Pasar al contenido principal
Música y turismo en Cuba. Matrimonio en el aire
08April
Artículos

Música y turismo en Cuba. Matrimonio en el aire

Suelo visitar con cierta frecuencia una instalación cultural habanera que posee un acogedor servicio de bar cafetería, presentaciones artísticas estupendas y un exquisito trato hacia las personas que allí llegamos para disfrutar de cualquiera de sus propuestas. Solo hay un aspecto que nunca me ha convencido en el local y así se lo he manifestado a los que allí trabajan. Como ambientación sonora se pasa música de todo tipo, cierto que bien seleccionada en cuanto a su rigor estético, pero, curiosamente y en contradicción con las características que uno supone debería tener el espacio, en la mayoría de las ocasiones lo que se escucha no es música cubana, sino de cualquier otro origen.


Cuando he interrogado por las razones de ello, me han respondido que tal proceder obedece a la intención de satisfacer el gusto de los clientes, un público conformado tanto por ciudadanos del país como por turistas de distintas procedencias, a los que, dicho sea de paso, se les oferta la posibilidad de poder comprar producciones fonográficas de nuestros músicos. Y justo ahí radica el quid de la contradicción: una mercancía destinada a su comercialización en moneda libremente convertible no recibe la mínima e indispensable promoción, y de sobra es sabido que lo que no se anuncia, no se vende. No está de más recordar que los ingresos de la música grabada en Cuba siguen siendo fundamentalmente asociados a las ventas físicas al sector que gira en torno a la divisa —en buena medida al turismo— y en un segundo plano a algunas exportaciones, pues los cubanos, que deberíamos ser el público natural al que destinar la comercialización de productos como los fonogramas —en virtud de la crisis económica que vivimos desde inicios de la década de los noventa de la pasada centuria—, en cuanto a materia discográfica participamos en la oferta, pero no en la demanda.


Se comprenderá, por tanto, que la incipiente industria de la música en Cuba sostiene una estrecha relación con el sector del turismo, siendo este su segmento de mercado principal e importante fuente de empleo para instrumentistas y cantantes. Ello no es casual, dado que el turismo corresponde a un proceso de intercambio cultural, de exploración de los modos de vida y expresión entre comunidades humanas, donde el arte constituye una parte fundamental del reconocimiento entre culturas. Nuestra música, resaltada mundialmente por su autenticidad, constituye una fuente de atracción de visitantes de todas las latitudes. Por esta razón, la relación entre la música y el turismo resulta altamente compleja, dado el gran monto de recursos que se intercambian por bienes y servicios del hecho musical.


A lo antes expuesto, no resulta obvio añadir que la música presentada al visitante foráneo también se incluye dentro de un concepto tan de moda y discutido en los últimos tiempos como el de «imagen país», término que contiene diversos elementos cognitivos que dificultan su unificación y por ende, una propuesta coherente que permita posicionar una idea global de las bondades de una nación. De ahí que en congresos de organizaciones de intelectuales como la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) y la que agrupa a los más jóvenes creadores artísticos, la Asociación Hermanos Saíz (AHS), el tema haya salido al debate público en reiteradas ocasiones.


Sucede que, sin discusión alguna, la música cubana es una de las manifestaciones más sólidas de la cultura nacional y en correspondencia con ello, si se utiliza bien, puede contribuir muchísimo al desarrollo del turismo internacional en nuestro país. Esa es una realidad que ha sido reconocida incluso por el propio ministro de la esfera, Manuel Marrero, durante la intervención que realizase en el congreso de la Uneac celebrado en 2008, cuando el asunto —una vez más— fue ampliamente debatido.


Empero, del dicho al hecho hay un buen trecho, y por eso cabe preguntarse: ¿la utilización que se hace de nuestra música en el sector turístico es la adecuada? ¿Se le ofrece al visitante toda la riqueza de nuestra producción sonora o solo se le da una imagen sesgada? ¿Se le propicia la asistencia a los conciertos de artistas cubanos? ¿Cuáles músicos de nuestro país son los que actúan en instalaciones como piscinas, bares, lobbies, restaurantes y cabarés? ¿Se comercializan debidamente en tales sitios CD y DVD de nuestras casas discográficas? ¿Cuenta el turista con una oferta televisiva en la que pueda apreciar una propuesta representativa de la gama de géneros y estilos musicales que se cultivan entre nosotros? ¿Quién determina los músicos que pueden o no actuar en las instalaciones turísticas y qué capacidades o conocimiento de música poseen tales decisores? ¿Qué preparación o instrucción en el ámbito cultural tiene el personal encargado de poner música en los equipos de audio de los lugares destinados a atender en lo fundamental a visitantes foráneos? Esas y otras interrogantes son las que habría que formularse al pensar en la relación que se establece en nuestro país entre música y turismo.

En dicho sentido, lo peor es la ausencia de una verdadera política rectora que traduzca en medidas concretas la solución de las quejas que en relación con la materia ha planteado la vanguardia artística e intelectual de nuestro país, sin que en la práctica queden resueltas. De ahí que estereotipos como esos de que Cuba solo es sol, playa, palmeras, mulatas, ron y guaracha continúen prevaleciendo en gran parte de la propaganda que se hace para vender el mercado cubano como destino turístico.


Velar por la promoción de los auténticos exponentes de nuestra cultura musical y evitar la tergiversación de valores, así como luchar contra el empleo de la seudocultura debería ser una de las principales premisas que animase la relación entre música y turismo. Continúo aferrado a la idea de que algún día se ponga en práctica una política apropiada, que posibilite, por ejemplo, que nuestros principales artistas de la esfera musical se presenten también en instalaciones turísticas, cosa que hoy constituye una rarísima excepción, pero que antes era lo normal, o que buena parte de los que nos visitan se lleven de regreso a sus países, aunque sea, un CD o un DVD de nuestros músicos, con lo cual la maltrecha economía cubana obtendría no pocas ganancias y la industria fonográfica nacional empezaría a salir de la condición agónica en que ha sobrevivido en los últimos tiempos.


La música cubana es mucho más que «La guantanamera», «Chan chan», «El cuarto de Tula», «Hasta siempre, Comandante» y «Yolanda», piezas que —al margen de su valía— son las que se escuchan por lo general en el repertorio de las agrupaciones que actúan en la mayoría de las instalaciones turísticas. El visitante extranjero no puede llevarse ni por asomo una idea de la riqueza y diversidad de los géneros y estilos que se cultivan en nuestro país, tanto en la música popular como en la académica.


Una armoniosa relación entre música y turismo evitaría distorsiones de lo autóctono  y que productos de escasa o nula valía sean los que se muestren a los visitantes o a los nacionales cuando andan de vacaciones a lo largo y ancho de la Isla y de sus cayos adyacentes. Cuidar la imagen país, en la que se incluye la música, también contribuiría a atraer un público foráneo más solvente, porque en el mundo se aprecia la calidad de nuestro arte y resulta una incongruencia de marca mayor que cuando alguien arriba a suelo cubano no pueda disfrutar de lo mejor que en materia cultural podemos ofrecer, que es mucho y muy variado. Es un problema de estrategia nacional, aunque todavía en determinadas instancias no se acabe de comprender. A fin de cuentas, Cuba debe tener el turismo que se merece.