación y pureza notabilísimo. Se dispone a desenrollar su sensibilidad e imaginería, motivada por una voluntad autoconsciente que apunta a cierto estado de madurez creativa, estrategia en la que el dibujo ostenta un peso determinante. El contexto en que se inserta es muy peculiar: algunos de los códigos más elementales de su obra han sido asimilados por el gusto público, y lo escandaloso de otras temporadas se ha sosegado. Se impone pues desdoblar el lenguaje. 

No debemos olvidar que Rocío procede de una enseñanza fundamentalmente académica, y su obra, aun en los escenarios más efusivos, es rigurosamente dibujística. Dicho recurso le complace enormemente, esta serie así lo demuestra. A todas luces le interesa revelar los detalles estructurales hasta en las soluciones más insospechadas y aprovechar al máximo la sutil elocuencia de la textura del dibujo sobre la crudeza del lienzo. Sin premeditación, y en un acto de espléndida autocomprensión, regresa a sus años de estudiante, a sus experiencias en la Academia Repin de San Petersburgo, a la lógica interna del boceto y a todo cuanto implica a nivel personal recordar dichos episodios, sin incurrir en escamoteos o perder tiempo en tragedias teóricas, pues, a la larga, las cosas se pintan como son y la pintura no debe ser otra cosa que el reflejo del carácter.

Al ser la línea la entidad suprema, la sombra, antes entintada, ahora resulta en arabesco; los rostros en refinados perfiles; el color, una dote de acuarela cargada de vapores. El verde aceituna se abre en ligeras vetas amarillas y blancas. El color procura no sobreponerse jamás a la enérgica floración del trazo. Todo ello resulta finalmente en la reafirmación de una sensibilidad creativa precisa, pero espontánea, elegante y brutal. En ello subyace además un ligero toque de exceso. En el ambiente se respiran aires preciosistas y despunta la decadencia. El mundo de estos acontecimientos está en crisis, sin dudas. La placidez del rosa, las armonías leves, suaves, delicadísimas, el hedonismo lineal, conforman una atmósfera ligeramente enfermiza. Pero ese rosa no funciona como un signo oscuro, y la línea como yugo por efecto propio. Solo el virtuosismo de un lenguaje bien cocido es capaz de generar tales trastrocamientos. En la sutileza, en el culto a lo bello, en la rigurosa atención al lenguaje, hay ciertas dosis de manierismo, lo cual hace notar además, el acerbo clásico de la artista. 

Beliki Tuman, tangencialmente, recorre la tradición representativa de Occidente en retratos, naturalezas muertas y pintura de historia, en lo cual subyace una alta dosis de ironía. Revisitar los modelos representativos legítimos de Occidente implica el cuestionamiento del poder desde los terrenos del arte, la imaginación y el conocimiento, afirmando a la subjetividad como el plano donde la objetividad puede ser recompuesta y radicalizada. 

Todo comienza con un Hum… sospechoso. Un tipo atractivo, emparentado con el modelo masculino tratado en series anteriores, detiene el paso ante una mancha de sangre que se ha deslizado por debajo de una puerta entreabierta. El espacio en que todo acontece es de una pulcritud inquietante. De verde y con una pose ceremoniosa, una suerte de semidiós se cuestiona la vida y la muerte ajenas con pragmatismo y distancia. Su pose esconde un carácter forjado entre veleidades y lujuria, de sobretonos afectivos y cierta egolatría. La presunta onomatopeya, elevada a condición de título, transparenta la falsedad de su consternación, y con ello socaba el mito que está obligado a encarnar. En medio de tanto silencio y estupor es desollado cierto ideal de heroicidad y su arquetipo. En la narración hay un alto sentido de hermosura. Como reza cierta voz popular, no hay nada más bello que una idea que ha llegado a su fin. 

Otra escena, Ahí viene… ¿Quién? esa gente…, es una metáfora de la complicidad existente tras los escenarios del poder. Como en la anterior, el espacio ha sido tratado de una manera excepcional. Acostumbrados a matices fuertes, interiores penetrantes, tormentosos, presuntamente nocturnos, reaccionamos con cierta desconfianza ante la castidad de un ambiente impreciso e inflexible. No son los bares, los cuartos de alquiler, los baños públicos de fantasías anteriores. Este nuevo sentido del espacio ha sido desprovisto del sofoco y la musicalidad de aquellos. Queda sugerida, tras la idea de la pureza, la oficialidad de un entorno casi siempre abierto que mantiene resistente a la vista pública. 

