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Whatever o el grupo de los Trece (matanceros)
16June

Whatever o el grupo de los Trece (matanceros)

Por: Antonio Enrique González

 

Carente (a conciencia) de un eje conceptual, y mucho menos temático, la exposición colectiva Whatever, acogida por la Casa de Cultura de Playa como parte de la Muestra Colateral de la Bienal, destaca por la emergente intensidad y la casi virulenta búsqueda de una marca ideoestética propia a fuerza de la perenne  deglusión, metabolismo y final apropiación de los referentes que circunnavegan las esferas preceptivas de los trece creadores jóvenes matanceros reunidos en la curaduría de Lilliam Cedeño. Este proceso se verifica en muy diferentes y desiguales estadios en cada uno de los implicados, que sí se complotan en una museografía desenfadada: remite al almacenamiento, el embalaje y el hacinamiento, salvando así los escollos de un espacio tan irregular como el asignado para montar.

 

Deslindada así del hieratismo galerístico, Whatever subraya un tanto la espontaneidad, el desenfado y la siempre fresca juvenilia, además de paliar en algo el hálito académico-pictorialista que trasuntan varias de las piezas expuestas, como el suerte de su(hiper)realista díptico compuesto por Mi tierra firme y Desolación, de José A. Hernández; las piezas El homenaje que jamás hice a mis mecenas y La consagración de los mudos, de Edel Alonso; la autorreferencial Reincidencia, de Sandra Rodríguez y Emmanuel Díaz; y las muy gráficas y concisas piezas de sino pop Isla y Violencia doméstica, de Adrián Socorro. 

 

En este variopinto muestrario y mapa de las más actuales tendencias y los incipientes discursos de la plástica matancera, se contraponen a los lienzos interesantes instalaciones como Mi luz, mi sombra, de Katia Ma. Uliver, donde la artista se apropia de la valla como soporte propagandístico por antonomasia —en tanto sus dimensiones hiperbólicas son expresión material de los afanes grandilocuentes de esta disciplina comunicativa—; o como verdadera sinonimia de la Propaganda en sí, cuyo discurso categórico y manipulador siempre tiende a la homogeneización de las opiniones individuales bajo un credo al cual se pretenden adscribir a ultranza. Por ende, los matices, las diferencias y divergencias  buscan ser anuladas, o en última instancia absorbidas en el gran corpus ideológico.

 

La valla como recurso incomunicador, hegemónico, expresión legítima del poder. La valla oxidada, decadente, demacrada y ya ilegible (incoherente), aún pretende opacar con su masa absurda las viviendas (preceptivas singulares) que yacen a su sombra; igualmente atrofiadas y hasta cómodas en su ningunidad. Una casita se separa, brilla con luz propia, se diferencia y desafía la gran sombra que pretende obliterarla.

 

Quizás con propósitos concomitantes, la mordaza-sudario empaca la desnudez esquelética de la expresionista escultura Preservación, de Ictiandro L. Rodríguez. El ente abrazado por esta ajustada prisión avizora el mundo alrededor, y es consecuentemente divisado, pero la impermeabilidad de la crisálida (¿nacerá de ella un alado Hombre Nuevo…a destiempo?) impide la oxigenación, el intercambio de fluidos, sonidos, información.

 

Hacia la validación de esa individualidad que la valla de la Uliver busca anular con su masa oxidada, van piezas como Paseo intelectual, de Lilliam Cedeño, y Dentro de esporas, de Lianet Barceló. El primero es un elemento que formó parte del performance homónimo, donde la artista echó sobre sus espaldas esta mochila de hierro con obras de Martí, Dulce Ma. Loynaz, Jorge Luis Borges, Leonardo Padura, Belkis Ayón, la Escuela de Tartu... Mapa referencial que, a medida que desbroza las entendederas, hace a la creadora más consciente del peso del mundo sobre sus hombros. La lucidez es condena, es carga digna de Atlas. La verdad nos hace libres, pero también dolorosamente responsables: tal parece enunciar la artista. Dentro… apela, desde una concepción más lírica y una solución ya conocida, a los mundos individuales que urde su creadora. Explorar estos cubos es una invitación a su mundo, a compartirlo.

 

Sobre el sendero de la comunicación y el intercambio, parece también desplazarse el discurso de una pieza tan fresca y elegante como Concesionario, de Mayté Rondón; suerte de antípodas del enclaustrado y gregario confesionario católico que remite al tabú, el ocultamiento, y en última instancia al desnudamiento del alma lejos de la vista de todos. Concesionario, a la inversa, llama a compartir, a perder el miedo a la revelación, al exhibicionismo espiritual; un tanto en sincronía con los modelos de expresión pública que promulga la contemporánea Sociedad de la Información, sublimada en las redes sociales. Concede, no confieses. A tal aventura invita esta pieza llena de grafitis dejados por quienes se han agazapado en su transparencia.

 

Otro abordaje de lo ilusorio, lo onírico, y hasta quizás de lo alucinógeno, se puede apreciar en la delicada obra Vacío, de Sandra Rodríguez. Se legitima la evocación de lo ya desmaterializado como otro y muy válido estado de la existencia.

 

Las dos telas de José A. Hernández (Desolación y Mi tierra firme) e Isla, de  Adrián Socorro, prefiguran desde sus respectivas iconografías y sistemas de representación, desde sus tragedias muy propias, nuevas acepciones del concepto de insularidad.

 

El agua por todas partes ya no es la única maldita circunstancia que aqueja al archipiélago, sino el concienzudo proceso de cubanofagia que convierte el transcurrir de la isla en un letal uróboros: en estos revólveres de Socorro que son como siameses adheridos por las bocas o las narices, condenados a respirar el mutuo detrito, a devorarse las respectivas entrañas. Saturno ya no tiene dientes para devorar a sus hijos, sino que se los ha legado para que se despedacen en plena demencia claustrofóbica, o huyan para hacer el cuento. La consecuencia —¿tal significa el hiperrealista corazón de Hernández?— del artista (¿el cubano?) es su única tabla de salvamento ante la desolada costa ajena que ya es algo extraño, agresivo. Sobre ella se erige la nueva isla, la nueva tierra firme, la nueva piedra sobre la que se erguirá la iglesia de la cubanidad.   

 

Simultáneo al recorrido de los asistentes a la inauguración de Whatever, cada uno involucrado en los diálogos con las piezas, el performance Designios restrictivos, de Javier Soto, buscó incordiar la recepción, desvirtuar todo intento de concentración, dinamitar una vez más los convencionalismos y jerarquías galéricas que la propia museografía ya desafió desde su concepción desenfadada. Los globos inflados que estallaban al alcanzar su máximo de resistencia —o pinchados por el artista y varios presentes motivados— invitaron entonces a una inevitable comunicación escabrosa, accidentada.

 

Otras piezas como el sencillo ensayo escultórico Manolo, de Marian Domínguez, el optimista Divino guacal, de Yeins Gómez, el juguetón Scrabble, de Lilliam Cedeño, y el rejuego entre forma y contenido que resulta el Embalaje competente de Emmanuel Díaz, completan este alarido coral matancero aposentado temporalmente en la Casa de Cultura de Playa.

 

Fuente: La Jiribilla