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Teresa Margolles: La muerte es bella
25May
Artículos

Teresa Margolles: La muerte es bella

Una muerte física causaría conmoción por lo trágico; una muerte alegórica hace vibrar más por lo bello de un evento que alude Símil no. 1 En marzo de 2010 los llamados “camisas rojas” protagonizan un gesto bello e inusitado. La nota de AFP que llega a mi casa afirma que “los ‘camisas rojas’ que se manifiestan en Bangkok para provocar la caída del gobierno tailandés se extrajeron sangre este martes para esparcirla delante de la sede del Ejecutivo, y simbolizar de este modo el ‘sacrificio’ del pueblo”. ¿Hay alguien que sepa, entre los dirigentes opositores, que la única manera de sustituir la muerte física es la sublimación de ella por medio de una alusión? Una muerte física causaría conmoción por lo trágico; una muerte alegórica hace vibrar más por lo bello de un evento que alude, que da que interpretar… “Las metáforas no derrumban a un gobierno”, me dijo un artista un día de ésos que nos dio por hablar de arte político. Sangre, verificabilidad del hecho, belleza, estetización de la muerte: entre la convocatoria a donar sangre de los “camisas rojas” y una obra de la mexicana Teresa Margolles (Culiacán, 1963) parece no haber muchas diferencias. Bajo una muestra que llevó por título ¿De qué otra cosa podríamos hablar, si no? la artista participó en la 53 edición de la Bienal de Venecia, 2009. Entre otras obras, como la exposición de joyas realizadas a partir de vidrios de parabrisas rotos por balaceras, la Margolles preparó una puesta en escena que siguió el modus operandi presente en obras anteriores de su autoría: una habitación de paredes rojas y un hombre dentro de ella que limpia con una fregona llena de un líquido rojo que no es agua sino sangre. El piso está cubierto de flujo sanguíneo humano y el espectador, bajo las prerrogativas que se imponga, al entrar se funde con ella, la graba (imprime) en sus zapatos y puede sentir su olor. La sangre proviene de víctimas del narcotráfico sin importar origen social, ni género, ni edad. Es toda una mezcla a la que podemos pertenecer de un momento a otro –aunque ya, de hecho se es parte de ella. A propósito de esta obra, la artista comenta: “Estoy solamente invitando a una reflexión. Yo no tengo la solución. Este dolor se va a quedar dentro de un palacio cerrado. Esto es para mí el museo, una concentración de dolor. ¿Qué pasará después de la exposición? No va a cambiar nada”. Tanto a ella como a los opositores tailandeses los distingue el escenario: a ella la protege, además de la cierta ficción que ya en sí trae una metáfora, la naturaleza aurática de las galerías y museos (donde casi todo es permitido); a los asiáticos, el uso de la metáfora. Sólo la naturaleza del espacio (esto es, si es autónomo o heterónomo), ubica a cada uno en su lugar. A una en los predios artísticos; a los otros dentro de una clara manifestación política además de performática. Símil no. 2 Son estelas. Aproximadamente doscientos metros separan la Puerta de Brandemburgo, en Berlín, de una minimalista y atípica obra: el Monumento en memoria de los judíos asesinados en Europa. Dos mil setecientas once estelas construidas en hormigón y emplazadas de forma cuadricular en diecinueve kilómetros cuadrados. Lisas, grises, llaman la atención por su austeridad y ausencia de pretensiones ilustrativas o didácticas (de hecho, uno de sus cometidos era la renuncia a “cualquier tipo de simbolismo”). No puedo afirmar que sean un convite a la retina o un masaje visual. No estoy segura de que lo sean. No son evidentemente hermosas aunque sí aplastantemente bellas. Hay algo de reto en estas piezas que pulsa nuestros sentimientos todo el tiempo más allá de la percepción porque, eso sí, oprimen y estrujan el alma. Tal vez por su color gris repetido ante nuestros ojos o porque sabemos que su presencia allí responde a la crítica de un genocidio sin límites. O ambas cosas. Sin embargo, esa disposición a la tristeza que produce el estar allí sufre un cortocircuito, es interrumpida por la presencia de chiquillos que corretean por entre las estelas y sobre los adoquines lo mismo que por un parque de diversiones o peor aún, que adolescentes, jóvenes y adultos se tiendan sobre ellas para tomar el sol del verano. Es