En esta pieza la escena sexual implícita acontece desde el temor al revelamiento. Los escorzos traslucen la ética del postureo: en la sorpresa va implícito el miedo a ser develados, y con ello, expuesta la falsedad de las apariencias y del mito. 

Un personaje sin paralelo en su obra, el mártir, aparece en …y quizás un héroe, una imagen portadora de una espiritualidad enardecida. Un conjunto de silenciosas y meditativas cabezas orquestan un canto de franca pureza. La armonía alcanzada desborda los límites del lienzo. Aquí la sutileza es dominante, al igual que cierto sentido del decoro, que se revierte en una estética sobria, delicada y a la vez vigorosa. Sin dudas, es una imagen especial al interior del conjunto. 

En ello lo narrativo ha sido desplazado por lo lírico y el proceso de trabajo cobra mayor sentido, sublimado en un intenso vínculo emotivo. La parte del cuerpo más difícil de pintar es la cabeza. La artista en más de una ocasión ha mencionado las horas de estudio y tenacidad que dedicó a dibujar cráneos. Dominar ese recurso era de extrema importancia para ella, pues concierne tanto al campo de la apariencia como a la estructura interna de la representación. Tan obsesivo ejercicio es un acto introspectivo y de cuestionamiento. 

Estos semblantes nobles, límpidos, castos, vibran al son no de la muerte o el dolor, ni de la represión. Cabezas pensantes son cabezas vivas, dotadas de coraje y dignidad. El espíritu que las mueve está contenido. Son como frascos con ojos. Tal nivel de patetismo recuerda a la estatuaria griega clásica, a su inventario de rostros tensos y afligidos, ligeramente virtuosos, gráciles, moderados, prendidos en un arrebato de serena grandeza. 

Justo frente a esta imagen, ocultos entre arbustos, unos cuerpos descabezados marchan silenciosamente. No son cadáveres, al contrario, son seres coartados. Esta masa es el reducto del hombre común. Son Los elegidos. 

Si bien en la pieza anterior era insistente el trabajo con la anatomía, en este caso es apremiante el manejo de los recursos vinculados con el espacio. Este «paisaje» es una apología a la profundidad como recurso visual. Pese al contexto pictórico determinado por cierto horror vacui, el entorno se dilata insospechadamente. El efecto resulta de la descomposición de las leyes de la perspectiva, pues la sensación de profundidad emana del escorzo de las líneas de fuga. Lo establecido, lo tradicional, el recurso del canon es torcido.

En estas obras queda entredicho el concepto de ser, mediante claras alusiones a la filosofía clásica, la metafísica, la estatuaria; la disección entre cuerpo y alma, mundo sensible y mundo de las ideas, apariencia y verdad. Más que el cuerpo, es su imagen escultural, es el despojo y herencia del cuerpo. Más que el cuerpo y la carne, es su cultura. De esta manera es revisitado lo que la representación significa para el pensamiento occidental. 

Un díptico funciona en la serie como vaso dilatador del discurso enunciado. En él toma códigos de la pintura histórica con cierto énfasis subversivo. En una sala ligera y traslúcida en la que se abren unos amplios ventanales, impregnada de asepsia, un sujeto muestra sus paranoias mientras espera al enemigo, aún. Lo ridículo, cual divertimento, señala el anquilosamiento de ciertos discursos. Afuera, entre los árboles, la bruma crece. 

BelikiTuman, frase tomada del idioma ruso, significa Gran Niebla. 

La irrupción de Rocío García en un ambiente cultural tan volátil como el nuestro, con una estética irreprochable, con un sentido de la belleza altamente refinado y un gusto implacable por la pintura, llama la atención sobre la función que debe jugar hoy la poesía. 

Hoy la batalla real es conquistar lo bello más allá de las estéticas de mercado, el arte de ocasión, la fruición contemplativa, la falsedad; lo aparente, lo negociable; lo políticamente correcto, lo políticamente incorrecto y la egolatría. 

Una obra de arte auténtica debe ser intransigente.