Skip to main content
Choco: Dos oficios, una mirada
08February

Choco: Dos oficios, una mirada

La pintura y el grabado son, en Eduardo Roca, dos medios expresivos supeditados a una misma voluntad de experimentación.

Aunque llegaron a su vida por caminos aparentemente distintos: el de la afinidad y el de la necesidad, siempre han sido enfocadas hacia propósitos integrativos, como la configuración de tonalidades y atmósferas, la indagación en el orden estructural de los espacios, y el hallazgo de un estilo y una imaginería sui generis para la incursión representativa.

¿Quién te puso el apodo de Choco?
Cuando comencé a estudiar en la ENA, algunos compañeros de estudio empezaron a compararme con el boxeador santiaguero Chocolatico Pérez (Roberto Caminero). Así fue... Aunque en mi pueblo me conocían de niño con el apodo de Pay. Los sobrenombres míos han tenido que ver siempre con los postres...

¿Nunca te preocupó que el apodo conspirara contra la sobriedad de tu imagen como artista?
Cuando a uno le ponen un apodo al principio le cae mal, te resistes y los demás comienzan a burlarse de tu inconformidad; yo viví todo ese proceso pero después me di cuenta de que la familia entera me llamaba Chocolate, Choco: mi madre, mi mujer, mis hijos... Entonces me dije: “pero carajo si ya ése es casi mi nombre, no me va a quedar otro remedio que aceptarlo. Y así fue”.

Provienes de una generación que en la década del 60 emergió del anonimato para adentrarse en el ámbito de la creación. ¿Cómo se produjo en tu caso esa integración a las artes?
En los años iniciales de la Revolución el gobierno lanza una convocatoria para estudiar arte en La Habana y llegar a ser pintor. Hice las pruebas, las aprobé y vine para la capital, con doce años. En el año 62 comienzo a estudiar la carrera de artes plásticas, en el Hotel Comodoro, que fue el lugar donde se estableció la Escuela Nacional de Instructores de Arte. Allí tuve el privilegio de conocer a algunos de los más grandes creadores de la época: Alfredo Sosabravo, Antonia Eiriz, Núñez Booth, Armando Posse, los cuales me abrieron los ojos al mundo de la creación, porque yo no tenía ni la más remota idea de qué cosa era ser un pintor, mucho menos un artista. Al finalizar mis estudios en el Comodoro no pude ejercer las funciones de Instructor de Arte porque no tenía la edad adecuada para trabajar, lo que significó una verdadera suerte para mí pues pude entrar de manera directa a la Escuela Nacional de Arte.
Antonia Eiriz fue en esa época de gran impacto en mi formación. Después de haber terminado mis estudios en la ENA ella continuó impartiéndome clases por algún tiempo. A Sosabravo lo llegué a apreciar mucho también, fue un gran maestro. Conservo muy buenos recuerdos de la influencia pedagógica de Armando Posse, con quien continué aprendiendo cuando me incorporé al Taller Experimental de Gráfica de La Plaza de la Catedral, siendo aún muy joven. Esas personas se convirtieron en guía imprescindible para mi trayectoria. Algunos de ellos no saben –y ya no sabrán– la importancia que tuvieron en mi vida y mi carrera. Como Servando Cabrera, una de las figuras que más influyó en mí durante la década del 70 y en casi toda la generación a la que pertenezco. Sin él, ni yo ni muchos de mis coterráneos, hubiésemos arribado a las concepciones que hoy tenemos acerca del arte. Servando amplió mucho nuestras expectativas como pintores, fue para nosotros algo así como un Elegguá.

¿Cuándo comenzaste a aprender las técnicas del grabado?
Durante mis estudios en la ENA, allá por el año 65, el grabado era una de las especialidades y el maestro que la impartía era Espinosa Dueñas, un peruano que vivía en la Isla, pésimo profesor aunque excelente artista. Se esforzaba en enseñar de manera rigurosa pero tenía muy mala metodología. Juzgando su labor al cabo del tiempo, creo que pude haber aprendido mucho más de lo que en realidad aprendí. Junto a Tomás Sánchez llegué a conocer en ese período múltiples detalles técnicos de la manifestación, que él había asimilado a su vez de un viejo impresor de la Compañía Litográfica de La Habana. Aunque no fue maestro mío directamente, a su lado hice varios grabados. En el año 75 ingreso al Taller de Gráfica de la Plaza de la Catedral donde había un ambiente fascinante, estaba repleto de artistas de primera línea como Posada, Frémez, Luis Miguel, Armando Posse, Contino, entre otros. El taller me proporcionó vivencias a través de las tertulias que allí se hacían, los encuentros espontáneos, y las experimentaciones que llevaban a cabo sus integrantes. Entonces era muy precaria la situación de los materiales y eso hizo que los artistas cubanos tuvieran que desarrollar otras alternativas de creación como el grabado.
En la década del 80 viajé a los Estados Unidos y allí aprendí mucho sobre el grabado. A mi regreso continué llevando a la práctica todos los conocimientos adquiridos, en particular los relacionados con la técnica litográfica. Después comencé a hacer grabado en linóleo y en metal, también obligado por la carencia de recursos. A lo largo de la década del 80 sigo confrontando el inconveniente de la falta de materiales y empiezo a desarrollar la colagrafía hasta el día de hoy, porque es una técnica novedosa y fundamentalmente pictórica. En los inicios, al hacer colagrafía me sentía como si estuviera pintando. Quiero que sepas que yo no he interiorizado nunca el grabado como grabado en sí, sino como pintura, y eso se refleja bastante en la generalidad de mis obras. Aunque en un principio se trataba de una etapa en la que hacía grabados desarrollando contrastes entre blancos y negros, improvisando con los grises, debo confesarte que siempre lo hacía desde la perspectiva del trabajo a color. La técnica colagráfica, en la que uno puede dar grandes brochazos, poner sobre la plancha todos los colores como si se tratara de una tela, fue para mí el gran descubrimiento, la alternativa idónea al no poder dedicarme por entero a la pintura.
Después vino un período más bondadoso, a finales de la década del 70, en el que pude incursionar por medio de la pintura en temas como el del campesino y los paisajes cubanos, creando piezas de muchísimo colorido. Toda la figuración de ese momento me salía con la misma expresividad de cuando me dedicaba en exclusivo al grabado. Todavía hoy sigo teniendo la misma consideración: hago colagrafías como si estuviera pintando, incluso, ediciones muy cortas porque tengo la impresión de que estoy haciendo originales a través de otro medio. Aunque mucha gente me ve como un grabador, en mi siquis como artista siempre he funcionado como pintor, porque además, de eso me gradué en la ENA.