casi una verdad absoluta que la estancia del sol en cielo europeo lo justifica todo. A pesar de ello, el colapso producido entre el ser y el deber ser, entre el cometido a priori de un monumento y lo que suscita en la práctica provoca un sinnúmero de perplejidades y también preguntas espadachines que pueden reducirse a esto: si un segmento no desdeñable de ciudadanos se comporta de manera enajenada frente a un asunto como es la muerte por violencia o el genocidio, ¿existe la posibilidad de que un hecho así se reedite? Las variables para responder son incontables y una entra al underground con la cabeza echando humo por las dudas y una certeza tan objetiva. Allí está el Centro de Información, con su techo lleno de hendiduras rectangulares, como si fuera un negativo del campo de estelas. Allí dentro el diseño museográfico es aplastante y excelente. Sus artífices se las ingeniaron para presentar de variadas y sofisticadas maneras el “documento” (dígase testimonios, cartas, autobiografías, la base de datos proveniente de Yad Vashem en Israel, etcétera, etcétera). Allá abajo las personas apenas susurran algo en los oídos de sus acompañantes y aquella tirantez de arriba, entre algarabía “inocente” y conmoción adulta o responsable se desvanece, como una inversión de la actitud, también como un negativo. Ahora, si el campo de estelas fuera una obra de Teresa Margolles, ella hubiera neutralizado todo intento de jugueteo en el público lego. En una de sus losas (o en varias) tal vez hubiera estampado un texto explicativo: “Los adoquines que está pisando ahora mismo se produjeron a partir de la fundición de piedras utilizadas para simular los jabones que se repartían a los prisioneros cuando entraban a la cámara de gas de Auschwitz-Birkenau”. Pero un statement de esa naturaleza haría cundir el pánico entre muchos visitantes y al año de abierto pocas personas en el mundo querrían caminar por entre esas estructuras grises y rectangulares. Porque la complicidad es algo aceptable sólo para con lo mediático y pocas personas se arriesgarían a estar tan cerca del horror. Una intervención de esta naturaleza produciría una obra aparentemente perdurable y un monumento evidentemente efímero debido a la ausencia de visitantes a largo plazo. Como obra (y no como legado histórico) duraría lo que en una galería o museo. En tanto monumento con un cometido especial desaparecería al ritmo de la programación en el circuito del arte: a lo sumo estaría seis meses en activo. La naturaleza del espacio –heterónomo, concebido para visitas masivas– no permite ese tipo de hermanamientos. Si la metáfora podía salvar a los “camisas rojas” de la represión, aquí ella misma, en este caso el paratexto (statement) con los adoquines, convertiría al monumento en lo que no se deseó que fuera. Se tragarían mutuamente. Suspenso o pregunta de horror y misterio Si usted supiera que al entrar a una galería para ver una pieza titulada “En el aire” (2003) bajo la autoría de Teresa Margolles, se estrellarían contra su cuerpo burbujas rutilantes, como las usadas en nuestros juegos de niñez, y encontrara un texto que dijera: “Bubbles made from water from the morgue that was used to wash corpses before autopsy” (burbujas de agua residual usadas en la morgue para el lavado de cadáveres antes de la autopsia), ¿entraría? ¿Se dejaría salpicar y tocar por la muerte? La sobrevida Proveniente del Colectivo artístico SEMEFO (Servicios Médicos Forenses), cuyas acciones eran más radicales, allá por los noventa, Teresa Margolles fue transitando desde una estética agresiva y más narrativa hacia otra de corte mínimo-conceptualista y de estirpe neosimbólica (más adelante explicaré por qué utilizo este término). Del gesto cáustico pasó a un cierto refinamiento (que no encubrimiento) estético y metodológico. Entrevistada al respecto adelanta: “En general ahora lo que intento es trabajar con el símbolo del cadáver y ya no con la materia, necesariamente, por eso hicimos la performance en La Habana con grasa humana rellenando los huecos de una casa que se encontraba, precisamente, al frente de donde se reunían los asistentes a la Bienal”.1 “Dermis” (1996), “Lengua” (2000) y “Autorretratos en la morgue” (1998) son obras que muy fácil son recordadas de ese primer período. En esta última serie, resuelta en un ensayo fotográfico, la