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Driggs: La melancolía agridulce del azúcar
21October

Driggs: La melancolía agridulce del azúcar

Por Héctor Bosch
Fotos: Abel Carmenate

 

Quien visita un ingenio azucarero, aun cuando no esté en activo, no puede menos que imaginar el intenso movimiento generado en su entorno. Quien ha vivido el pleno apogeo de un central en zafra no lo olvida.

 

Es el caso de Dagoberto Driggs Dumois, un artista que no dirige su mirada hacia una realidad externa, sino que la extrae de lo más profundo de su memoria, allí donde se vuelve, además, remembranza colectiva.

 

La exposición Penúltimas huellas (memorias de un batey) es un recorrido onírico, aunque vivencial, por los recuerdos que Driggs atesora de una herencia familiar de trabajadores y pobladores de esa suerte de pequeño pueblo que se construye alrededor del ingenio y constituye una característica acendrada de la cubanidad.

 

Las obras que se muestran en la galería Carmen Montilla (Habana Vieja) transitan en su esencia de objeto utilitario a pieza museable y a hecho artístico. Los montajes instalativos combinan, en efecto, fragmentos o componentes de alguna maquinaria o elemento constructivo en desuso con imágenes logradas a través de un singular método de impresión fotográfica sobre metal.

 

“Esta exhibición es el compendio de muchos años de trabajo, no solo para lograr la técnica de impresión, sino de mis vivencias en un batey, en este caso del antiguo Ingenio Santa Lucía, luego llamado Rafael Freyre. Existe una relación indispensable entre el batey y el central. Si uno no existe, el otro tampoco”, expresa melancólico al referirse al cese de numerosas fábricas de azúcar, lo cual ha modificado sustancialmente el panorama sociocultural de varios territorios cubanos. “En esta primera exposición tengo en cuenta la maquinaria, lo que daba sustento a los pobladores del batey”, agrega.

 

Así, Driggs ha recogido esos objetos a los que reconoce un aporte en el rescate de la identidad, tras dejar de prestar la función para la cual fueron creados. Luego los convierte en una obra visual bidimensional o tridimensional, según el caso. Incluso, algunas de estas piezas pueden llegar a tener un nuevo uso, una sugerencia que, digamos, “cierra” el discurso del autor como en un ciclo infinito.

 

Dagoberto Driggs guarda con celo la técnica de impresión de las imágenes que intenta patentar, que ha nombrado con un sugerente guiño: “dagorretipo”. El método recuerda el utilizado por el precursor de la fotografía (daguerrotipo). Sin embargo, el cubano asegura utilizar una forma que garantiza mayor perdurabilidad y permite algunos efectos como el relieve.

 

El propio montaje de los soportes incorpora la carpintería y la hojalatería, entre otros oficios que aportan al resultado final, en el que puede reconocerse la formación profesional de Driggs como diseñador y su experiencia vinculado a labores manuales.

 

“Enriquezco la fotografía con piezas que voy recogiendo y guardando”, declara Driggs, y entre irónico y afligido apunta: “me hubiera gustado guardar hasta una locomotora, de aquellas que fueron utilizadas incluso en la construcción del Canal de Panamá y hoy son materia prima. ¿Imaginas la cantidad de historia que hay ahí? ”

 

“También trato de reutilizar elementos de la arquitectura del batey, como el zinc conformado de los techos, para lograr una idea de ese lugar, y a otras piezas les añado una nueva función”, explica, y en el plano temático se refiere a asuntos intrínsecos de la vida en esas poblaciones: la prostitución, las fiestas, el sincretismo religioso; cuestiones, en fin, relacionadas con la identidad.

 

Porque la labor casi arqueológica del artista no se detiene en objetos inanimados. Con proyección hacia lo sociocultural, incorpora al proceso creativo y al espacio expositivo, en un intento por rescatarlos, colores, sonidos, olores y sabores del viejo ingenio: la réplica de una antigua campana que llama al trabajo, trozos de caña, granos de azúcar, raspaduras de “mela´o”, aguardiente y canchánchara, bebida tradicional que se basa en la mezcla de este con miel de abejas y limón.

 

“Pienso no solo en el rescate del patrimonio físico, sino también del intangible. Se puede lograr hablando a las personas sobre cosas que existieron. Mi expo se titula Penúltimas huellas por el libro del Premio Nacional de Literatura Ángel Augier, quien nació en Santa Lucía y también trabajó en un central, y muchas de las obras tienen títulos tomados de su poesía. Y se ajusta a que en estos momentos de ese central solo quedan las penúltimas huellas. En cualquier momento no quedará nada”, asevera el artista con evidente aflicción.

 

Logrado el efecto de la empatía a través de una visualidad singular e impecable, con piezas únicas por la complejidad de su elaboración, y también inmerso en la atmósfera evocadora, el espectador no pasa imperturbable ante esta muestra de agridulce melancolía.