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Buenos Aires. Donde el arte pulsa al ritmo de tiempos perdidos
10September
Artículos

Buenos Aires. Donde el arte pulsa al ritmo de tiempos perdidos

Vida mobile. Buenos Aires es una ciudad que nunca duerme, se dice. Restaurantes, cafés, boliches: siempre hay un lugar abierto, a cualquier hora del día y de la noche, para compartir una empanada o un fernet, un tango o una charla de sobremesa. Sin embargo, su insomnio se puede leer en los ojos de los que a la mañana se aprietan en el subterráneo —cara expresiva del caótico frenesí de la metrópoli— zarandeados desde un punto al otro para llegar, casi siempre, con veinte minutos de retraso al trabajo. Ojos de diferentes colores y nacionalidades. De gente que llegó de todas partes del mundo, cuando Argentina parecía la tierra prometida para los europeos salidos de la Segunda Guerra Mundial. De gente que sigue llegando, con el poco dinero que alcanza para el viaje, desde otros países de Latinoamérica, en busca de una vida sin guerras. En su túnel también se encuentran vendedores ambulantes de alfajores o churros, músicos extraordinarios y mendigos que piden una contribución para aliviar sus males, enfermedades y trastornos inducidos por una sociedad maligna, una política corrupta y un dios ausente. El subte es la vía más rápida para llegar a rincones lejanos de Buenos Aires, para salir de sus vísceras pulsantes y volver a ver la luz: la del día, brillante en el sol del mediodía pendiente sobre la Plaza de Mayo; o de la noche, de las miles y una farolas de la calle Corrientes, de los letreros de sus teatros, cines y bares de milonga que, hasta que termine el espectáculo, nunca se apagan.

En Buenos Aires llegan espectadores de todos los lados, atraídos por su oferta cultural que no tiene igual, excepto Nueva York, donde todavía los precios prohibitivos reservan la cultura a una élite suertuda. Son pasajeros que terminan quedándose en este vórtice de luces y sensaciones, donde encuentran una fuerza que los devora, dejándolos, algunas veces, volver a sus lugares, pero solo con la promesa de estar de vuelta en este sitio centrípeto, ombligo del mundo de Latinoamérica.

El arte de Buenos Aires es la fuerza de sus tradiciones, una mezcla aleatoria y desordenada de las culturas que hace dos siglos siguen poblándola y de su presente, en constante confrontación con la promesa de un futuro de estabilidad que nunca llega. La de esta ciudad es una producción artística en constante renovación, inducida por la influencia de este crisol étnico y cultural caleidoscópico que deja sin aire. Al acercársele, el choque viene por la cantidad de propuestas diferentes en géneros, talentos y creatividad: las pinturas sociales del inmigrante italiano Quinquela Martín y arteBA, feria de arte contemporáneo que llama la atención de Latinoamérica toda; orquestas típicas como la Fernández Fierro reinterpretando antiguos tangos y tremendos trompetistas de jazz tocando temas de Chet Baker en clubes de los sótanos de edificios marcados por la gloria de tiempos perdidos.

Al vivir la escena artística de esta capital uno se entera que no alcanzaría ir a ver una obra cada día del año, para conocer sus cuatrocientos teatros, entre el magnífico Teatro Colón y el más escondido teatro barrial independiente, ni asistir a las innumerables charlas en los centros culturales, donde el acceso a los contenidos es aún más sujeto al proceso de democratización y a la mezcla de todos los tipos sociales que ocurre como en ningún otro lugar. De hecho, la certeza que hunde el usuario, dejándolo en una sensación de dulce e inevitable naufragio, es una: conocer todo es imposible. Por lo más que uno intente sacar el tiempo necesario, la percepción de tener al alcance de la mano una oferta cultural inmensa y de calidad viene frustrada por la conciencia de no poderla gozar toda. Sin embargo, ello constituye un estímulo fenomenal para seguir intentando y entrar siempre más en la esfera de manifestaciones culturales de Buenos Aires, para la cual, aun en su peor momento político-económico, decepcionar a su público es imposible.

Así que en una ciudad donde protagonista es tanto el arte como los más variados linajes culturales, perderse es la única manera para entrar en su mecanismo, fascinador como un atrapador de sueños. Las miradas se cruzan y el tiempo se para, como cuando una pareja se elige para bailar un tango. O cuando en La Boca se van los turistas y se quedan los niños que pasan volando en bicicleta por un Caminito vacío, innegable expresión de estafa y engaño, productos de tiempos en los cuales la indigencia de los inmigrantes lo transformó en un área insegura, puerto de ladrones y garito de artistas: expresión ejemplar de cómo, donde más las tradiciones se transforman y se mezclan, más crean un diálogo fructífero y eterno, constantemente alimentado por una nueva línea cultural.