artista se retrata junto a cadáveres de personas no identificadas y que tuvieron una muerte violenta. La Margolles, como todo creador que se respete, ya estaba entrando en los fascinantes y al propio tiempo peligrosos predios de la ética. Y su escudo parece ser la crítica social a una historia cundida de violencia y al entumecimiento oficial como respuesta que hipoteca no ya la vida sino la existencia humana en todas sus dimensiones. México parece ser un caldo de cultivo para estos menesteres, y su capital, el emporio perfecto. La primera etapa de Teresa Margolles recuerda al Joel-Peter Witkin de “Glassman” (1994) no sólo por el interés de ambos en una muerte áspera, sino porque las connotaciones aurático-religiosas que el norteamericano ve en un fallecimiento violento también han sido punto de partida a la hora de interpretar la poética de la mexicana, cuyas obras han sido comparadas con la leyenda del velo de Santa Verónica, en especial una: “The Cloth of the Dead” (2003), en la que la artista usó tela impresa con fluidos de cuerpos yacentes.2 “Glassman” es el título de una foto de Witkin tomada a un mexicano joven y punk (punk era el joven dueño de la lengua que Teresa Margolles instaló en el Palacio de Bellas Artes). “When bodies are brought from the street, there’s sometimes a doubt as to how the person died”, afirma el fotógrafo.3 Más allá del cuerpo fáctico interesa la circunstancia, el cómo, la gramática de la muerte. Preocupación compartida por la artista. “Glassman”: se trata de una imagen en extremo repulsiva, donde el cadáver aparece en primer plano, grotesco, medio sucio, con el torso cosido y con aire de martirio a lo San Sebastián: “He’s being judge. This guy is being judge right now”, exclamó su traductor. “Sin título (Catafalco 1)” es un torso escultórico, de ascendencia helénica, también cosido, que la Margolles realizó en el 2005. Aunque obras como éstas no son las más frecuentes dentro de su repertorio visual ni tampoco de las más impactantes sí resulta interesante por el uso de la tridimensionalidad y, porque dentro de su obra, marca un viraje hacia el objeto moderno, recurso prácticamente ajeno en ella, que es más dada al evento, a la implicación. Tanto es así que la mexicana ha llevado a extremos increíbles la práctica artística. El uso de materiales orgánicos (sangre, hilo de coser cadáveres, agua de lavarlos, etcétera, etcétera) ubica la obra de Teresa Margolles en una frontera borrosa entre lo que podemos llamar lo real y la ficción, entre lo físico (orgánico) y la construcción mental. Es por ello que arriba utilicé el término neosimbolismo, es decir, las obras de la artista mexicana no aluden a la muerte, sino que la traen a presencia, la re-presentan, la ponen ahí debido al uso de aquellos materiales, a su procedencia y también porque echa mano al recurso del texto como documentación verificable y objetiva para aliviar cualquier duda al respecto. Y eso es propio del universo simbólico, donde estamos más cerca de la “cosa”. En el simbolismo no hay distancia, no hay tropo que medie: la obra de Teresa Margolles está, bellamente ubicada, a medio camino entre el símbolo y la alegoría. Su obra no significa sino que dice: lo evocado y lo evocador son casi lo mismo. Tal vez por esa razón Niklas Maak terminara un acertado texto sobre ella con esta aseveración: “el arte mínimal ha alcanzado el punto cero”.4 Perteneciente a una raza de creadores en la que se insertan Santiago Sierra y Francis Alÿs, Teresa se afinca más en la lógica de lo concreto. Hay una convocatoria en ella que trasciende lo poético y te hace partícipe de una manera entre perversa y sádica. Te complica en ambos sentidos: te hace cómplice y te hace la vida un rollo de sensaciones confusas, atractivas y repulsivas a un tiempo. “En 127 cuerpos”, 2006, una cuerda es tendida de un extremo a otro del espacio expositivo y de ella penden anudados segmentos o pelusas de hilo de algodón manchadas de un rojo parduzco. Así de sencilla, como la grieta de Doris Salcedo en el suelo del Tate, la cuerda divide el espacio pero se puede violar con sólo agacharnos y cruzar. Las especulaciones en torno a ese modo arbitrario de segmentar la sala pueden llevarnos a escribir un libro hasta que nos topamos con un texto –ya dijimos que muy característico de su obra: “Remmants of thread