¿Cuáles fueron los temas esenciales de tu trabajo en la pintura durante estos años?
Primero incursioné, durante un período de casi diez años, en el tema del campesino con implicaciones épicas, tema que también atrajo a toda la generación de la década del 70 a la cual pertenezco, y que cada cual abordó con su forma individual, su estilo, su idiosincrasia. Recuerdo que éramos casi todos de procedencia rural o provinciana, y como resultado de ese cambio tan radical que se produjo en el año 59, nos integramos al proceso social que esta transformación impulsó. Por lo tanto, era una visión del hombre rural o provinciano asumida desde la ciudad, algo así como la representación de nuestra propia experiencia en la migración de un contexto a otro.

¿En algún momento te ha interesado reflejar en la obra los problemas concernientes a la identidad y la raza?
Cuando pinto no estoy pensando en el hombre blanco, mulato, negro o chino. El hombre que a mí me interesa representar tiene tronco y extremidades, alma, corazón, sustancia gris… en fin me refiero al hombre biológico, universal. El hombre que yo pinto no tiene colores, ni perfiles particulares. Si te fijas bien, en cualquiera de las técnicas con que lo recreo, se muestra siempre con rasgos muy heterogéneos, o sea, labios negroides, ojos chinos, tonalidades que pueden ser rosadas o tierra, es un hombre que tiene su ascendencia en muchos lados del mundo.

¿Crees que hay un retorno al trabajo en colectivo dentro del grabado internacional, o piensas que continúa exacerbándose ese sentido de la independencia?
El grabado es un oficio difícil pero muy seductor, porque da la posibilidad de trabajar de forma colectiva, la oportunidad de fomentar un ambiente lindo, afable, entre los creadores. Lo que pasa es que en él no se puede experimentar, como cuando tú experimentas con el óleo o el acrílico sobre el lienzo, si no tienes el menor indicio de lo que es grabar. Eso ha hecho que en muchas ocasiones la gente haya subestimado la gráfica. Por otro lado, creo también que las nuevas tecnologías han hecho que el grabador se independice en extremo, se haga cada vez más solitario y se vaya a su estudio a realizar la obra por intermedio de una máquina, sin meter las manos en el proceso o interactuar con otros creadores como sucede en los talleres colectivos, donde se conversa, se discuten temas, se generan proyectos. Por fortuna, en los últimos tiempos el hombre se ha dado cuenta de que esta interrelación sigue siendo necesaria en el grabado a nivel mundial, que hay que tener una incidencia más activa en el proceso creativo, volver a meter las manos. Ahí están los casos de la Bienal de Puerto Rico, las Bienales de Osaka, Sapporo, el Salón Anual de la Estampa de Madrid, la Bienal de Orense, que han ido unificando de nuevo a la gente. Los grabadores norteamericanos también han comenzado a ser más conscientes de este problema y han ido ampliando sus relaciones con otros artistas.
Cuando el creador consciente ve que los tiempos van cambiando y que necesita tener una comunicación más directa, que su obra debe multiplicarse e interactuar con las demandas de las galerías, obsequiar una pieza a un amigo, en fin, estar vivo en muchos lugares a la vez, entonces se da cuenta de que el mejor consejero es el grabado.

¿Cómo juzgarías el estado actual del grabado cubano?
Pienso que sigue siendo muy bueno. Fuera de La Habana, en Holguín y en Santiago de Cuba principalmente, los artistas continúan pensando seriamente en el grabado y en sus destinos. En la capital los artistas no priorizan tanto el sentido colectivo del grabado, pero no puede afirmarse por ello que no estén pensando en la manifestación. Los artistas en vez de consolidar el trabajo en colectivo están haciendo muchos pequeños talleres o feudos. Todo el mundo está creando condiciones elementales para grabar, comprando las máquinas, consiguiéndose los instrumentos de impresión; si analizas ese comportamiento desde otro punto de vista, en vez de disminuir el interés por el grabado lo que está sucediendo es que está aumentando. Ahora hay más talleres de grabado que nunca en La Habana. Además, el Taller de la Catedral sigue ahí con todas sus dificultades. Sus integrantes más viejos, los primeros egresados de la ENA de los años 60 comienzan a preocuparse de nuevo por el grabado, por ir al taller a realizar su trabajo, como los casos de César Leal, Mongo Estupiñán. Otros como Frémez, Carlos del Toro, Pablo Borges, José Omar, Zarza, continúan yendo por allá. Y esto tiene también una relación estrecha con las necesidades de los creadores de insertarse en el mercado, difundir su obra, obtener precios más asequibles. De una forma u otra los artistas están grabando de nuevo, incursionando en técnicas tan antiguas como la litografía, la xilografía y la calcografía.