used after the autopsy to sew up bodies of persons who have suffered a violent death. Each thread represents a body”. Nos encontramos, de este modo, ante una poética del shock, no en el sentido en que explicaba Walter Benjamin para referirse a las iluminaciones profanas propias del consumo del arte seriado y masivo, sino en términos de colapso, de noqueo mental. Termina así la ingenuidad de la presentación. No deja de ser macabro ese ritual estilístico que consiste en explicar la procedencia de los materiales. Digo esto y sé que lo hago desde la perspectiva de un espectador amedrentado pues la convocatoria de la artista va en serio. Sin embargo, esta obra no te obliga a una comunión, no se da aquí una relación panteísta con la muerte como sí en “Banco” y en “Agua de la ciudad de México” (2004) y la reeditada “Vaporización” (2001). La primera es una vídeo-instalación. En la proyección, un trabajador de la morgue lava cadáveres con una manguera, entre ellos, el de una niña. Frente a la pantalla el banco de siempre para un cómodo visionaje pero no un banco cualquiera, sino uno construido al efecto cuya mezcla fue hecha con la misma agua que el hombre del vídeo lavaba los cadáveres. El espectador tiene dos salidas: ponerse de pie de un salto o aparentar estoicismo y simpatía por la causa. “Vaporización” creo, no ha sido superada ni siquiera por “En el aire” en ese afán de inmiscuirnos: una sala llena de vapor de agua, tal como una sauna. El origen del preciado líquido es el mismo: “vaporized water from morgue that was used to wash the bodies of murder victims after autopsy”, nos dice el texto. El vapor de agua entra por todas nuestras cavidades y se impregna en todo el cuerpo. No hay opción salvo gritar y huir de la habitación o quedarse estupefacto disfrutando de un insólito acto de purificación o de una terapia inesperada e involuntaria. Lo que la propia Teresa Margolles llama “vida del cadáver” somos nosotros los sobrevivientes, la sobrevida de otros, no los residuos a los que echa mano en sus environments. Sus obras se vuelven contra nosotros (luego de estar en nosotros) no porque agredan nuestra integridad psíquica con un acto que Occidente aún no ha podido entender sino porque nos interroga. Indaga sin ambages por nuestra capacidad de soportar o por nuestra disposición a encarar con responsabilidad el horror, aunque ese dar la cara se dé con una risita nerviosa en ojos y labios. Teresa Margolles nos está hablando y cuestionando, sobre nuestro derecho a la sobrevida mientras seamos presa del “me tiene sin cuida’o”. Si algún espectador tenía una relación noble con la muerte (como es mi caso) de súbito se verá imbuido de ella. La artista ha traído a los predios del arte aquella enigmática idea de Heidegger del “ser para la muerte”, espetándonos en el cuerpo (no sólo en la cara) nuestra finitud, y de paso pulsa nuestros filamentos éticos –y de paso los de ella–: faranduleros de todos los países del mundo, ¿saben realmente a dónde vais, cuál es vuestro fin? Luego de salir de ese “barrio de putas” que es la galería, ¿continuaréis pensando en la muerte por violencia y harás algo por evitarla? Uno de los puntales de la nueva teleología de la artista, en términos de éxito, se encuentra en el factor sorpresa. Nadie quisiera ser víctima de un homicidio (aún siendo simbólico) pero es muy probable que eso sea lo que nos depare el encuentro con una obra de Teresa Margolles. Aún conociendo su operatoria nos embulla ese morbo propio del campo artístico. Nos mata la curiosidad. Ella, por su parte, hace lo suyo: tiene una obra entre sádica y provocadora, corre riegos vitales y se viste de negro como en luto perenne. Ahora sí, estaría por ver si continúa con esas puestas en escena una vez que la fórmula deje de funcionar.

127 cuerpos, 2006 / Fibras de hilo y sangre / Dimensiones variables Thread and blood fibers / Variable sizes

En el aire, 2003 / Burbujas de agua / Water bubbles / Courtesy of
Cortesía: Elena Cancio

Sin título (Catafalco, 1), 2005 / Adhesión de materia orgánica a yeso / Organic matter adhered to plaster 
81 x 53 x 13 cm

Crematorio, 2003 / Vídeo-instalación / Cortesía
Video installation / Courtesy of / Galería “Enrique Guerrero”

En el aire (Detalle / Detail)
 Cortesía: Galería “Enrique Guerrero”

Campo de estelas, Berlín / Foto: Elvia Rosa Castro